Cinco minutos después de que Jaime Brena y el pibe de Policiales llegan a la tranquera, aparece la mujer de Casabets en una Ford Ranger que tiene varios años encima y mucho barro en los neumáticos. En cuanto ve que Jaime Brena está fumando le pide un cigarrillo: A Emilio no le gusta que fume, dice y da la primera pitada. ¿Usted también cree que mi marido puede estar en peligro?, le pregunta a Brena. De verdad, señora, le juro que sí, dice él con seguridad. Ella se toma un tiempo corto, da dos o tres pitadas más, y recién entonces empieza a contar lo que sabe.
La Chacrita era un grupo de amigos que estaban dejando atrás la adolescencia, los que aparecen en la foto, ustedes los vieron. Se divertían como lo hacían los muchachos de aquella época pero, además, cada vez que podían molestaban al prójimo. Ésa era su máxima diversión: molestar a los demás. La mujer da una pitada profunda. Jaime Brena y el pibe de Policiales la esperan. Ella exhala el humo y sigue: Cuando los de la Chacrita llegaban a una fiesta o a una reunión, todo se detenía y al rato la cosa empezaba a girar a su alrededor. O porque los que estaban los admiraban o porque les tenían miedo. Eran el grupo de «los chicos malos», al que si no se podía pertenecer mejor tenerlo de amigo. Y Emilio, aunque les temía, quiso pertenecer. La mujer da dos pitadas más, luego tira lo que queda del cigarrillo al piso y lo aplasta con la punta de su zapato. Para aceptar a un nuevo integrante, dice, el aspirante tenía que someterse a pruebas de iniciación: meterse en un vagón de tren abandonado, tomar orín, caminar por la calle más desolada a oscuras, entrar a medianoche en un cementerio. A él, a Emilio, Chazarreta le pidió más. La mujer ahora se queda callada, pero no lo hace en espera, se queda callada como si allí terminara el relato, o como si ella quisiera que termine en esa última frase: A Emilio, Chazarreta le pidió más. Tiene los ojos inyectados en sangre de la bronca. Pide otro cigarrillo. Jaime Brena le extiende el paquete, espera a que ella tome uno, se lo ponga en la boca y entonces él lo enciende. La mujer sigue sin hablar. ¿Qué le pidieron?, pregunta Brena para que siga. Ella lo hace con dificultad: En realidad no hubo un pedido, no es lo que le pidieron sino lo que le hicieron, dice y se le quiebra la voz. Disculpe, pero necesito entender, ¿qué cosa le hicieron?, insiste él. Usted sabe, no me lo haga decir a mí, pide la mujer con la boca apretada de rabia, usted sabe. Brena la mira fijo a los ojos, midiendo si debe decirlo o no, tratando de entender si la mujer está pidiendo silencio o que, por fin, alguien lo diga de una vez por todas, que alguien le ponga palabras a lo que pasó para que duela menos, si es que esto es posible. Entonces Jaime Brena se decide y dice: Chazarreta lo violó. La mujer aprieta más fuerte la mandíbula, le empiezan a rodar lágrimas sobre las mejillas, lágrimas gruesas, calientes, ajenas a ella, lágrimas que todavía no son suyas. Luego lo corrige: Chazarreta solo no, todos. Y después de decirlo, sí se larga a llorar con desconsuelo. El llanto y las palabras se le mezclan. Los cinco, parece que dijera entre sollozos, lo violaron los cinco. El llanto de la mujer, aunque inevitable, hace que los hombres se sientan incómodos; el pibe de Policiales amaga acercarse, pero Brena lo detiene con un gesto y le dice con los labios: dejala llorar. Cuando ella logra calmarse, sigue: Hace treinta años que estamos casados, pero yo no sabía nada, nunca me dijo, nunca. Me lo contó recién una noche, poco tiempo después de que mataron a Gloria Echagüe. No pudo decirlo