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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

Breve Historia De La Incompetencia Militar (31 page)

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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Sin embargo, el verdadero Castro no tardó mucho en emerger. Se hizo evidente a mediados de 1959 cuando Castro se apoderó de los mayores hoteles de la isla y después, ultraje supremo, ¡legalizó el juego!. Lo que fue aún más alarmante es que reunió a todos sus opositores políticos y los ejecutó sumariamente. Lentamente, fue incrementando su dominio sobre la sociedad cubana. Mucha gente escapó: con frecuencia los pilotos de las líneas aéreas secuestraban sus propios aviones y escapaban con ellos a Estados Unidos. Después de la toma del poder por parte de Castro, la comunidad cubana de Miami estaba a rebosar de exiliados y éstos pidieron que se efectuase inmediatamente un golpe. Algunos enviaron armas a las guerrillas anticastristas en Cuba, otros se pelearon con los seguidores de Castro en Miami. La gota que hizo rebosar el vaso ocurrió cuando Castro encargó Kalashnikovs a la Unión Soviética en 1960. Entonces ya representó una amenaza real y Washington se añadió al coro de exiliados cubanos que pedían que se entrase en acción inmediatamente.

Aquello sucedía en 1960, en pleno apogeo de la guerra fría. Kennedy hacía campaña denunciando a los republicanos por permitir que Estados Unidos fuese por detrás de los soviéticos en la carrera de los misiles estratégicos. Los comunistas seguían avanzando por el mundo mientras el país respaldaba el intento de hacer retroceder a la Amenaza Roja. Los americanos creían fervientemente que cuando un país caía bajo la dominación soviética, otros países podían también caer. La inevitable lógica de la teoría del dominó, que condujo a numerosos experimentos internacionales, tales como la guerra de Vietnam, llevaba a entrar en acción inmediatamente. Si el gobierno estadounidense permanecía ocioso y permitía que Cuba fuese roja, la siguiente ficha de dominó que caería seguramente sería Estados Unidos.

En enero de 1960, el jefazo de la CIA Richard Bissell se encargó de preparar una estrategia. Se discutieron los planes, se celebraron reuniones, se hicieron llamadas. Muchas de estas actividades recibieron el efusivo respaldo de Nixon, que estaba particularmente impaciente por proceder a la invasión aquel año para impulsar sus planes presidenciales. Eisenhower no tenía reparos acerca de la ofensiva, pero en su último año en el cargo, estaba más concentrado en jugar al golf que en impulsar la invasión, de modo que dejó que Nixon se ocupara del asunto.

La invasión de Cuba en realidad era el plan de reserva, puesto que la primera opción simplemente era matar a Castro. En un sorprendente ejemplo de la vida real imitando a una película de serie B, en agosto de 1960 la CIA contrató a la mafia para que liquidase a Castro. La cadena de mando deslumbraba por su complejidad: Bissell dio las instrucciones a su colega de la CIA Sheff Edwards y Edwards ordenó a James O'Connell, también de la CIA, que se ocupase del trabajo. O'Connell después subcontrató el trabajo a Robert Maheu, investigador privado que hacía los trabajos sucios de la Agencia, y Maheu se lo pasó al mañoso Johnny Roselli. Roselli reclutó a Momo Salvatore Giancana, el jefe de la mafia de Chicago y a Santos Trafficante, el antiguo jefe de la mafia de La Habana. Y aquellos dos dechados de virtudes de la seguridad nacional se encargaron de contratar al verdadero asesino.

Lo más sorprendente es que casi funcionó. Giancana y Trafficante tenían numerosos planes para matar a Castro:

  1. asesinarle gracias a un producto facial para su famosa barba
  2. matarle con un cigarro envenenado
  3. drogarle para que empezase a soltar divagaciones sin sentido en un programa de radio en directo
  4. envenenar su comida favorita
  5. representar la «muerte accidental» de su fiel hermano Raúl.

