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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

Breve Historia De La Incompetencia Militar (32 page)

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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Sin embargo, una cosa permanecía invariable: el factor decisivo de toda la invasión era el control del aire, la clave de la guerra moderna. Si los rebeldes controlaban los cielos, podrían desembarcar los refuerzos que quisieran. Pero si Castro tenía superioridad aérea, podría eliminar los barcos rebeldes y la fuerza invasora se desvanecería en las playas. Era obvio, dada la insistencia de Kennedy en mantener un manto de secretismo absoluto, que Estados Unidos no podía sencillamente inundar el aire con jets luciendo el distintivo de las USAR Los rebeldes necesitaban su propia fuerza aérea, y Bissell se la proporcionó.

Para crear aquel monstruo alado, Bissell recurrió a los antiguos bombarderos B-26 de la Segunda Guerra Mundial aparcados y que eran propiedad de las Fuerzas Aéreas, pero éstas, recelosas de verse implicadas en aquel lío no quisieron entregárselos. Entonces tuvieron que comprarlos. Ambos bandos regatearon por el precio igual que comerciantes de alfombras en un bazar turco.

Bissell también se dio cuenta de que su ejército invasor necesitaría una flota: como dedujo razonablemente, no podían ir andando de Guatemala a Cuba. Pero entonces fue la Marina la que no quiso cooperar y proporcionar los barcos. Para conseguir algún barco, Bissell primero tuvo que conseguir el permiso del Estado Mayor Conjunto el 10 de febrero de 1961. El grueso de la flota rebelde consistía en unos destartalados buques mercantes fletados a un hombre de negocios cubano empeñado en echar a Castro.

La Junta de Gobierno del Pentágono tenía reparos acerca del plan que iban mucho más allá de no querer ceder barcos o aviones. Después de que JFK ocupara el cargo, la CIA informó a un Comité formado por los jefes del Estado Mayor Conjunto sobre su plan. Algunos planes ocupan gruesos libros; otros sólo ocupan unas pocas páginas. Este existía únicamente en las mentes de sus organizadores, no había nada escrito sobre papel. El Estado Mayor Conjunto estaba asombrado. Tomaron notas y las pasaron por sus propios procesadores de invasiones. En febrero de 1961, concluyeron que su plan tenía un 30 por ciento de probabilidades de éxito. Sin embargo, no queriendo parecer débiles, dijeron a Kennedy que el plan tenía bastantes probabilidades de éxito sin jamás mencionar la cifra del 30 por ciento. Incluso esa ligera probabilidad requería una total superioridad aérea y un alzamiento popular en Cuba contra Castro.

A pesar de que Bissell no había considerado necesario poner por escrito el plan de invasión, la CIA tenía su propio departamento de Relaciones Públicas. Dos, de hecho. Desde el principio, la CIA había contratado al mismo tipo que había dirigido la propaganda para la operación de Guatemala para que volviera a hacer el trabajo. Su primer paso fue instalar una emisora de radio de propaganda en la isla del Cisne. Como respaldo, un relaciones públicas y su ayudante en Nueva York lanzaban comunicados de prensa dictados por la CIA en nombre de un ficticio «consejo de dirección».

Finalmente, a principios de abril de 1961, se pulsó el interruptor. Los soldados fueron enviados a un puerto de Nicaragua para ser transportados a Cuba con la flota cubana fletada. Por el camino fueron escoltados por naves estadounidenses. La fuerza de 1.500 invasores recibió una animosa despedida en el puerto del dictador nicaragüense Luis Somoza. ¡Viva la democracia!

Seguidamente, a Kennedy le entró un grave ataque de miedo. Intuyó problemas con la historia que servía de tapadera y en el último segundo retiró parte del apoyo aéreo inicial y redujo el número de bombarderos de dieciséis a ocho. El primer asalto, el sábado 15 de abril, acabó con una gran parte de la fuerza aérea de Castro pero aún dejó tras sí un gran número de decrépitos cazas de fabricación británica.

Para crear un convincente aire de autenticidad que acompañara al primer ataque aéreo, un piloto rebelde voló directamente desde la base aérea invasora en Nicaragua a Miami en un B-26 proporcionado por la CIA y, ante la prensa reunida, hizo creer que era un desertor de la fuerza aérea de Castro. La charada se vino abajo con las preguntas de la entrometida prensa libre, puesto que rápidamente se hizo evidente que el avión nunca había disparado sus armas. También porque tenía el morro de metal y los bombarderos B-26 de Castro estaban equipados con morros de plástico. Bissell engañó con un poco más de facilidad al Departamento de Estado y a las Naciones Unidas. Mientras las noticias del ataque se infiltraban por las esferas de poder en todo el mundo, sus superiores en el Departamento de Estado aseguraron al embajador en la ONU, Adlai Stevenson, un intelectual manipulable, que los «desertores cubanos» de hecho eran puros cubanos, algo que él poco inteligentemente proclamó al mundo durante un debate en las Naciones Unidas.

Pero la conexión entre Estados Unidos y el plausiblemente desmentible ataque aéreo estaba empezando a revelarse.