antes, se da cuenta. Esa gente empezó a aparecer en los noticieros, en el diario, en las revistas, y el recuerdo del horror que hasta entonces estuvo muerto, sepultado, volvió. La mujer se seca las lágrimas, respira, intenta hablar con más calma a pesar de lo que tiene para decir. Me contó todo, cómo lo penetraron, uno a uno, me lo contó con detalle, el olor del lugar, los golpes, los gritos, su cara raspándose contra la pared de ladrillo, el dolor, las risas, y después la vergüenza, y el silencio. Me hizo prometerle que nunca más volveríamos a hablar de eso. Emilio nunca se lo había contado a nadie, entiende, ni siquiera a sus padres. Nunca pudo. La mujer otra vez llora. ¿Cómo alguien puede callar tanto tiempo una cosa así?, pregunta. Él había enterrado todo, había matado al que era, había nacido distinto, como pudo, otra persona. Así lo conocí yo, otra persona. Nunca voy a saber cómo era antes, cómo era en esa foto. Con la aparición de esta gente, volvieron los recuerdos muertos, no para resucitar al Emilio que murió, sino para recordarle que estaba muerto. Él los buscó, a ellos, a todos, necesitó buscarlos, les habló, hasta con Miranda se juntó cuando vino de visita al país. Le negaron todo. Como si no hubiera pasado. Como si estuviera loco. Emilio sólo quería que le reconocieran el daño que le habían hecho, que le pidieran perdón, pero no; ni siquiera le concedieron eso, hijos de puta, ni siquiera esa mínima reparación. Fue un golpe muy duro para mi marido. Entonces a él se le ocurrió comprar esta casa y este campo, se encaprichó, no estaban en venta pero les hizo a los dueños una buena oferta y los consiguió. Yo no quería, me opuse todo lo que pude, pero me di cuenta de que no iba a ser posible detenerlo. Tenía que ser esta chacra. Esta y ninguna otra. ¿Qué tiene este lugar?, pregunta el pibe de Policiales casi con temor a la respuesta que intuye. Ésta fue hace años la chacra de los Chazarreta, dice la mujer. Le tiembla el mentón, pero no quiere seguir llorando, se contiene, y en medio de ese temblor sigue: El lugar donde violaron a mi marido, el lugar donde mataron al que era hasta ese día, para siempre. Después de que los otros negaron todo, él vino hasta acá, volvió al sótano donde lo vejaron, necesitaba encontrarse con esos testigos mudos, las paredes, los ladrillos. Necesitaba confirmar que no estaba loco. Y era. Era el lugar, era el olor, era la misma humedad. Compramos la chacra y al poco tiempo nos vinimos a vivir acá. Se pasó una semana entera metido ahí adentro, sin hablar con nadie, casi sin comer. Y cuando salió, él mismo tapió esa puerta para siempre, la que está ahora escondida detrás del escudo de Exaltación de la Cruz. La tapió. Desde ese día nunca habló otra vez del asunto, ni salió de esta chacra más que para ir al pueblo conmigo, al banco o al médico, y volver. La mujer ahora otra vez llora. El pibe de Policiales busca una botella de agua en el auto. Se la ofrece y ella bebe, luego se seca las lágrimas con torpeza. Yo no sabía nada, vivía al lado de él y no sabía nada, hasta que un maldito día mataron a Gloria Echagüe y todos ellos aparecieron otra vez. ¿Usted sabe quién cree su marido que puede ser el asesino? No, eso no sé, y no creo que me lo diga, no va a volver a hablar. Inténtelo de todos modos, le pide Brena. Le juré que nunca más iba a hablar del tema, dice ella. Éste es un caso de fuerza mayor, insiste él. No sé si voy a poder. Si puede, si él llega a darle cualquier dato que usted crea que nos podría ser útil, por favor llámeme, dice Jaime Brena y le da una tarjeta. Y si ustedes averiguan algo que ponga en peligro la vida de mi marido, no dejen de avisarme también, pide la mujer. Quédese tranquila, eso vamos a hacer.
