Tu Tsian fue amado hasta el último de sus días, que fue exactamente el quinto después de la boda, cuando cometió suicidio clavándose en el pecho un puñal de plata.
EL SUBTERRÁNEOE
n el bar todo está prohibido, salvo algunas cosas, nadie sabe cuáles. Todas las acciones tienen, por esa causa, un aire de clandestinidad.Las autoridades no son evidentes. Tal vez tienen apariencia de parroquianos. Tal vez sus castigos están disimulados entre la confusa serie de sucesos casuales.
Suele sospecharse de los mozos. Ellos jamás traen lo que se les pide. Aparecen súbitamente, sin ser llamados, e indefectiblemente cobran cuentas que pertenecen a otras personas. A veces, hacen circular rumores falsos, probablemente con la intención de enterarse, a cambio, de conspiraciones verdaderas. Muy a menudo, los mozos desaparecen y son reemplazados por otros, enteramente desconocidos.
Algunas mujeres, especialmente las prostitutas, tienen fama de informantes. Por cierto, es frecuente que, como pago de sus apurones eróticos bajo las mesas, acepten más gustosamente un secreto que una moneda.
Los hombres mezquinos aprovechan este detalle e inventan intrigas o planes de evasión, para solventar su lujuria.
Aquí hay que decir que la mayoría de las confabulaciones se hacen públicas por culpa del coro. Este grupo ejerce una demencia polifónica que los impulsa a comentar cada relato del Narrador y también a revelar toda intimidad, bajo la forma de un canto refinado.
Es probable que ellos piensen que la llave del bar es un acorde secreto, que la armonía es la puerta y que sus voces acertarán un día la combinación oculta.
T
odos en la ciudad estamos orgullosos de nuestro ferrocarril subterráneo. Cuando yo era niño, los maestros me enseñaban que era el más extenso del mundo. Esta afirmación es verdadera, si bien hace ya muchos años que la cabal extensión de nuestro subterráneo es desconocida. Las autoridades no permiten el acceso a los planos y documentos, pues consideran que se trata de secretos relacionados con la seguridad.
Nadie sabe cuándo se excavaron los primeros túneles, pero todos recuerdan a Iván Lanski, el alcalde loco, que destinó todo el presupuesto de la ciudad para la construcción de subterráneos. Según la leyenda, el primero de ellos atravesaba la ciudad de este a oeste. Tenía sólo dos estaciones, ubicadas en suburbios distantes.
Algunos cuentan que la siguiente línea se construyó paralela a la primera, a cien metros de distancia. Lo cierto es que no hay rastros de ese túnel, o mejor dicho, no hay manera de identificarlo hoy, cuando hay más túneles que calles.
Muchas historias me han contado sobre Lanski. Casi todas son falsas. Sus enemigos mencionan cuadrillas de presos políticos que horadaban la tierra a mano limpia. Los ingenieros ortodoxos me señalan, mientras ríen escandalizados, de los disparates de aquellas obras: galerías que desembocaban abruptamente en un río; cloacas que se desplomaban sobre las vías; estaciones cuya entrada estaba en el interior de las casas de los jerarcas del partido.
Se dice que la corrupción era incontrolable. Cada jefe tomaba su porción y, en consecuencia, ni los materiales ni los procedimientos alcanzaban la calidad prometida.
En una de las líneas del norte, los vagones resultaron más anchos que el túnel. Muchas estaciones carecían de iluminación, de azulejos y según exageran algunos, de escaleras. Como sabemos, se ha acusado a Iván Lanski de construir túneles privados que recorría en lujosos vagones, en compañía de sus queridas. Nada de esto es verdadero, aunque es probable que el alcalde estuviera involucrado en la emisión clandestina de pasajes, que en 1948 alcanzaban un volumen dos veces superior al de los boletos legítimos.
Una ley inexplicable de 1950 obligó a que cada línea tuviese dos túneles con idéntico trazado pero a distintas profundidades. Se dijo que el gobierno deseaba dar a cada usuario la posibilidad de elegir entre un viaje superficial y uno profundo.
En 1952 se construyó un tramo que preveía la circulación de trenes a más de doscientos metros bajo tierra. Las impracticables escaleras, o tal vez la falta de aire, causaron su rápido abandono.
Sin embargo, el entusiasmo oficial crecía.
Probablemente Lanski ya no era el alcalde, pero sus sucesores seguían excavando. Agotados los recursos, la administración optó por vender algunos edificios públicos para poder continuar las obras. Los poetas oficialistas cantaban la gloria de diez mil trenes ocultos que hacían vacilar nuestros pasos. En la universidad, se explicaba la escalera de Drummond, que atravesaba el globo terráqueo y que sin interrupción ninguna de sus escalones nos hacía pasar del descenso al ascenso. El secreto estaba en el escalón del centro de la Tierra. Allí el plano vertical pasaba a ser horizontal. Guardo todavía entre mis papeles el dibujo que hizo para mí el difunto profesor Kopa, antes de caer en desgracia.
