Nurit ya no quiere estar allí; como puede, va hacia la puerta y la abre. En cierta forma me halagó con sus sospechas, creerme capaz de montar una empresa así, no es algo que pueda hacer cualquiera. ¿Se acuerda de las Erinias? —¿las qué?, preguntará el pibe de Policiales un rato después cuando Nurit Iscar le cuente—; sería algo así como levantar su bandera, creo que Esquilo se equivocó al transformarlas en Euménides, pasaron de ser vengadoras impiadosas a benévolas, una pena. Las Euménides respetan la ley y la justicia, no hacen justicia por mano propia, logra decir Nurit. Por eso, una pena, dice Gandolfini, ¿no le parece justo que alguien haya hecho justicia con estos hijos de puta que violaron a un amigo? Olvídese de lo políticamente correcto y dígame exactamente lo que piensa. Que usted me da miedo, eso pienso, dice Nurit Iscar y está a punto de irse pero Gandolfini la detiene una vez más: Dos últimas cosas. Ella gira la cabeza y lo mira sin soltar el picaporte de la puerta. La primera: Ni una palabra de esto a nadie, me divierte hablar con ustedes pero no quiero tener el mismo problema que tuve después de ver a Jaime Brena. Y la segundo: Maidenform, dice Gandolfini y se sonríe. ¿Cómo? Maidenform. Entonces sí, Nurit Iscar se va, casi huye. De camino al ascensor se detiene frente a la secretaria, le pregunta por el baño y hacia allí se dirige.
Entra, se baja la bombacha y lee en la etiqueta lo que ya sabe: Maidenform.
Nurit Iscar no puede recordar qué pasó entre el momento en que entró en el ascensor en el piso 17 del edificio de las oficinas de Roberto Gandolfini, y el momento actual, en el que está sentada a la mesa de un bar en Córdoba y San Martín, junto con el pibe de Policiales y con Jaime Brena. Le dicen que cruzó Alem corriendo, que casi la pisa un auto, que traía su documento en la mano y que cuando llegó a la vereda contraria se desplomó en los brazos de Jaime Brena y perdió el conocimiento. Pero Nurit Iscar no recuerda nada, ni la corrida, ni el auto que casi la pisa, ni siquiera los brazos de Jaime Brena. La última imagen nítida que tiene en la cabeza es ella curvada hacia abajo, las rodillas apenas flexionadas, su bombacha baja, a mitad de las piernas, y la etiqueta: Maidenform. Y luego el ascensor, pero borroso, algo que debía ser el ascensor, y el nudo en el estómago del vacío que produce cuando baja. Le dicen que así desmayada como estaba la subieron al remís, que apenas recibió el aire que entraba por la ventanilla abierta recuperó el conocimiento pero que seguía ida, perdida. Que la llevaron al primer bar que encontraron para darle de tomar algo que la reanimara. Ella —mientras revuelve el café doble al que Jaime Brena le echó un chorro de coñac y tres cucharadas de azúcar— cuenta lo que recuerda, el tiempo anterior a esa extraña amnesia, lo que sucedió desde el momento en que se presentó ante la secretaria de Gandolfini hasta que subió al ascensor después de la charla con él: cómo era la oficina, la ventana, el río, la reunión, lo que Gandolfini dijo y lo que negó, lo que dijo ella. La pirámide del asesinato. Y por fin la amenaza. La carpeta amarilla con las dos rayas negras. Una carpeta que Gandolfini nunca abrió pero de la que, era obvio, conocía y alardeaba: amarilla con dos rayas negras cruzadas en diagonal en el extremo superior derecho, repitió. La marca de su ropa interior. Y las Erinias, pero, aunque el pibe de Policiales pregunta, ella no se detiene a explicarle lo que las Erinias significan. Después lo buscás en Google, pibe, le dice Brena. Los dos hombres no salen de su asombro. No puedo creer que te hayas mandado sola con esto, Betibú, le dice Brena. No me retes, dice ella, tengo más miedo ahora que cuando estaba ahí. A Nurit se le llenan los ojos de lágrimas, Jaime Brena mueve la mano como si fuera a agarrar