Recorren varios kilómetros en silencio, no porque no tengan de qué hablar, sino porque no pueden. Está oscureciendo y por el espejo retrovisor el pibe de Policiales ve el sol aún encendido a punto de ponerse. ¿Cómo puede haber elegido vivir ahí?, pregunta recién cuando salen de la Panamericana y toman el camino que lleva a La Maravillosa. No sé, dice Brena, de verdad no sé. Yo tengo una teoría, confiesa el pibe, ¿puedo decir una barbaridad aunque no sea políticamente correcta? Podés, a mí me tiene harto lo políticamente correcto. A veces pienso que las mujeres están más preparadas que nosotros para pasar por algo como esto, dice el pibe, que la violación es un hecho temido por ellas, pero del que tienen conciencia. Alguien, en algún momento de sus vidas, les advirtió que un hombre puede hacerles daño, que tienen que tener cuidado, que no vayan por lugares peligrosos, oscuros, cercanos a las vías, no sé, todas esas cosas que mi mamá le decía a mi hermana y nunca a mí. A los varones no, nosotros no hablamos de esos temas, no nos pertenecen, nadie nos advierte que también pueden vejarnos, violarnos, entonces, cuando sucede, quedamos absolutamente perdidos, desarmados, muertos como le pasó a Casabets, porque lo que sucedió no podía pasar, a nosotros no, y hasta dudamos de la propia percepción: lo que pasó no pasó, es imposible, no es real. Quizá para Casabets eso, que le hayan mentido tantos años después, que le hayan hecho dudar de lo que vivió, que los que lo violaron siguieran hoy negando que lo que sucedió, sucedió, le produjo el efecto de una nueva violación. Primero violaron su cuerpo, y después su conciencia y su memoria. Y su dolor. La primera violación no la podía reparar, la segunda sí, yendo allí donde tuvo lugar la desgracia, reconociendo esas paredes, buscando testigos cómplices, mudos y fieles, recuperando los recuerdos que durante años quiso matar. Para después matarlos él, otra vez como un acto de voluntad, como decisión propia, tapiarlos detrás de una puerta y colgarle un escudo encima, un escudo que parece un corazón lastimado atravesado por un hilo de plata. El pibe se calla, Brena lo mira. ¿Dije una boludez?, pregunta el pibe. No, dijiste una verdad, y lo dijiste lindo, sentido, casi literario. Algún día vas a escribir bien, vos, pibe, si leés un poco más, algún día vas a escribir.
Cuando llegan a la puerta, no les importa el tiempo que los guardias les hacen perder ni los controles por los que tienen que pasar. Hoy no. Hoy no hay margen ni para la discusión ni para el enojo. Lo que le piden, el pibe de Policiales se lo da. Y Jaime Brena espera sin irritarse. Cuando llegan a la casa de Nurit Iscar, ella los está esperando en el camino de grava. Apenas los ve se da cuenta de que a esos hombres les pasó un camión por encima. Prepara café mientras ellos le cuentan. ¿No hay ninguna posibilidad de que el asesino sea el mismo Casabets?, pregunta Nurit. No, lo descarto totalmente, contesta Brena, creo que algo entiendo después de tantos años viendo asesinos y víctimas, y ese hombre es incapaz de matar a nadie. Además, según dijo la mujer, Casabets no se mueve de esa chacra desde hace tres años, agrega el pibe de Policiales. Parecía sincero, tanto cuando se sorprendió por la muerte de Miranda y de Collazo, como cuando no se preocupó por mostrar la más mínima tristeza por la muerte de ellos ni la de ninguno de los integrantes de ese grupo. Ahora se entiende por qué a Collazo le afectaba más que se supiera la verdad