El caso es que el rey los convocó a todos y les ordenó que buscaran el mejor lugar de la Tierra para levantar la ciudad dorada. Una vez establecida la ubicación más apropiada, comenzó la construcción, que duró veinte años. Después, Saddad dispuso que se alzaran unas murallas inexpugnables. Esa obra se prolongó durante veinte años más. Entonces, el rey pidió a mil visires y a sus esposas, esclavas y eunucos que lo acompañaran a su paraíso.
Cuando les faltaba muy poco para llegar a Iram Zat Al-Amad, un grito terrible descendió del cielo y su sonido fue tan poderoso que todos murieron. La ciudad está hoy deshabitada y si un viajero la encuentra, puede llevarse todos los tesoros que hay en ella.
El emperador Han Wu Ti es recordado por sus conquistas, por los caballos que trajo del oeste, por la política llamada i-i-fa-i, que consistía en utilizar a los bárbaros para combatir a los bárbaros y por la emisión de unos billetes que valían cuatrocientas mil monedas de cobre y que estaban hechos con piel de venado blanco.
Allá por el año 90 AC, Han Wu Ti llegó a Hsuan, en el reino meridional. Los ancianos lugareños se apresuraron a informarle que en ciertos campos de aquella región había hierbas de jade y plantas de oro. También le contaron que algunos señores de Hsuan poseían un incienso notable, bajo cuyo influjo nadie moría.
Así, en algunas casas, había una permanente bruma que mantenía vivas a las personas. El emperador recibió cuatro onzas de aquella mágica sustancia. Pero por olvido o escepticismo jamás la usó.
En cambio, un funcionario de Hsuan, que se daba aires de inmortal, vivía envuelto en la niebla que manaba de su incensario. Jamás salía de su residencia y un ejército de servidores se encargaba de mantener encendidos los tizones. Pero una vez, por un descuido, entró una brisa por la ventana y arrastró la bruma de la vida perpetua.
El funcionario, que tenía más de trescientos años, respiró el aire fresco y murió instantáneamente.
La ciudad de Kai, en la región central de la China, está perpetuamente cubierta por una densa niebla. En los días despejados, la visibilidad alcanza a los cinco metros, pero en la mayoría de las jornadas ningún hombre puede ver las palmas de sus manos.
Es difícil llegar a Kai. Los jefes de las caravanas que atraviesan el Asia juran que en esa región todo cartel es invisible. Es cierto que los conductores de caravanas son analfabetos y también es verdad que desde hace muchos años no existe en la región cartel alguno. Así, muchos viajeros han atravesado la ciudad de Kai sin verla. Estudiantes de meteorología han oído decir que la niebla de Kai es tan espesa que hay que hacer fuerza para atravesarla. Los niños se dejan caer hacia adelante y llegan al suelo suavemente, sin dañarse.
El periodista francés Jules Garnier escribió que la niebla existe inclusive en el interior de las viviendas. En una de sus crónicas para Le Fígaro, Garnier divierte a sus lectores contando las dificultades que tuvo en una modesta pieza de pensión para hallar su taza de noche. Este dato es seriamente cuestionado por el antropólogo inglés Herbert Chorley, quien garantiza que el episodio no ocurrió en Kai sino en el hotel «Las cuatro plumas» de Calcuta, donde por temor a los robos no colocan escupideras en las habitaciones.
A principios del siglo XX, la población de Kai aprovechaba los días feriados para concurrir a la playa llamada Sha Kang, junto al río Wu. Llevaban botes de goma, trajes de baño y disponían su ánimo para hacer toda clase de abluciones. En 1961, unos geólogos holandeses descubrieron que por allí no pasaba ningún río.
La decepción de los bañistas fue total. Hoy en día, casi nadie va a la playa de Sha Kang.
Los habitantes de Kai tienen relaciones interpersonales muy pobres y confusas a causa de la enorme dificultad que existe para reconocer a los individuos.
Los sabios del lugar consideran que es preferible no diferenciar a una persona de otra y que las relaciones de parentesco y amistad son —después de todo— una colección de prejuicios y privilegios sin sentido.
Ni siquiera es necesario diferenciar el «yo»: en la región de Kai, se habla sin pronombres y la tendencia general es no poner nombres a los niños y dejar que la educación, la alimentación y el afecto sean obras del azar y de la niebla.
La propiedad privada fue abolida en 1730. Cualquiera puede volver a cualquier casa y dormir en cualquier cama.
En 1994, el gobierno de Pekín envió una comisión de funcionarios para hacer un censo y poder cobrar impuestos. Los funcionarios se perdieron y nadie supo jamás de ellos.
Cuando los habitantes de Kai van a otras ciudades y observan caras y cuerpos y se observan a sí mismos, enloquecen por completo.
Los pocos viajeros que salen al exterior suelen llevar consigo un vaporizador que produce una densa niebla individual, en medio de la cual se hallan más a gusto.