Castro declaró que Estados Unidos estaba detrás del ataque y los soviéticos le secundaron. El manto de secretismo estaba por los suelos. A Kennedy, que siempre estuvo más preocupado por mantener el secreto de la invasión que por su éxito, le entró el pánico. Así que cuando llegó el momento de aprobar el segundo ataque aéreo al amanecer del siguiente lunes, un ataque del que se suponía que no sabía nada, lo canceló. Aquel ataque aéreo debería haber acabado con los restos de la fuerza aérea de Castro y, por consiguiente, se trataba de la parte más vital de la operación, si Kennedy deseaba tener éxito.

Algo de lo que aún no estaba seguro.

Con la tapadera por los aires debido al primer ataque, si procedían al segundo resultaría evidente que la operación tenía el respaldo de Estados Unidos, revelando de una vez por todas que no eran las Bermudas o Marruecos quienes estaban tras la invasión, sino el Tío Sam. Bissell y otros líderes de la CIA presionaron a Kennedy y al secretario de Estado Dean Rusk para que permitiesen el ataque, pero el presidente no quiso cambiar de opinión. Y con aquella única decisión ejecutiva, JFK selló el destino de la invasión. Estaba condenada al fracaso antes de que el primer rebelde llegase a las playas. En un esfuerzo para evitar que el mundo descubriese lo que ya sabía, JFK había tirado toda la operación por la borda. Bissell no había logrado recalcarle suficientemente al presidente que el ataque aéreo era el elemento crucial de toda la operación y Kennedy no logró captar este detalle o tal vez ya lo sabía y no le importaba. De este modo, JFK cerró el paraguas.

Cuando los bombarderos rebeldes se retiraron, los sentenciados invasores avanzaron en tropel hacia la playa a primera hora de la mañana del 17 de abril, tan tranquilos, sin darse cuenta de que el ataque aéreo había sido víctima de los antojos de JFK. Encabezados por submarinistas cubanos cuyo trabajo era vigilar las playas poco antes de la llegada de las fuerzas principales, los invasores esperaron a unos pocos kilómetros de la costa preparados para desembarcar durante la noche. En el último momento, el preparador de los submarinistas, Grayston Lynch, un exoficial de las fuerzas especiales del ejército que se había incorporado a la CIA en 1960, se unió a ellos. Lynch era un veterano en desembarcos reales de Día D y poseía dos estrellas de plata.

Lynch planeó establecer un puesto de mando a unos convincentemente desmentibles kilómetros de distancia de la costa.

Cuando se acercaron a su punto de desembarco, los submarinistas descubrieron que la playa estaba bien iluminada y había una bodega llena de gente. Al ver que la confianza de los cubanos disminuía, Lynch, que sentía más entusiasmo por la liberación de Cuba que muchos de sus camaradas cubanos, condujo su bote hacia una oscura franja de playa. Justo antes de que desembarcasen, un jeep del ejército cubano se acercó y barrió la zona con un reflector. Lynch abrió fuego con su metralleta, abatió al jeep y mató a dos soldados cubanos. El repiqueteo de la ametralladora acabó con el elemento sorpresa, pero igualmente los submarinistas aseguraron la playa y llamaron por radio a los rebeldes para que desembarcasen. Lynch, al darse cuenta de que en realidad nadie estaba al mando del desembarco a pesar de los meses de preparación, tomó el mando.

La cubanización de la invasión no sobrevivió al primer disparo de la campaña.

Poco después de que Lynch abatiese al jeep en la playa, Castro ya estaba enterado de la invasión. Enseguida entró en acción e hizo dos llamadas telefónicas. Aquellas llamadas, unidas a la negativa de Kennedy de enviar una segunda oleada de bombarderos, sellaron el fracaso de la invasión. Castro lo notificó al jefe de la academia militar cubana y le ordenó que tomase a sus cadetes y repeliera la invasión. También telefoneó a Enrique Carreras, su mejor piloto, y le dio instrucciones de atacar a los buques que transportaban las fuerzas invasoras con su Sea Fury, un caza de hélice de la época de la Segunda Guerra Mundial. Aquello era lo único que Castro tenía que hacer. Hubiese podido volver a la cama.

Al final de aquel primer día, los invasores estaban inmovilizados en la playa, con su munición casi agotada, su moral por los suelos y dos de sus buques clave hundidos por el trepidante tirador de primera Carreras. Castro mantuvo la presión enviando a toda prisa más tropas al lugar.