la de ella, pero ella —sin notarlo, sin descubrirle la intención— la corre, apenas, y eso hace que él se arrepienta a medio camino. ¿Cómo seguimos?, pregunta el pibe de Policiales. No seguimos, dice Nurit casi enojada, yo no voy a poner en peligro la vida de nadie y menos la de mis hijos. Los tres se quedan en silencio un rato. Un grupo de brasileños que entran en el lugar con bolsas y paquetes los obligan a moverse para poder llegar a la única mesa libre que queda junto a la ventana, una mesa que les queda chica y a la que tienen que agregar un par de sillas. Hablan fuerte, se ríen, esos turistas brasileños son el contrapunto perfecto a lo que sucede en la mesa de Nurit, Jaime Brena y el pibe de Policiales. Cuando los recién llegados logran acomodarse, Jaime Brena dice sin resignación: A veces hay que conformarse con haber encontrado la verdad. ¿Qué quiere decir eso?, pregunta el pibe. Nosotros no estamos para administrar justicia, somos periodistas, y si en medio de una investigación llegamos a un dato importante y cierto, pero que no estamos en condiciones de probar, es mucho más de lo que logramos la mayoría de las veces. ¿No tenemos la obligación de dar parte de esto a la policía? Yo ya hablé con el comisario Venturini y no me dio pelota. Pero más allá de la responsabilidad, si este Gandolfini sigue matando gente, esa culpa va a caer sobre nuestra cabeza, dice el pibe. Siempre se lleva una culpa encima, se trata de decidir con cuál de ellas estamos dispuestos a vivir, dice Brena. Yo no podría vivir con la culpa de que este loco mate a uno de mis hijos, dice Betibú y lo mira al pibe cuando lo dice. Te entiendo, aclara el pibe de Policiales, es una pena que ni siquiera podamos hacer un informe periodístico con todo esto. Tenemos que pensarlo un poco, dice Brena, a lo mejor se puede decir algo entre líneas, darle una vuelta y contar sin contar, como intentábamos hacer en la dictadura, una escritura en clave. ¿Para quién escribiríamos en clave hoy?, pregunta Betibú. No sé, para quien quiera saber. ¿Y quién es ese que hoy quiere saber? ¿Quién es el que lee las notas que publicamos, las novelas que escribimos? ¿Las lee alguien? ¿Quién? Los brasileños se ríen a las carcajadas y esa risa los sobresalta. El mozo llega a la mesa de al lado con cervezas y una picada que incluye muchos más platitos y cazuelas de las que podrán comer esos turistas. Las risas dan paso a sonidos de exclamación y sorpresa ante lo que el mozo deposita delante de ellos. Y luego otra vez risas. Me gustaría intentar hablar en persona con el comisario Venturini, dice Brena, me parece que sabe más de lo que dice. No quiero poner en riesgo a nadie, advierte Nurit. Tranquila, voy a ser discreto, pero en riesgo estamos, aclara Brena, y luego pregunta: ¿Te parece que estás en condiciones de volver a La Maravillosa, Betibú? No sé, pero es lo que voy a hacer, ir, escribir el último informe y juntar mis cosas. Hoy mismo me vuelvo a mi casa. No tiene sentido seguir ahí. ¿Querés que alguno de nosotros te acompañe?, pregunta Brena. No, todos tenemos cosas que hacer, dice ella. Hoy va a ser un día complicado, hablemos más tarde. Okey, hablemos, dice Brena. El pibe asiente pero no dice nada. ¿Qué pasa, pibe?, le pregunta Brena. ¿Esto es ser periodista? ¿Buscar la verdad, asumir que se la encontró aunque no se la pueda probar del todo, y tener que callarte porque si no, ponés en riesgo tu vida o la de otros? A veces sí, pibe, a veces es eso, otras ni siquiera eso, ni siquiera llegás a estar cerca de la verdad. Y unas pocas, apenas unas muy pocas veces, sentís que estás haciendo las cosas bien. Pero entonces, un día mirás el calendario y te das cuenta de que se te pasó la vida, que para adelante ya queda poco. Yo no quiero que me pase eso, dice el pibe. Yo tampoco quería, dice Jaime Brena.