Pero debido a la combinación de planes absurdos, el ángel de la guarda de Castro y la mala suerte, todo falló. Algunos métodos quedaron por probar, incluido un láser dirigido a su entrepierna o sumergirle en un gran recipiente de aceite hirviendo. Bissell y la CIA habían probado el éxito y sabían dónde conseguir la receta. En 1954, la Agencia había iniciado una misión para derrocar al presidente de Guatemala, Jacobo Arbenz Guzmán, culpable de flirtear con los comunistas. Arbenz escapó a Europa, Moscú, y finalmente, de entre todos los lugares posibles, acabó aterrizando en Cuba. Espoleados por aquella victoria de un golpe llevado a cabo con éxito, la Agencia estaba segura de que la función estaba lista para ir de gira. Y Cuba era la siguiente parada lógica.

¿Qué sucedió?: Operación «Un día de playa»

En 1960, la original visión de Bissell para la conquista de la Cuba comunista requería solamente un ordenado grupo formado por unas pocas docenas de infiltrados, que debían llegar ocultos bajo el manto de la oscuridad y que fomentarían una guerrilla insurgente. Un beneficio añadido a aquel plan era que la operación sería lo suficientemente pequeña para que orgánicamente pareciese cubana. Sin embargo, Richard Bissell no tenía por costumbre pensar a pequeña escala. La misión iba avanzando lentamente mientras Bissell retocaba su plan. Cuando finalmente lo desveló, el plan requería «una acción de choque», lo que en la jerga de la CIA significaba una invasión militar a gran escala. Bissell se dejaba llevar por su entusiasmo. No obstante, luego se olvidó de contárselo a alguien.

Bissell lo mantuvo en secreto por razones estratégicas. Sus propios informes de la CIA de noviembre de 1960 afirmaban que una invasión militar cubana, incluso con más de 3.000 soldados, fracasaría. La CIA concluyó que la única forma de derrocar a Castro sería desembarcar a los marines. Bissell nunca contó una sola palabra de este informe a nadie y, por el contrario, alimentó la invasión, todo por su cuenta.

El plan de Bissell era el siguiente: 1.500 rebeldes cubanos entrenados por los americanos, transportados en barco desde Guatemala, desembarcarían en una remota playa en la costa meridional de Cuba, esperarían unos días mientras un improvisado apoyo aéreo repelía al ejército cubano formado por 200.000 hombres. El país estallaría en una histeria anticastrista, y los rebeldes, a los que entonces se unirían los líderes cubanos (que estarían escondidos en un hotel de Manhattan hasta que la invasión hubiese sido llevada a cabo), simplemente tendrían que dirigirse a La Habana y hacerse con el gobierno, igual que había hecho Castro, con alguna parada ocasional para tomarse un refrescante mojito. Una operación encubierta divertida y fácil con la total negación de su implicación por parte de Estados Unidos.

El problema para la CIA, igual que con todas las revoluciones que tramaba, era que tenía que crear una fuerza invasora lo suficientemente poderosa para vencer…, pero no tan fuerte como para que se desvelase el apoyo americano. En esencia, la invasión tenía que ser cubanizada, hacer que no pareciese profesional. Tal como demostraron los acontecimientos más tarde, las operaciones militares poco profesionales le salían con naturalidad a la CIA.

Igual que un espectáculo de Broadway puliendo sus fallos en una pregira, la CIA llevó a cabo una invasión de preestreno.

En mayo de 1960 la Agencia conquistó las islas del Cisne, un reducto solitario en el Caribe occidental lleno de aves y que estaba cubierto de porquería. La CIA montó su propia emisora de radio para emitir mensajes anticastristas a Cuba. Para capturar las islas (nombre en clave: Operación Botas Sucias) hacía falta el despliegue secreto de un destructor que evacuara a algunos estudiantes hondureños borrachos que celebraban una fiesta en la isla. Los informes de la preinvasión: todo magnífico.

Para entrenar al ejército rebelde, en julio de 1960, Bissell estableció una base en una zona remota de Guatemala con la ayuda del superamistoso presidente del país, Miguel Ydígoras Fuentes.