PREMIOSU
na noche, el más viejo de los Hombres Sabios entró tambaleándose a uno de los salones. Con clásica voz de borracho declaró:—Después que Orestes mató a su madre Clitemnestra, las Erinias lo volvieron loco. El pobre muchacho mugía como un toro y ladraba como un perro. Había, si bien se mira, cenizas de racionalidad en su demencia. Un loco más completo hubiera mugido como un perro y ladrado como un toro.
Los parroquianos le dieron monedas pero los ladrones se las arrebataron y huyeron al galope. Entonces el viejo volvió a recitar.
—El bar es endeble. Sus muros parecen de piedra pero son de cartón. Para salir basta con no aceptar los caminos señalados por el arquitecto. Hay que desoír el régimen de las puertas y los pasillos y recurrir al agujero liso y llano. Derribar paredes es la estricta solución.
El loro repitió exactamente aquellas palabras.
—Violar las reglas es la forma digna de resolver enigmas capciosos.
E
n las oscuras épocas anteriores al ilustre emperador T'ang T'ai-tsung, los premios, las recompensas y condecoraciones eran consideradas gestos magnánimos y casuales de la autoridad y aún no se había establecido una etiqueta, una pompa y una forma consagrada para su entrega y aceptación.
Pero a partir de la reorganización de la administración pública, el auge de los honores y las distinciones, particularmente en ámbitos artísticos o académicos, fue generando regularidades, protocolos y códigos que poco a poco vinieron a desembocar en un nuevo género artístico: el agradecimiento de premios.
Al recibir cualquier clase de honra, era costumbre que el beneficiario preparara una declaración de gratitud. Con el tiempo, estas piezas oratorias fueron creciendo en complejidad y exigencia. Al principio, casi todos los discursos consistían en protestas de humildad. Luego se comprendió que declararse indigno de un don de la Administración era, en cierto modo, dudar de su justicia. Se hizo necesario, en consecuencia, mantener un delicado equilibrio. Algunos poetas pensaron que las palabras de agradecimiento debían mostrar inequívocamente el talento que se había distinguido. Escribieron entonces mejores versos para agradecer que para merecer. El público culto prestaba atención aun a los más ínfimos certámenes porque sabía que de allí iban a surgir palabras agradables.
Hasta tal punto llegó la fama de estas composiciones que muchos sabios consideraron que el trabajo previo a la distinción, es decir, los libros escritos, los años consagrados a la enseñanza, la función pública, las obras hidráulicas, la invención de adivinanzas o la construcción de jardines no eran sino un paso anterior, una mera preparación —indispensable, eso sí— de su verdadera destreza artística, que no era otra que la de agradecer premios. Muchos vieron frustrada esa vocación por la terquedad de autoridades, jurados y funcionarios que se negaban a reconocerlos, postergando el nacimiento de piezas excelentes, a veces de un modo perpetuo. En vista de estas dificultades, algunos poetas resolvieron prescindir de esta primera y enojosa etapa, que a veces insumía la vida entera, para encarar directa y valientemente el agradecimiento de medallas que nadie había pensado siquiera en otorgarles. Esto provocó la alarma de muchos funcionarios de todo el Imperio, que se apresuraron a repartir galardones a fin de que nadie viera frustrada su inclinación artística por un mero requisito burocrático.
En algunas provincias se llegaron a entregar, como estímulo a la juventud, condecoraciones a cuenta de realizaciones futuras. En el año 800, al obtener una alta calificación en sus exámenes, el poeta T'ou Lo-t'o escribió:
La masculinidad se apronta antes de la orgía,
el ascenso administrativo es presagio del verso memorable.
En los años anteriores a la revuelta de An Lu-shan, los artistas chinos vivían pendientes de los premios. Los consideraban como manifestación inequívoca del destino y creían en ellos sin ninguna clase de duda. En el año 845, el emperador Hui-ch'ang estipuló un premio al mejor agradecimiento de premios. Pero la multiplicación de distinciones, que es propia de las administraciones decadentes, fue degradando el prestigio de esta clase de honores que, en los últimos años de la dinastía T'ang, estaban al alcance de cualquiera.
Las personas demasiado ingenuas suelen creer que la relación entre los méritos profesionales y el laurel debe ser exacta. La verdad es que ambos senderos siguen un recorrido independiente y si alguna vez se cruzan es por pura casualidad.