En el momento en que el pibe de Policiales está subiendo en el ascensor a la redacción de
El Tribuno
y Nurit Iscar atraviesa con el remís la barrera del peaje de la ruta que la lleva a La Maravillosa, Jaime Brena entra en la sala de recepción de la oficina del comisario Venturini y se sienta, por indicación de una secretaria, frente a la puerta de su despacho. No tiene cita, pero sabe que Venturini lo va a recibir de todos modos, siempre lo hizo. Al poco rato la secretaria le trae un café sin consultarle, en tacita de porcelana Tsuji blanca con virola dorada, un lujo que sólo se da la institución en los altos cargos. En la bandeja hay una azucarera también de porcelana pero de otro juego, con azúcar vieja pegada a la cuchara, y una servilleta de papel doblada en triángulo debajo de la taza. En seguida lo atiende, dice. Jaime Brena aún no sabe cuánto le va a contar y cuánto no. Le prometió a Nurit Iscar, a Betibú, que no pondrá en riesgo a nadie. ¿Se atreverá algún día a decirle a Nurit que ese sobrenombre, Betibú, se lo puso él y no Rinaldi? Cuando ella publicó su novela Morir de a ratos, él se convirtió en uno de sus lectores —o fans— más fieles. Después de terminarla, leyó todas las novelas que ella había escrito antes y esperó ansioso las que vendrían. Hasta
Sólo si me amas
, aunque le pareció una novela menor, le gustó. Para la época en que salió Morir de a ratos apareció en el suplemento cultural del diario una foto a página entera de ella. La recortó y la pegó en su escritorio. La tenía frente a él mientras trabajaba. Un día en que no le aparecía una palabra que necesitaba para terminar una nota, levantó la vista y le preguntó a esa imagen: ¿Cómo se dice cuando alguien que es el heredero natural a un trono rechaza serlo, Betibú? Así lo dijo, «Betibú», como si ése hubiera sido su nombre siempre, como si Nurit Iscar y sus rulos no pudieran llamarse de otra manera. Betibú. Abdicar, apareció la palabra, un rato después, y él chasqueó los dedos: abdicar. Y Nurit Iscar, Betibú, se convirtió en su consultora para asuntos difíciles y de los otros. Cuando en aquella época Lorenzo Rinaldi —con quien todavía Jaime Brena tenía una buena relación, una relación casi de pares— le preguntaba cuál era la fuente de algunas de las que él consideraba «sus descabelladas teorías conspirativas para analizar un crimen», Jaime Brena respondía: Me lo dijo Betibú, y señalaba la foto sin dar más explicaciones que ésa. Hasta que una tarde, Rinaldi pasó por su escritorio y le contó que la acababa de conocer en un programa de televisión, a ella, en persona, a la de la foto. Y al tiempo Nurit Iscar empezó a aparecer por la redacción cada tanto. A veces Betibú esperaba a Rinaldi en los sillones de la recepción y al rato se iban juntos. Ella y Lorenzo Rinaldi. Otras veces se pasaban un largo tiempo en la oficina de él, y después ella se iba sola. Un día el chisme empezó a correr por la redacción. Entonces Jaime Brena prefirió sacar la foto y no consultarla más. ¿Se atreverá algún día a contárselo?, se pregunta una vez más. No cree, sería revelar demasiado de sí mismo y si algo hizo Jaime Brena toda su vida es cuidarse muy bien de no contarle a ninguna mujer nada de lo que —según su propia neurosis— no deberían saber ellas acerca de él.