El campamento crecía a medida que la CIA traía en avión a más combatientes cubanos, principalmente reclutados del fondo de malhumorados cubanos exiliados en Miami, que se entrenaban bajo la atenta mirada de bronceados preparadores de la CIA e instructores del ejército vestidos de civiles y con nombres falsos, para mantener la ficción de que América no estaba de ningún modo implicada. La creciente fuerza se llamó Brigada 2506 después de que uno de los primeros voluntarios, cuya identificación secreta era el número 2506, muriese durante el entrenamiento. En una maniobra sorprendentemente inteligente, la CIA dio números de identificación que empezaban en el 2500 para engañar a Castro sobre el tamaño de sus fuerzas, en el caso de que descubriera su existencia. Por desgracia, éste resultó ser uno de sus movimientos más astutos.

Una complicación que se presentó en la Brigada 2506 fue el alto índice de soldados rebeldes que se ausentaban sin permiso. Cuando la CIA descubrió que los rebeldes se iban a retozar en un burdel lejano, la Agencia no dudó en hacer lo lógico: abrió un burdel en la base. Por razones de seguridad, las prostitutas fueron reclutadas en El Salvador y Costa Rica.

Un problema mayor era que la seguridad de los planes era un tema de alta prioridad. Si se filtraba la noticia del proyecto de la CIA, aquello destruiría el mito de que la invasión americana de Cuba era orgánicamente cubana. Pero, a mediados de 1960, el Miami Herald descubrió que unos cubanos estaban siendo entrenados para la guerra y planeó sacar a la luz una historia con todo el asunto. No obstante, la presión del gobierno estadounidense acabó con la historia. El 30 de octubre de 1960, un periódico de Guatemala escribió un artículo sobre el campo de entrenamiento, que fue ampliamente ignorado en Estados Unidos, como suele suceder con los acontecimientos de Guatemala. Más tarde, el 10 de enero de 1961, el New York Times publicó una noticia en primera plana descubriendo que la CIA estaba entrenando a guerrillas cubanas. Al parecer ya habían descubierto el pastel. Pero Bissell y compañía permanecieron imperturbables, convencidos de que muy poca gente prestaba realmente atención a la primera plana del Times.

Después de la elección de Kennedy en noviembre de 1960, Bissell le informó del plan. El joven presidente no había prestado atención al asunto, igual que todo el mundo. Bissell intentó que Kennedy se centrara en el plan, pero no consiguió convencer al joven presidente de que diera luz verde al proyecto.

Cuando los planes de invasión siguieron adelante bajo la nueva Administración Kennedy, sólo se le ocurrió a Antonio de Varona, uno de los líderes políticos en el exilio, que la matemática del plan no auguraba el éxito: la brigada de invasión de unos pocos cientos de hombres se enfrentaría a unos 200.000 soldados cubanos. Bissell tenía una respuesta de una sola palabra que calmó a todo el mundo: «paraguas». La invasión estaría protegida por un paraguas de fuerza aérea, una de las leyes inviolables de la guerra moderna. Los aviones americanos arrasarían cualquier fuerza terrestre que pudieran encontrarse los invasores. El paraguas no era solamente la clave de la victoria, sino que era un tranquilizante para las mentes inquisitivas e inquietas. El paraguas iba a solucionar todos los problemas.

