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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno

BOOK: Bar del Infierno
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El cafetín es un laberinto. Nuestro destino es extraviarnos en sus encrucijadas. Pero algunos presienten una verdad aún más terrible: no se puede salir del bar, no por la falta de puertas, sino porque no hay otra cosa que el bar. El afuera no existe.

El hombre a quien llaman el Narrador de Historias está obligado a contar un cuento cada noche, cuando el reloj da las doce. Nadie le presta atención. Anda siempre con unos libros grasientos. En ellos hay —según se dice— infinitos relatos.

Amores imposibles de la provincia de Buenos Aires, ciudades lejanas gobernadas por jaurías, santos levitadores, mendigos impiadosos y seres insaciables que se devoran a sí mismos integran el curioso repertorio.

Pero el Narrador es también personaje de otra historia que lo muestra involucrado en una conspiración para salir del bar, del tiempo o del lenguaje. Otros sujetos vendrán —a su turno— a duplicar o a triplicar los relatos: el coro, que traduce cada suceso a una obtusa lengua poética, y los loros heréticos, cuya misión es tergiversar.

Un lector melancólico podría hallar en estos textos unas ponencias intimidatorias:

• No tenemos tiempo de ser nadie. Todos los destinos son el mismo.

• Expresados en fórmulas, los episodios más dramáticos de nuestra vida son irremediablemente banales.

• No importa lo que hagamos. Se llega al infierno por casualidad.

• Toda comunicación es imposible. Nadie ha conocido a nadie.

Pero si uno alcanza a leer con la luz adecuada, el libro dice que para salir del infierno hay que amar más allá de las meras preferencias filisteas.

O acaso lo que dice es que la única esperanza es cantar bien.

Alejandro Dolina

Bar del Infierno

ePUB v1.1

GONZALEZ
03.12.11

Corrección de erratas por Doña Jacinta

Diseño de cubierta: Mario Blanco

Diseño de interior: Orestes Pantelides

© 2005, Alejandro Dolina

© 2005, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.

Independencia 1668, C 1100 ABQ, Buenos Aires, Argentina

www.editorialplaneta.com.ar

1º edición: abril de 2005

ISBN 95049-1350-4

Impreso en Grafinor S. A.,

Lamadrid 1576, Villa Ballester,

en el mes de marzo de 2005.

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

Impreso en la Argentina

PRÓLOGO

P
rofesores de la cátedra de alquimia me han contado la enorme dificultad que supone enseñar una normativa cuyo precepto central es el secreto absoluto. El maestro debe ejercer al mismo tiempo la divulgación y el ocultamiento. Para completar exitosamente ambas actividades no tendrá más remedio que dictar clases que tengan —por lo menos— dos significados. Uno de apariencias y otro secreto, que el alumno deberá ir descifrando trabajosamente.

Tras largos siglos de penosas lecciones, se ha ido construyendo un lenguaje en donde lo que se dice no es lo que se quiere decir, en donde cada palabra no es sino una imprecisa alegoría de otra que no ha sido dicha: el sol es el oro, pero también es el Padre y es Apolo y el calor del cuerpo y el centro del Zodíaco. Los siete metales son también las siete heridas de Cristo, las siete virtudes, los siete colores, los días de la semana, las horas y la suma de la trinidad con los cuatro elementos, que vienen a ser —de paso— los cuatro evangelistas. Desde luego, el aprendiz jamás tendrá la certeza de haber descubierto las verdades escondidas, pues nunca se realiza la traducción definitiva. Maestros y discípulos se hablan a través de los tiempos en interminables diálogos y textos que son símbolos y emblemas de otros símbolos y emblemas, cuyo comienzo o cuyo final es imposible hallar.

Manuel Mandeb, el pensador de Flores, afirma que toda conversación es una lección de alquimia. Nadie dice lo que dice, nadie oye lo que oye, nadie escribe lo que escribe. Mandeb aclara que este último juicio oculta en verdad otro, que es secreto.

¿Qué libro esconderá este libro? ¿Qué tristezas desconocidas se ocultarán tras nuestras viejas y familiares penas?

AGRADECIMIENTOS
:

Ianina Trigo

Nicolás Tolcachier

Silvina Díaz

Maica Iglesias

EL BAR DEL INFIERNO

E
l bar es incesante. Es imposible alcanzar sus confines. Del modo más caprichoso se suceden salones, mostradores, pasillos y reservados.

Nadie ha podido establecer nunca cuál es la puerta del bar. La opinión mayoritaria es que no hay forma de salir de él. Sin embargo, muchos buscan la salida. Es el sueño romántico más frecuente de este tugurio. Hombres jóvenes, inconformes, beligerantes, eligen una dirección cualquiera y avanzan desaforadamente buscando la puerta, o el centro, o la explicación del bar.

Generalmente, nadie vuelve a verlos. Algunos regresan mucho tiempo después, casi siempre por el lado contrario al que eligieron para irse.

El cafetín es un laberinto. Nuestro destino es extraviarnos en sus encrucijadas. Pero algunos presienten una verdad aún más terrible: no se puede salir del bar no por la falta de puertas, ni por la disposición caprichosa de sus instalaciones, sino porque no hay otra cosa que el bar. El afuera no existe.

Si es verdad que los parroquianos están condenados a vagar perpetuamente por los mismos lugares, también es cierto que sus conductas se repiten del mismo modo inevitable. Pero ellos no lo saben. Se mueven con soberbia, como si decidieran sus propias acciones. Y no es así. Sólo cumplen con ajenas voluntades. Los mozos, los músicos, los borrachos, las prostitutas y los jugadores están aquí desde el comienzo de los tiempos y aquí permanecerán, recorriendo trayectos ancestrales con aires de inauguración.