Comparando los liderazgos entre los jefes de dos sistemas ideológicos opuestos, las diferencias eran absolutas. En los dinámicos Estados Unidos, Kennedy emitía órdenes desde su refugio en Virginia; en el estado totalitario, el dinámico Castro se unía personalmente a las columnas ofensivas y tomaba el mando activo de sus defensores. Posicionó a sus tropas, decidió qué rutas debían tomar y mantuvo contacto constante con sus líderes militares. Mientras, a Kennedy le mantenían informado de la situación mediante informes de teletipos que iban con horas de retraso del ritmo de la lucha real. Esta distancia no disuadió a Kennedy de emitir órdenes dirigiendo a sus tropas sobre el terreno, intentando dirigir la guerra desde la Casa Blanca. El presidente tomó decisiones rápidas sin acabar de comprender sus implicaciones, anteponiendo de este modo la política sobre la victoria. Castro tomó decisiones rápidas con un total dominio de la situación, centrado solamente en una rápida y decisiva victoria militar. La zona de desembarco resultó ser una de las áreas de pesca preferidas del dictador. Estaba muy familiarizado con todas sus carreteras secundarias y pueblos. Y sabía que su aislamiento detrás de las impenetrables marismas la hacían un lugar ideal para establecer una cabeza de playa. El éxito dependía de la velocidad.

Cuando la situación en la playa se deterioró, justo después de la media noche del 18 de abril, Kennedy abandonó una recepción en la Casa Blanca para celebrar una rápida reunión vestido de etiqueta. Bissell le explicó que la situación era muy grave, pero que existía una salida: enviar jets americanos desde el portaaviones Essex estacionado cerca de Cuba para acabar con las fuerzas de Castro. Bissell siempre esperó que cuando llegase el momento de la verdad, JFK, que odiaba decididamente a los comunistas, comprometería abiertamente a las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos antes de permitir que la operación fracasase. De hecho, dado que Bissell había leído los análisis de la CIA el año anterior, sabía que ésta era la única forma en que el plan podía funcionar.

Pero JFK insistió en que Estados Unidos no se involucraría en el asunto. El almirante Burke, jefe de operaciones navales, le soltó al presidente que el país ya se había implicado, pero el presidente se mantuvo firme. Por lo visto, para Kennedy, el hecho de que el país se implicara significaba que el personal de la Casa Blanca apuntara real y efectivamente con metralletas a los tanques enemigos. Pero llegados a aquella situación él no estaba pensando en la victoria para los invasores, sino que su atención se centraba en intentar salvarse políticamente de lo que se daba cuenta entonces que era un inmenso error.

Kennedy le dijo a Bissell que ya era hora de que los invasores se internasen en las montañas y siguieran la lucha como guerrillas. Bissell le hizo ver que, estando los invasores a cien kilómetros de las montañas, aquello no era posible. Llegados a aquel punto, el quinto día de operaciones militares, se podría suponer que Kennedy habría comprendido la importancia de cambiar el lugar de la invasión. ¡Mi reino por los mapas del Google!

Kennedy estuvo de acuerdo en una concesión, y permitió que los jets del Essex emplazado cerca de Cuba escoltasen a los B-26 mientras éstos atacaban el aeropuerto cubano con la esperanza de abatir a los pocos aviones cubanos que habían estado aterrorizando a los invasores. Los jets no iban a combatir al enemigo sino solamente a volar junto a los bombarderos para disuadir a los aviones de Castro de disparar a los B-26. Sin embargo, los cubanos se negaron a pilotar los aviones porque lo interpretaron como una misión suicida, así que voluntarios americanos, la mayoría pilotos de la Guardia Nacional del Aire de Alabama, que habían entrenado a los cubanos para la CIA, tomaron los controles. En una invasión que se suponía que no había implicada ninguna fuerza estadounidense, los aviones de la armada americana estaban escoltando aviones americanos con pilotos americanos para atacar a la fuerza aérea de Castro.

En otro gran momento de brillantez operacional, los organizadores de la CIA no se dieron cuenta de que Cuba y Nicaragua, donde tenían su base los B-26, estaban en diferentes zonas horarias. Como resultado de este despiste, los bombarderos llegaron una hora antes que sus escoltas navales, y cuatro de ellos fueron abatidos por el mismo puñado de cazas cubanos que volaban pegados con cinta aislante y con mucha fe. Incluso las zonas horarias trabajaban a favor de Castro. Los rebeldes resistieron durante todo el martes, pero la situación seguía siendo desesperanzadora. Al amanecer del miércoles 19 de abril, perdieron la batalla. Las tropas de Castro cerraron el cerco sobre los rebeldes. Aquella tarde, Lynch, que se había apostado a distancia de la costa poco después de los desembarcos y había asumido el papel de comandante de campo rebelde de facto, tomó el mando de una pequeña embarcación de desembarco cargada de munición y la guió hacia la costa.

Pero era demasiado tarde. Antes de que pudiese atracar, los rebeldes se rindieron. Su líder, Pepe San Román, llamó por radio a Lynch y le comunicó que iba a destruir su equipo de comunicaciones y encaminarse a las marismas. La brigada 2506 ya no existía. Los supervivientes escaparon como pudieron por las marismas hasta que fueron rodeados por los hombres de Castro unos pocos días después. Pero la propaganda prosiguió. Los jefes cubanos exiliados, que habían aprendido las lecciones de relaciones públicas de sus preparadores de la CIA muy a fondo, declararon que la invasión en realidad era simplemente una pequeña operación de aprovisionamiento que había fracasado en conseguir sus objetivos. Y juraron por activa y por pasiva que Estados Unidos no estaba implicado.

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