III
En su casa, vecina al lago Mareotis, el mago Apolonio guardaba en el interior de un armario toda la ciudad de Alejandría. Cuando recibía a algún visitante ilustre entreabría las puertas del mueble para que pudieran observarse —siempre brevemente— los palacios, el museo, el barrio de Rhakotis y el faro. También podía el visitante observar una finca junto al lago y, en una de sus salas, un armario en cuyo interior estaba toda la ciudad de Alejandría.
En el año 705
ab urbe condita
, Apolonio se hallaba conversando con el sabio Socígenes cuando un humo oscuro empezó a salir del armario. El mago corrió hasta el mueble, echó un vistazo y luego regresó tranquilamente junto a su amigo.
—No es nada —dijo—. Se ha quemado la biblioteca.
IV
En el desierto central de la China hay un inmenso corredor cuya extensión no puede calcularse. Cada cincuenta metros hay una puerta de doble hoja, siempre abierta de par en par. La galería parece extenderse infinitamente en línea recta pero los sabios dicen que hay una pequeña curva de un minuto por cada sesenta kilómetros y que el corredor es incesante, no por infinito sino por circular. Muchos sostienen que su extensión es en verdad la de un círculo máximo, es decir, la circunferencia de la Tierra.
V
En su juventud, el perito Fóng-hu-tzi estuvo enamorado de dos mujeres. Una, llamada Han, pertenecía a la familia de un alto funcionario de la administración. La otra, cuyo nombre era Wei, era una danzarina de encantos irresistibles. Fóng-hu-tzi se decidió por la primera, se casó con ella y fue muy favorecido por su suegro.
Un día, recorriendo la amplia mansión donde vivía, abrió una puerta por error y se encontró con el mundo de lo que pudo ser, con la vida que hubiera vivido junto a la bella Wei. Pudo acceder a unos aposentos en los que ardían pebeteros con esencias de exquisito aroma. Wei bailó para él y después le enseñó a encontrar unos placeres acerca de los cuales el perito Fóng-hu-tzi no estaba anoticiado.
Al amanecer, Fóng-hu-tzi regresó a su vida próspera junto a su mujer Han. Pero tomó la costumbre de atravesar cada tanto la puerta misteriosa. Con el tiempo, llegó a necesitar tanto de los estímulos de la danzarina que pasaba en aquel mundo días enteros, mientras su respetable familia lo buscaba por todas partes.
Un día, al abrir la puerta de los placeres, se encontró en medio de una áspera orgía. Su amada Wei lo recibió con entusiasmo y lo hizo participar de todos los excesos de la fiesta. Cuando todos estaban borrachos o trastornados estalló una pelea y Fóng-hu-tzi fue herido. Despertó en un callejón desconocido, recorrió las calles tratando de encontrar su casa pero nadie lo conocía, ni a él ni a su poderosa familia. La ciudad misma era otra y los funcionarios administrativos respondían a un emperador cuyo nombre nunca había oído.
Fóng-hu-tzi sintió hambre y frío y tuvo que mendigar. Solo y sin amigos, llamaba a las puertas de las casas para pedir un poco de mijo o una moneda.
Pasó el tiempo. Fóng-hu-tzi envejeció y se debilitó. Una tarde de invierno, unos mercaderes lo dejaron pasar la noche en su casa. En plena oscuridad, abrió una puerta por error y vino a dar a uno de los pasillos de su vieja mansión, aquella que compartía con la hija del funcionario imperial. Fue reconocido con enorme dificultad. Han, su esposa, estaba vieja y un poco demente. Sus hijos habían tomado el control de la casa y casi no lo recordaban. Por lo demás, nunca creyeron del todo la historia de lo que le había sucedido en esos años.
Fóng-hu-tzi fue confinado a unas habitaciones lejanas y murió poco después. Uno de sus hijos buscó en vano la puerta que su padre citaba: todas las que abrió daban a su mundo, a su presente, a su destino.
Una versión distinta de esta historia aparece en el Registro de Sucesos Prodigiosos. Allí se cuenta que Fóng-hu-tzi debió decidir en su juventud entre una carrera en la administración y un futuro de cantor, poeta y limosnero.
A pesar de su espíritu libre, Fóng-hu-tzi cedió a las presiones familiares y emprendió el camino de los honores burocráticos.
Anciano ya y desengañado del mundo de la política, se encontró con el mago Ts'üán, quien le ofreció ver en el fondo de una fuente el mundo de lo que pudo ser.
—Te mostraré dónde estarías ahora si hubieras sido cantor y poeta.
Fóng-hu-tzi miró en el fondo de las aguas y se vio a sí mismo, anciano ya, desengañado de las falsas libertades del canto y la poesía y consultando al hechicero Ts'üán, para que le permitiera ver qué hubiera sucedido de haber elegido el camino de la administración imperial.
E
l conde Soderini, en las puertas de la vejez, mantenía un aspecto lozano y digno. Había sido un guerrero temible, un jugador valiente y un viajero aplicado.
En la China, le habían enseñado unas destrezas eróticas que —según se dice— le permitían honrar a docenas de damas sin perder la disposición viril.
Los sacerdotes de Heliópolis lo habían adiestrado en la preparación de elixires y en el manejo de la cítara.
Los años no habían aplacado los fuegos de su alma. Sin embargo, en la tarde de la vida, había ido reemplazando los duelos por la docencia. Algunas veces acudían a él jóvenes estudiantes o aventureros bisoños a pedirle alguna clase de consejo. El conde acostumbraba a recibirlos en la intimidad de su estudio. Allí tenía un espejo azul, en cuya luna podía ver el pasado y el porvenir.