Cada tanto, un viento de loca esperanza entra en el bar. Misteriosamente los parroquianos empiezan a creer que todo tiene un propósito, que cada uno de sus patéticos esfuerzos está destinado a un logro final y que fuera del bar hay cielos límpidos y amores venturosos que darán sentido hasta al último de los versos oscuros.

El hombre a quien llaman el Narrador de Historias está obligado a contar un cuento cada noche, cuando el reloj da las doce.

Nadie le presta atención. Anda siempre con unos libros grasientos. En ellos hay —según se dice— infinitos relatos.

Los libros son siete, o acaso cinco. Existe la sensación de que cada uno sigue preceptos diferentes.

Ada, la bruja, ha dicho que el Libro Rojo contiene un solo relato y que ese relato revela los secretos de la libertad. Pero el Narrador jamás abre el Libro Rojo.

El Libro Blanco contiene falsos secretos; el Libro Verde Clarito es igual al Libro Amarillo.

A veces, los ladrones roban los libros del Narrador. Algunos parroquianos pagan por ellos unas monedas y tratan de leerlos. El desengaño es inevitable. Las páginas están escritas con una tinta sutil que se borra al tomar contacto con el aire. Una y otra vez, el Narrador recupera los libros y los ladrones vuelven a robarlos.

Con el tiempo se han hecho torpes duplicados y ya no se sabe si los textos que lee son los verdaderos, o copias fieles, o relatos falsos.
[1]

EL REGRESO

L
i regresó a su casa después de largos años de ausencia. En la China, las guerras son prolongadas y complejas. Los ejércitos avanzan interminablemente, a veces sin encontrar enemigos, pues el Imperio es inmenso y la política es oscilante.

Las noticias viajan con extrema lentitud. Un correo puede tardar tres años, o diez, en recorrer el país de punta a punta. De este modo, los príncipes ignoran la suerte corrida por sus tropas y, por lo general, los ejércitos no regresan nunca o regresan cuando el príncipe que los mandó se ha pasado a otro bando, a otro parecer o a otro mundo.

El pueblo de Li era apenas una aldea sin nombre. Casi todos los hombres habían marchado a la guerra treinta años antes. Casi ninguno regresó.

Li podía considerarse afortunado. El solo hecho de no haberse perdido para siempre en el impiadoso desierto de la China central, o en el laberinto de ríos y canales en cuyas riberas se hablan cien dialectos diferentes, podía ser visto como un favor infrecuente del destino. Pero tal vez Li no tenía por costumbre filosofar acerca de la alternancia de sucesos fastos y nefastos. Para él, la vida era oscura, nebulosa, incomprensible, pero también fatal, incuestionable.

Cuando llegó al pueblo, estuvo a punto de pasar de largo. No es que hubiera cambiado mucho, pero después de treinta años de ausencia y de peregrinación por infinitas poblaciones, Li tenía ideas más bien confusas sobre su lugar de origen.

Por cierto, no reconoció a ninguna persona. Buscó su casa penosamente, en calles parecidas que morían en el río. En una de ellas reconoció un farol que en realidad había sido colgado mucho después de su partida. Llamó a la puerta y lo recibió una mujer fatigada por la pobreza. No hubo gestos de alegría ni de amor. Aquellos seres desdichados acataban las novedades con resignación, como sabiendo que cada una de ellas era el umbral de nuevos padecimientos.

Aunque el mecanismo de recordación de sus hijos estaba ligado al número tres, fueron cinco los que Li encontró en el regreso. Todos ellos eran hombres grandes que trabajaban la tierra, pero el menor ocupaba una ínfima función de limpieza en la administración provincial.

Li no trabajó. Se sentaba largas horas junto a la puerta de su casa y al anochecer comía en silencio, junto a su familia. Se acostaba temprano y jamás tocaba a su mujer. Muy de vez en cuando iba a la taberna y se emborrachaba con alcohol barato. A veces peleaba con otros hombres, sin razón alguna. Alguien le preguntaba:

—¿Tú eres el que ha regresado de la guerra? —Y él le rompía una jarra en la cabeza.

Un día su mujer se atrevió a hablarle.

—Marido mío, ya no procedes como antes de tu partida.

Él dijo que no recordaba cómo procedía antes de su partida.

Hü era un mercader de la capital que pasaba cuatro o cinco veces al año por la aldea.

La mujer de Li, y algunas otras que esperaban a sus maridos, lo habían tomado como amante. Hü despachaba aquellos encuentros bajo la forma de efímeros temblores en la hierba nocturna. En verdad, no recordaba con entera precisión cuáles de aquellas mujeres eran sus amantes. Confiaba en que ellas se iban a cruzar en su camino y lo iban a arrastrar a la espesura, llegado el momento. Por eso se sorprendió cuando la mujer de Li corrió tras él en un callejón y le dijo agitadamente:

—Mi marido ha vuelto, ya no me tomes.

—¿Quién es tu marido? —preguntó Hü.

—Se llama Li.

—Todos en la aldea se llaman Li.

—Él fue a la guerra y es el hijo de Li, el campesino.

—Seré discreto —dijo Hü. Y se marchó cantando una canción obscena.

La mujer de Li sentía, algunas noches, una oscura tendencia a desear que el hombre que dormía con ella fuera un impostor. Tal vez esperaba la llegada de otro Li, bajo la forma de un hombre joven y ardoroso. Mientras tanto, el propio Li solía preguntarse cómo había elegido para engendrar hijos a una mujer tan sombría.

Una tarde, enfurecido por la falta de leña, Li le reprochó a su mujer la promesa incumplida de su suegro de entregarle seis gallinas a modo de comisión nupcial. Ella no dijo nada, aunque creía recordar el solemne traspaso de un cerdo.

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