Un mayor problema del que nadie parecía darse cuenta era la falta de una cadena de mando clara para la operación, una gravísima violación de cualquier estrategia militar básica. A pesar de que Bissell había creado el plan y la CIA controlaba todos y cada uno de los aspectos de la operación, Kennedy ostentaba la autoridad final sobre todas las decisiones. No obstante, él carecía de un conocimiento total y concreto de los detalles. La falta de líneas de control operativas claras de Estados Unidos estaba en consonancia con la parálisis del liderazgo cubano rebelde. Por ejemplo, la principal fuerza terrestre, la Brigada 2506, no informaba a nadie en particular. Varios grupos competían por el control: algunos eran excompinches de Batista, otros eran camaradas descontentos del entorno de Castro, otros eran exlíderes del gobierno. Se odiaban entre sí y desconfiaban los unos de los otros. Cada uno tenía su propia idea de cómo debería ser un gobierno poscastrista, y cada uno de ellos además se veía como el siguiente cabecilla. Si la invasión tenía éxito, no estaba claro quién sucedería a Castro. Era de ellos además se veía como el siguiente cabecilla. Si la invasión tenía éxito, no estaba claro quién sucedería a Castro. Era una revolución sin un revolucionario.

A pesar de que los problemas aparecían por todas partes, Bissell seguía convencido de que ninguno de ellos era insalvable y que la corrección del hecho de librarse de Castro inclinaría a Kennedy en su favor. Las entrevistas de Bissell con Kennedy durante los primeros meses de 1961 se lo confirmaron, puesto que el nuevo presidente muy pocas veces formuló preguntas inquisitivas cuando Bissell se acercaba a la Casa Blanca para poner al día a Kennedy sobre sus planes de invasión.

Como resultado, el pequeño plan de invasión de Bissell empezó a sufrir cambios de alcance que él convenientemente olvidó mencionar. La serie de pequeñas infiltraciones destinadas a inflamar una sublevación interna cubana se habían transformado en un minidía D completo, con un asalto en la costa con embarcaciones anfibias y una variopinta tripulación de rebeldes exiliados cubanos en sustitución de una División de Marines. No se lo consultó a nadie, sino que sencillamente intentó engatusar al nuevo presidente para que estuviese de acuerdo en lo que rápidamente se convirtió en una invasión a gran escala.

El 11 de marzo, un alarmado Kennedy rechazó el minidía D de Bissell por ser demasiado abierto y quiso que el plan fuera revisado de nuevo para garantizar que orgánicamente fuese cien por cien de procedencia cubana. Sin embargo, el plan no estaba cancelado. Bissell salió con paso firme a retocar su plan.

Kennedy se mantenía fiel a su predilección de toda la vida: tener exactamente lo que quería, en este caso una doble victoria para empezar su presidencia. No había ninguna razón para que Castro no pudiese ser aplastado y toda la operación oculta tras una buena capa de invisibilidad bien diseñada. Igual que había sucedido con la «ayuda» que su padre le ofreció para conseguir su elección o con las bellas «secretarias» que mantenía escondidas en los sótanos de la Casa Blanca, él no veía ninguna razón para que el aire de perfección de su reluciente nueva administración sufriera ninguna mella. Parecía tener plena confianza en que la CIA podía lograrlo sin que él tuviese que perderse siquiera su navegación de fin de semana.

A finales de marzo de 1961, un mes antes de la invasión, Bissell fue de nuevo a ver a Kennedy con una versión más suave de la invasión, que incluía un cambio que Kennedy nunca se molestó en entender. Todavía se trataba de una invasión militar, aunque ligeramente menor, pero ahora su ubicación se había trasladado de los pies de las montañas del Escambray, propicias para una guerrilla, a unos cien kilómetros de distancia en la cenagosa y aislada bahía de Cochinos. Kennedy no se dio cuenta de que este cambio significaba que si la invasión fracasaba, los rebeldes no podrían desaparecer sencillamente en las montañas y pasar a la guerrilla para continuar la lucha y mantener la ficción de que la invasión era un «asunto cien por cien cubano». Obviamente, Kennedy no había pensado a fondo en el tema y consultar un nuevo mapa no formaba parte del proceso de aprobación de Kennedy. El joven presidente era un hombre de acción sin el respaldo infalible que el dinero y la planificación de su padre le habían proporcionado. El suficiente Bissell le garantizó que el plan triunfaría incluso mejor que en Guatemala. Kennedy se encontró atrapado: si cancelaba la operación parecería débil, tanto a los republicanos como a los soviéticos.

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