que sospechar que a él también lo iban a matar, dice Nurit. Sí, ahora se entiende, asiente Jaime Brena y le pide al pibe que saque otra vez la foto y se la muestre a ella. La clave está en esta imagen, lo vi en su cara. Casabets dice que hay una séptima persona que no vemos, y da a entender que esa persona, además de testigo de lo que le pasó, es el asesino. Nurit toma la foto y la observa con detenimiento. ¿Tenés una lupa?, pregunta Brena, a lo mejor hay un detalle que es demasiado pequeño, un pie o una mano escondido detrás de ellos. Nurit no le contesta, no sabe si en la casa hay lupa ni le importa, está atenta a lo que mira. ¿Ves algo?, pregunta Brena. Ves algo, sí, se responde a sí mismo. No es lo que veo, corrige ella, ¿no pensaron que tal vez lo que buscamos no está escondido detrás de ellos sino delante? ¿Delante dónde?, dice Jaime Brena. ¿Cómo delante?, pregunta el pibe de Policiales. Una foto es un testimonio de lo real, y el testigo es el fotógrafo. Siempre hay un fotógrafo. Ése es el séptimo hombre, dice Nurit. El fotógrafo, repite Brena. Tenemos que averiguar quién sacó esta foto, dice el pibe de Policiales, podemos insistirle a la mujer de Casabets. No hace falta preguntarle a nadie, dice Jaime Brena, yo sé quién sacó esa foto. ¿Quién?, pregunta Nurit. Roberto Gandolfini, iba con ellos a todos lados, lo usaban de che pibe, pero no pertenecía al grupo. Él sacó esa foto. ¿Estás seguro?, pregunta Nurit. Casi, contesta Brena, la madre lo obligaba a su medio hermano a que lo llevara a todas partes, incluso al viaje de egresados. Lo convirtió en una carga. ¿Sabés el cariño que le debían tener éstos a ese chico? Me imagino, dice el pibe de Policiales, él también los debe haber padecido. Estoy seguro de que estuvo también en la chacra de los Chazarreta aquella noche, dice Brena. Él es el testigo. El vengador. ¿Alcanza ese dolor, el de haber sido testigo de las barbaridades que hicieron, para matarlos a todos?, pregunta el pibe de Policiales. Qué es suficiente motivo para matar —y qué no— es una pregunta que no tiene respuesta lógica para nosotros, pibe, le contesta Brena. Que sea él explicaría además por qué todas las noticias de la muerte de Miranda en New Jersey no aparecieron sino hasta varias horas después de que él te lo contó, dice el pibe de Policiales, él lo supo antes que nadie. Lo que no entiendo es por qué dijo que el sexto amigo se llamaba Vicente Gardeu. Gandolfini sabía muy bien quién era el sexto amigo y quién era Vicente Gardeu. Estaba haciéndole una advertencia a Brena, dice Nurit, quería que si llegaba a la verdad, supiera. ¿Qué cosa?, pregunta el pibe. Con quién se estaba metiendo. Gandolfini fue a esa reunión para medirte, para ver quién es ése que anda preguntando por él y sus muertos, concluye Nurit Iscar. Ahora ella mira a Jaime Brena y le habla a él: Quería que sepas que él sabe, quería que si por fin entendías, supieras que aquella tarde, cuando lo encontraste en el bar, él ya sabía. Sabía quién sos y por qué querías verlo. Lo que hizo fue una advertencia. O tal vez lo que quiso hacer es una guapeada, dice Jaime Brena, una manera de vanagloriarse de sus actos. Más que eso, dice Nurit, yo creo que lo que quiso hacer es amenazarte. Los tres se quedan en silencio, ninguno refuta la teoría de Nurit. ¿Cómo seguimos?, pregunta al rato el pibe de Policiales. Por ahora tenemos conjeturas, dice Jaime Brena, pero puede ser que no estemos lejos de la verdad. Gandolfini es un tipo de empresas, poderoso, tiene suficiente dinero como para pagar un sicario, o varios, él puede contratar una muerte prolija de su