En 1960, cuando ya todas las líneas estaban interconectadas en una trama inextricable, se tomaron dos medidas decisivas. En primer lugar, se impuso el carácter imprevisto del trayecto de los trenes. Ni siquiera podían conocerlo los propios conductores. Para completar esta ley se resolvió abolir el nombre de todas las estaciones y eliminar de ellas cualquier característica que permitiese su reconocimiento. Desapareció la conexión referencial entre la superficie y el ferrocarril subterráneo. El gobierno explicó que la demasiada previsión de los destinos era un vicio occidental que había que empezar a desterrar. Los jóvenes saludaron con entusiasmo estas ordenanzas. Los estudiantes escribían en las paredes de la universidad: «El subte no es un medio de transporte».
Desde luego, siempre hubo vagabundos y mendigos en nuestra red. Pero con el tiempo la población subterránea fue creciendo. Algunos comerciantes que vendían sus productos en pequeños locales de las estaciones resolvieron quedarse a vivir allí. Ciertos funcionarios se enriquecieron emitiendo autorizaciones para establecer viviendas familiares provisorias en los pasillos, recovecos y escaleras. Las construcciones resultantes causaron enormes inconvenientes ya que invadieron espacios que eran indispensables para la circulación de los viajeros y en algunos casos llegaron a alzarse sobre las vías. Pero algunas de esas viviendas eran bastante confortables. Yo mismo alquilé una en el entrepiso de una estación. La ya señalada dificultad para diferenciar una estación de otra modificó mis hábitos. Desde ese entonces casi no salgo de mi casa. He sabido que ciertos grupos marginales tienen unas marcas secretas que les permiten saber dónde se encuentran. No me atrevo a aprenderlas. Prefiero andar extraviado, pero seguro.
Los años de crisis y sequía afectaron hondamente a nuestra república. La lucha entre facciones del ejército y el partido acabó por empobrecernos a todos.
El barrio histórico de la ciudad fue incendiado por suboficiales nacionalistas. La universidad fue clausurada. Hace algunos años me aventuré en la superficie para ir a la Biblioteca Nacional. Ya no estaba.
Miles de fábricas cerraron sus puertas y la peste de 1971 redujo la población dramáticamente.
Pero el subterráneo siguió creciendo hasta hoy.
Es cierto que ya casi no circulan trenes. Por falta de corriente eléctrica, muchos de ellos funcionan gracias a unos motores de camión que envenenan el aire de las galerías. Ningún vagón tiene asientos y en algunos han desaparecido completamente las paredes. Cuentan que en una de las líneas más lejanas se usan caballos ante los cortes de energía. En aquellos andurriales, casi en el límite del ferrocarril, la gente construye sus propios túneles. Son simples agujeros en la tierra viva que se desmoronan continuamente. Muchos niños han nacido en las galerías y no han visto jamás la ciudad. Cuando les cuento la grandeza del Teatro de la Danza o la gracia de las palomas de la Plaza Grande me miran con agradecida incredulidad.
Sonia, la bella muchacha que vende los boletos, no lejos de mi habitación, me juró no hace mucho que la ciudad ya no existía. Me dijo —tal vez con el afán de hacerse interesante— que sólo quedaban unas ruinas y que todas las dependencias oficiales funcionaban en instalaciones del subterráneo. Me aseguró también que nuestra estación estaba exactamente bajo el Parque de las Grullas, que ahora no era más que un yuyal asolado por los lobos. Quedamos en subir las escaleras no bien tuviéramos tiempo, para certificar o refutar aquel dictamen. Pero después nos olvidamos. Ahora planeamos vivir juntos. Un secretario me ofreció en alquiler una vivienda amplísima que fue antes una escalera mecánica. En nuestro tiempo libre pintamos con amor las cuatro habitaciones, sólidas, sucesivas, oblicuas.
I
Cuando Heracles moría abrasado por haberse puesto una túnica envenenada, comenzó a gritar urgentes instrucciones finales. Renuentes a aceptar responsabilidades penosas, los amigos presentes huyeron al galope.
Filoctetes, sin embargo, se quedó. Heracles aprovechó entonces para obligarlo a que lo quemara en una pira. Después, mientras ardía, le hizo jurar que jamás revelaría a nadie el emplazamiento de aquellos fuegos. A cambio de estos servicios, lo nombró heredero de su arco y de sus flechas.
Por un tiempo, Filoctetes fue discreto. Pero luego, harto de la interrogación general, se trasladó a paso solemne hasta el monte Eta, seguido por una multitud. Allí, sin romper el silencio, zapateó aparatosamente en el lugar de la pira.
Esto tranquilizó su conciencia. Tiempo después se anotó entre los pretendientes de Helena y formó parte de la expedición contra Troya.