Mientras tanto, mientras Jaime Brena recuerda cómo bautizó Betibú a Nurit Iscar, el pibe de Policiales, con la computadora apagada, se pregunta qué hacer. Y qué hacer no significa qué escribir acerca de los crímenes de La Maravillosa, ni siquiera qué escribir acerca de otros crímenes menores en interés mediático pero de los que también tiene que ocuparse. Se pregunta qué hacer de su vida. Si lo que quiere es seguir haciendo carrera en
El Tribuno
—siempre que le dejen hacerla—, para un día terminar siendo editor de una sección que no le interese o en la que tenga que consultar cada cosa que se aparte de la línea editorial del diario con Rinaldi o con quien lo reemplace. ¿En diez años estará él allí? ¿Estará Rinaldi? ¿Y Jaime Brena?, ¿dónde estarán ellos de acá a diez años? Mira a su alrededor. El pibe de Policiales no quiere parecerse a los editores que ve compartiendo la redacción con él. Mucho menos quiere parecerse a Rinaldi, que alguna vez fue también periodista. Él quiere parecerse a Jaime Brena. Pero Jaime Brena fue desplazado de la sección que le correspondía por naturaleza a una sección que lo único que hace es amargarle la vida. Eso tampoco quiere él, el pibe de Policiales. ¿Hay lugar hoy en
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para ser el periodista que él quisiera ser? ¿Se sentirá cada día más libre trabajando allí o cada día más atado a intereses que desconoce pero que le serán dados como pautas inamovibles? ¿Está dispuesto a que se le pase la vida allí, como a Jaime Brena, para recién comprobar una cosa o la otra cuando ya no queden muchas más opciones que seguir o el retiro voluntario? No lo sabe, no sabe nada. Apenas sabe, ahora sí, que quiere ser periodista. Periodista de Policiales. Y que se quiere parecer a Jaime Brena. Pero no quiere terminar en el lugar en el que él está hoy. Eso no.
Nurit Iscar deja sus cosas a un costado, enciende la computadora y empieza a tipear su último informe. El pibe de Policiales busca a Karina Vives pero le dicen que hoy no fue a trabajar, que dio parte de enferma y él se preocupa. Jaime Brena entra en la oficina del comisario Venturini, que lo recibe con su habitual: ¿Cómo vas, querido? Pero esta vez Jaime Brena no le sigue el chiste, no dice: Yo bien pero pobre, mi comisario. Sólo se sienta, frente a él, del otro lado del escritorio y dice: ¿Avanzó algo con la muerte de Collazo? Venturini pone cara de fastidio. Ese tema está cerrado, Brena, Collazo se suicidó, ¿por qué me querés hacer trabajar hasta cuando no es necesario? ¿Por qué apareció usted también cuando se murió Collazo, comisario? ¿Qué quiere decir también? Que por jurisdicción no correspondía que estuviera en la muerte de Chazarreta, ni tampoco en la de Collazo. ¿Casualidad?, ¿asistencia a otros colegas?, ¿intereses particulares? A ver, ¿desde cuándo te tengo que dar explicaciones de en qué causa me meto y en cuál no? No, tener no tiene, comisario, sólo quería tratar de entender por qué me evade este último tiempo. Venturini se lo queda mirando, parecería que quisiera hablar, que dudara si hacerlo o no. Y finalmente dice esto: Mirá, Brena, a veces tenemos que aceptar nuestras limitaciones, a veces no podemos llegar hasta donde quisiéramos, pero eso no invalida todo lo demás que hacemos. Que una vez tengamos que transar, ¿nos hace transas? No sé, dígame usted, comisario. No, no nos hace transas, nos hace humanos, a veces podemos, y a veces no. A veces podemos por el camino que corresponde, y a veces tenemos que tomar otros caminos que no sabemos si nos van a llevar o no a donde queremos ir, ¿me entendés? La verdad que no. No te preocupes, tampoco se puede entender todo, eso también es humano, pero confiá en mí, yo te aseguro que soy un tipo confiable. Brena no contesta, no sabe si creerle. Quisiera, pero no sabe. Ya no hay nada más que hacer allí.
Jaime Brena se para, hace el gesto de que se saca un sombrero que no tiene, lo vuelve a dejar sobre su cabeza, dice: Comisario. Y se va.