Una noche, el príncipe Giuliano de Médicis le dijo con amargura:
—Los hombres más sabios que conozco describen el mundo como si no tuviera sentido. Ninguna conducta parece suficientemente ventajosa, todo es pasajero y banal. Lo que más nos entusiasma es prolegómeno de la desilusión. Se me ha enseñado que los reyes caen, que la ciencia nunca contesta la última pregunta y que las riquezas oprimen a quien las posee. ¿Por qué la inteligencia nos aleja de la esperanza? ¿Es que no hay en la vida algo que valga la pena? ¿Es que no hay una gloria cuyo precio no parezca finalmente abusivo? Quiero apostar, conde Soderini. Tengo dinero, poder, fuerza y juventud. Dígame por favor en qué debo gastar esta fortuna. Dígame cuál entre las cosas de este mundo es la más valiosa.
—El amor —dijo el conde—. Sólo existe el amor. Las otras cosas nobles apenas sirven para dignificarlo. El amor es el que impulsa al artista a buscar los lenguajes que expresan la belleza. El amor impulsa al héroe a retemplarse en el riesgo. Y el amor es la respuesta al indagador de secretos, porque es la explicación de todos los misterios. Es allí, Giuliano, donde debemos gastar nuestros escudos y nuestros años. Algunos hombres jamás lo encuentran. Para otros es apenas una estrella fugaz que ilumina un año, un mes, una semana o un día de sus vidas. Pero ese destello efímero da significado a la existencia toda. Bienaventurado el que puede sentir en su carne y en su espíritu el fuego de esa chispa.
—¿Usted lo ha sentido? —preguntó Giuliano.
El conde miró el fondo del espejo y vio los ojos de Lucía, la inconstante Lucía. Vio también su abandono una tarde de primavera, a orillas del Arno. Después, entre reflejos azulados, se dibujó la indiferencia de la hermosa ante las magias, los poemas y la música. Finalmente, Soderini alcanzó a percibir, perturbado por el prisma de sus lágrimas, el desprecio irremediable, la humillación, el insulto y los pasos de ella acompañando a su marido, un mercader de Volterra. Entonces, con voz firme contestó:
—Sí, lo he sentido. Por fortuna.
NOTASL
os Hombres Sabios llegaron al anochecer. Estaban todos los que conocíamos y también algunos a los que no habíamos visto nunca.—¡Silencio! —gritó un loro.
—¡Silencio! —repitieron los Hombres Sabios.
El más anciano se subió a una silla y leyó un papel arrugado.
—Dentro de unos instantes, unos estallidos simultáneos abrirán agujeros en estas infinitas instalaciones. Durante años hemos rastreado las paredes que lindan con el exterior. Sabemos cuáles son los muros tras de los cuales está la libertad. Todo será fácil.
—¡Basta de repeticiones! —dijo un sabio.
—¡Basta de repeticiones! —dijeron todos.
El anciano pidió silencio y luego, con aire solemne, preguntó:
—¿Quiénes quieren acompañarnos en nuestro viaje hacia la libertad?
Algunos levantaron la mano. Otros ni siquiera prestaron atención. El Narrador, el coro y las prostitutas más hermosas estaban entre los más entusiasmados.
Al rato se oyó un modestísimo estampido.
—¡Ha sido la explosión!
—¡Aquí! ¡Aquí! —Ada, la bruja, descubrió una abertura en el fondo del salón.
—Vámonos, salgamos —dijo el sabio más anciano.
—¡Abajo el determinismo! —repitieron los loros.
Uno a uno fueron pasando por el hueco. La pared ciertamente era muy endeble. Con unas cuantas patadas, el agujero se hizo tan grande como una puerta. Mientras los fugitivos lanzaban gritos de victoria y despedida, el resto de los parroquianos volvía a sus holganzas habituales.
El grupo caminó un rato en la más profunda oscuridad. Después siguieron por un largo sendero bordeado de árboles. Anduvieron junto a un arroyo y justo al amanecer llegaron a una cascada. Un poco más tarde se detuvieron a descansar en un bosque. Reanudaron la marcha al anochecer. Cerca de la medianoche encontraron una playa y se sentaron en la arena, bajo el brillo de las estrellas.
—Es inútil —se lamentó el más viejo de los Hombres Sabios.
—Nunca saldremos de aquí —repitió el loro.
El Narrador, a la luz de un fósforo, empezó a leer con voz temblorosa.
[1]
Esta humilde edición proviene de la copia de Dimas Santángelo, un anciano envidioso que tuvo en su poder los libros del Narrador y que los corrigió cruelmente, sólo para menoscabarlos. Se molestó, eso sí, en anotar las improvisadas canciones con que retrucaban cada historia los belicosos cantores del Coro del Bar.
[2]
Esta palabra es reemplazada en cada ocasión, conforme a la circunstancias (trenes, uvas, astros, nada, calma, etc.).
[3]
Ningún punto de la Tierra se encuentra a treinta y cinco mil kilómetros de otro, en línea recta. Un círculo máximo mide 40.074 km. De este modo, la máxima distancia posible entre dos lugares es de 20.037 km.
(Nota de Dimas Santángelo)
[4]
Es decir,
Feng-shui
.
[5]
Significa que el árbol tenía un diámetro de casi cinco cuadras.
(Nota de Dimas Santángelo)
[6]
Lo mismo sucedió cuando Helio permitió que su hijo Faetonte condujera el carro del Sol.
(Nota de Dimas Santángelo)
[7]
Llama la atención que el detalle no hubiera sido previsto por la divinidad. Bastaba con entregar nueve flechas.
(Nota de Dimas Santángelo)