Jamás pudo llegar: los dioses lo castigaron por su infidencia e hicieron que una de las flechas de Heracles se le clavara en un pie. Como es sabido, aquellas saetas ilustres estaban emponzoñadas con la sangre de la hidra de Lerna y causaban heridas incurables. A Filoctetes se le produjo una llaga que emanaba un olor espantoso y le arrancaba gritos de dolor.
Viendo perturbados los sacrificios rituales por ambas circunstancias, Agamenón —el jefe del ejército aqueo— resolvió abandonarlo en la isla de Lemnos, que entonces estaba desierta. Allí vivió diez años solitarios y dolorosos.
II
Escila era la bella hija de la diosa Crateis. Glauco, un pescador de Antedón que había comido la hierba de la inmortalidad, se enamoró de ella y empezó a cortejarla. Pero la maga Circe, que sentía una irrefrenable pasión por Glauco, se enteró de aquellos acercamientos y tuvo la idea de hechizar a Escila. Una tarde, mezcló hierbas mágicas en el agua de la fuente donde ella se bañaba. Escila sufrió una penosa metamorfosis: la parte superior de su cuerpo no cambió, pero en la ingle le crecieron seis perros horrorosos. Ella trató de disimular estos dones y se acostumbró a usar unas túnicas amplias que ocultaban sus crecimientos caninos. Pero no le resultaba fácil, ya que los perros no solamente eran grandes sino también movedizos y ladradores.
La psique de Escila se trastornó. Su corazón se llenó de resentimiento y de crueldad. Resolvió dar muerte a todo aquel que conociera su secreto. Los perros se encargaban de ultimar a los testigos.
Arruinada su existencia mundana, se retiró al estrecho de Mesina, donde sus perros se habituaron a devorar todo lo que se pusiera a su alcance.
Cuando la nave de Ulises pasó por aquellas soledades, la jauría se comió a seis marineros: Anquimo, Órnito, Anfinomo, Sinopo, Estesio y Ormenio.
Aquellos escándalos terminaron con cualquier disimulo.
Escila dejó de ocultar su cuerpo y continuó su vida, orgullosa, impúdica y desnuda, como un monstruo auténtico.
III
Maldonado, un niño de 6º «B», se había enamorado de la alumna Ana Castro. Pero se avergonzaba mucho de aquel sentimiento y no se lo había comunicado a nadie.
—Ay, si pudiera decirle que la quiero... —pensaba el niño.
Ella a veces lo miraba pero no tanto como para que se hiciera ilusiones. Si por casualidad conversaban, era siempre en presencia de otros.
Cuando sus amigos hablaban con afectada malevolencia de las compañeras que más les gustaban, él mencionaba a Ana Castro, pero en cuarto o quinto lugar, para no levantar sospechas.
Por un tiempo, sin ningún motivo consistente, el niño dio en pensar que estaban peleados. Dejó entonces de hablarle y mostró, cada vez que pudo, un semblante hostil. Ella tampoco le decía nada y su silencio fue entendido por Maldonado como prueba de un conflicto real. Sus fantasías giraron entonces alrededor de una reconciliación llena de lágrimas y confesiones. Ana Castro permaneció ajena a todo esto.
Un día, en el recreo, un anónimo empujón precipitó a Maldonado contra el cuerpo de la niña. Por un segundo, vivió un contacto inconcebible, registró un perfume y acaso una respiración. Esa noche, escribió en su cuaderno el nombre de ella. Después lo tachó y más tarde arrancó la hoja.
En el mes de octubre, durante un juego de prendas, Maldonado se vio obligado a elegir una compañera para darle un beso. El niño vio los ojos de Ana, salió corriendo y abandonó el juego.
Pasaron los meses y Maldonado no se atrevió a decirle nada. Terminaron las clases y ya no volvieron a verse.
El niño Maldonado se hizo hombre. Siguió ocultando aquel amor hasta que se olvidó de todo, incluso de que guardaba un secreto.
IV
Los discípulos de Pitágoras se iban adiestrando en silencios de rigor creciente. Toda divulgación de las doctrinas era sancionada con castigos convenientemente terribles.
Hipaso de Metaponto, el más inteligente de los alumnos, reveló —acaso para hacerse pagar unas copas— los procedimientos para construir la esfera de doce pentágonos, es decir, el dodecaedro. Fue condenado a la soledad. Nadie volvió a hablarle jamás. Atormentado por aquellos desaires, Hipaso se arrojó al mar y murió ahogado.
V
El rey santo Jahnu se hallaba meditando a orillas del río Ganges. Como el ruido de la corriente lo perturbaba, se bebió enteramente aquellas aguas. El río se secó y la población sufrió mucho por esa causa. El rey oía los lamentos de la gente y pensaba:
—Nadie debe saber que me he bebido el Ganges.
Por fin, se arrepintió de lo que había hecho y dejó salir la corriente por una oreja.
CORO
Que nadie se entere
que nadie sospeche
que nadie sepa jamás
nuestra total carencia de secretos.