Siendo adolescente, Manuel Mandeb copió un texto de Germán Berdiales y ganó el premio a la mejor composición sobre el hornero. Abrumado por la culpa, rechazó la distinción con palabras que aún hoy se recuerdan: «Dedicamos todo nuestro esfuerzo, señor rector, a construir una sombra que a veces es engañosa. Como los magos, movemos tres dedos y producimos la ilusión de un caballo. Y en algún punto la sombra es más importante que nosotros mismos. Vivimos en tercera persona. Componemos unas conductas que aspiramos a que se proyecten como admirables para los demás. Y nosotros mismos nos convertimos en espectadores de nuestra propia vida: nos miramos el domingo a las siete de la tarde, señores padres, y nos gusta lo bien que quedamos tristes. Pero no estamos tristes. No es lo mismo estar triste que mirarnos y complacernos con la tristeza de esa sombra que somos nosotros. Ahora, ¿cómo advertir la diferencia entre lo que uno verdaderamente siente y piensa y lo que uno ha construido para esa sombra, para ese él en que ha venido a convertirse el yo? Tal vez esto mismo que estoy diciendo no es lo que verdaderamente pienso sino lo que me parece elegante pensar. No, señor rector, no admitiré que mi sombra reciba un premio».
Diez años después, el mismo texto sobre el hornero alcanzó un premio en los Juegos Florales del Club Claridad de Ciudadela y el poeta Jorge Allen lo aceptó con estas palabras: «La vida no es como el teatro. En el teatro todos los actos sirven a una simetría, a un acorde, a una señal previa. En el teatro los oráculos se cumplen, las últimas palabras son dichas, la tragedia se dibuja nítida. La vida es desprolija y termina en cualquier parte, mucho antes del último acto. No siempre hay recompensa para nuestros aciertos ni castigo para nuestras iniquidades. Ante esta realidad, las autoridades aquí presentes y aún las que están ausentes deben ejercer una dramaturgia edificante. Deben poetizar premiando».
En el siglo IX, en P'ing-ch'uan, el jardinero Fou, que era un artista excelente, construyó el célebre jardín del estadista Li Te-yu. Tenía montañas agrestes, árboles, flores de maravilla, riachuelos, estanques y canales que reflejaban el cielo y pabellones construidos para entrar en contacto con los inmortales. Li Te-yu quiso recompensar a Fou y su recompensa fue un permiso para visitar el jardín una vez por año. Al principio lo recibían con la mayor ceremonia pero con el tiempo el trato fue cada vez más distante, hasta que en el año 850, ya muerto Li Te-yu, le prohibieron la entrada y le explicaron que los jardines son obra de la naturaleza.
PUERTASCORO
Nuestros méritos son secretos,
aun para nosotros mismos.
Nunca sabremos lo que hemos merecido
porque no hay un jardín
para los buenos versos
ni un fuego eterno para los malos.
I
En el barrio de Floresta, bordeando las vías del ferrocarril, hay un corredor oscuro al que dan los fondos de algunas casas. Si uno se cuela por un cierto agujero del alambre tejido, aparece en el interior de un barrio oculto al que es imposible llegar transitando las calles convencionales. El visitante se encuentra enseguida con unas magníficas mansiones rodeadas de árboles, con unas fuentes artísticas y con unos senderos de grava de curiosos diseños. Los hombres se cruzan, al poco rato, con unas deliciosas muchachas. Después de breves sonrisas, aparecen padres adinerados que ofrecen al peregrino a alguna de sus hijas en matrimonio. Los hombres aceptan y viven felices durante largos años en aquel barrio.
A cada visitante le nacen cuatro hijos: todos ellos llegan a ser cantores de tango o secretarios de algún ministerio. Ante tanta dicha, ningún visitante desea regresar a su mundo anterior. Pero un día cualquiera, unos funcionarios lo expulsan violentamente y lo devuelven al anodino corredor de Floresta. Los hombres exonerados viven el resto de su vida llorando su desgracia y a veces son trasladados a otro barrio, también oculto pero triste, que les está especialmente destinado.
II
El mago Yehudi Ben Ramban vivía en un palacio con cinco mil ciento treinta habitaciones. Muchas de ellas eran, en realidad, aposentos en los que se alojaba el pasado.
Todas las tardes el mago recorría las Edades a su antojo. Le bastaba abrir una puerta para dialogar con los antiguos profetas, para admirar la belleza de la reina de Saba o para escuchar el canto de Orfeo.
Cuando se hallaba melancólico, visitaba las habitaciones de su infancia, se veía a sí mismo como un niño y nunca dejaba de regalarse golosinas. Las habitaciones de los pisos superiores eran el futuro, pero el mago casi nunca las visitaba. No siempre se encontraba lo mismo en su interior. Casi todas las luces estaban apagadas y las personas que las habitaban cambiaban constantemente de aspecto y de forma.
El mago tenía una llave maestra que abría y cerraba con la mayor seguridad cada una de aquellas piezas. Un día tuvo la desgracia de olvidar esta llave en un rincón de la antigua Roma. Unos centuriones borrachos abrieron todas las puertas del palacio. Los sucesos del pasado y del futuro se mezclaron en los pasillos y se presentaron en la alcoba de Yehudi Ben Ramban que estaba ubicada en el presente. El hechicero vio comparecer ante sí a todas las Horas en asamblea simultánea. Al observar aquel prodigio no tuvo más remedio que morir. Al poco rato, las figuras del pasado y el porvenir se fueron afantasmando y, al caer la noche, el palacio estaba desierto.