hermano y sus amigos, contratar a alguien que mate a cada uno de la manera que debería morir. Y si fue así, mañana vamos a confirmarlo, concluye Jaime Brena. ¿Qué pasa mañana?, pregunta el pibe de Policiales. Voy a presentarme en su oficina y le voy a contar nuestra teoría. Vos estás loco, dice Nurit, ¿acabo de decir que este tipo te amenazó y vos pensás presentarte ante él así como así? Pará, Brena, coincide el pibe, es un tipo peligroso. No conmigo, a mí por qué habría de hacerme nada. Porque sabés. No creo que le importe, si total no tenemos ni una prueba. Te advirtió aquella tarde en el bar, te amenazó, insiste Nurit. Pero no me mató, hace rato que sabe que sé y no me hizo nada, contesta Brena. No me parece sensato que te presentes ante él, a decir qué, a confirmarle qué, dice el pibe de Policiales. Jaime Brena lo interrumpe: Es mi trabajo, pibe, dice con firmeza. El pibe se ve preocupado, Nurit también. Es una locura que vayas, dice ella, te está esperando. Es mi trabajo, vuelve a decir Brena. El pibe lo mira, duda, y luego se decide y dice: No, no es tu trabajo, ahora es el mío, vos no estás más en Policiales. Jaime Brena se queda sorprendido por la respuesta del pibe. Desarmado, casi ofendido. No es que no sepa que él ya no está más en Policiales, pero en estos días junto al pibe y a Nurit Iscar había recuperado la ilusión de que, a pesar de todo, a pesar del traslado, a pesar de Rinaldi, a pesar de los tontos informes que le toca analizar y publicar, él estaba otra vez en el lugar donde quería estar. Pero no. Fue sólo una ilusión. Jaime Brena mira a Nurit Iscar que nada dice, pero es evidente que su silencio avala lo que acaba de decir el pibe, aunque sea como única alternativa para protegerlo. Niega un par de veces con la cabeza, suspira, parece que fuera a decir algo pero se interrumpe, abre su billetera, saca de allí la tarjeta que le dio unos días atrás Gandolfini, y la tira sobre la mesa. Si ahora es tu trabajo, ahí tenés la dirección, le dice al pibe, por si te atrevés. Luego guarda la billetera, se pone su saco y se despide: Que tengan suerte. ¿A dónde vas?, pregunta Nurit. A mi casa, contesta él. ¿Y cómo? Caminando hasta la puerta y ahí me pido un taxi o un remís. No seas cabrón, dice el pibe, si yo te puedo llevar. Soy cabrón, sí, dice Brena, a veces no está tan mal ser cabrón, mantiene tu dignidad a flote. Y en tiempos en que todo lo que te rodea es mierda, mantenerse a flote es importante. Jaime Brena hace el movimiento imaginario de levantar un sombrero que no tiene sobre su cabeza, esta vez sólo dedicado a Nurit Iscar, y luego sale. El pibe se queda preocupado. Yo sólo quise protegerlo, dice. Ya lo sé, contesta Betibú, y Jaime Brena también lo sabe. Lo sabe muy bien. Pero es terco y se cree inmortal, una combinación muy poco aconsejable. ¿Cómo seguimos?, pregunta otra vez el pibe de Policiales. No sé, dice Nurit, todavía no sé. Tal vez lo mejor sea que nos tomemos unas horas para pensar. Descansemos un poco y mañana después del mediodía resolvamos qué hacer. Como dijo Brena, sólo tenemos conjeturas, aunque confiemos en ellas. ¿Qué te parece? Me parece bien, dice el pibe de Policiales. Vení, dice Nurit, antes de subirte a esa ruta tomate otro café, vamos a la cocina. Nurit Iscar le indica el camino. Andá enchufando la cafetera que yo bajo las cortinas y voy, dice. El pibe asiente y sale, pero ella no hace lo que anunció. Vuelve sobre sus pasos, toma la tarjeta que Jaime Brena tiró sobre la mesa con la dirección de Gandolfini, la mira, la guarda en el bolsillo de su pantalón y, ahora sí, va a la cocina a preparar café.