Atlántida (10 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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—¿Y cuál es ese camino?

—Debes hallarlo dentro de ti. Las cartas sólo ponen ante tus ojos lo que ya sabes en el fondo de tu corazón.

Gabriel dio la vuelta a la primera de las cartas de la pila del futuro. Era el tres de copas, y estaba al revés. Se quedó pensando en cómo utilizarlo.

—Comunidad y amistad, pero puestas al contrario.

Gabriel volvió a mirar las manos de Iris. No llevaba ningún anillo. Sin embargo, sospechaba que tenía pareja o la había tenido hasta hacía poco. Era demasiado atractiva para estar sola mucho tiempo.

—Hay una persona importante en tu vida. Muy importante. Pero la relación que tienes con esa persona no es satisfactoria para ti, al menos en este momento.

—¿Cómo lo sabes?

Había muchas respuestas posibles para la pregunta de Iris.

Primera: de estar satisfecha no habría acudido a un vidente.

Segunda: según la estadística, a los treinta años las probabilidades de ser infiel a la pareja se multiplican, y también es cuando se producen más divorcios.

Tercera: por alguna estúpida razón, Gabriel no quería que la relación de Iris con su pareja fuese satisfactoria.

Nada de esto le dijo, por supuesto.

—Eres tú quien lo sabe, Iris, y quien me lo está contando por medio de las cartas. Yo soy un simple intermediario.

Gabriel descubrió otra carta. La Gran Sacerdotisa. —En tu interior se alberga un gran potencial latente. Pero no lo has desarrollado del todo porque ciertas personas a tu alrededor te coartan. —Gabriel acababa de recurrir a una «afirmación Barnum» que prácticamente podía aplicarse a cualquier persona. —Eso es verdad.

La Gran Sacerdotisa sugiere que ese potencial latente…

—¡Qué gracia! Él me llama así. Es increíble… «Y tan increíble», pensó Gabriel, decidido a aprovechar su suerte.

—Tu pareja…

—Es mi novio.

—Así que tu novio te llama «Gran Sacerdotisa».

—Dice que tengo ideas muy místicas, y que parece mentira que me dedique a la ciencia. Bueno, también me llama «Madre Gaia», aunque lo que menos soporto es que me diga
«kanina».

—Hablábamos de tu potencial dormido. En realidad, creo que eres muy buena en lo que haces.

Ella acababa de decir que se dedicaba a la ciencia. ¿A cuál en concreto? No tenía aspecto de ratita de laboratorio ni de biblioteca, sino de moverse al aire libre. «Su novio la llama Madre Gaia». Gabriel pensó que aquel comentario debía referirse a la llamada «hipótesis Gaia», según la cual la Tierra era un sistema complejo que se autorregulaba y conseguía mantener las condiciones necesarias para la vida. Para algunos la propia Gaia, a su manera, era un ser vivo.

De modo que el trabajo de Iris guardaba relación con la ecología. Mientras pensaba, Gabriel le dio la vuelta a otra carta.

—Tu trabajo es interesante. Te mueves al aire libre… —Normalmente sí.

—Estás muy unida a la tierra, y te relacionas con la Naturaleza. Veo un lugar que…

SANTORINI

Gabriel levantó la mano de la carta como si le hubiera picado una serpiente. Al hacerlo movió el flexo, que le deslumbró un instante. Intentó doblar de nuevo el tubo metálico para apartar la luz de su rostro, pero Iris le agarró la mano y no le dejó.

—¿Cómo sabes eso?

—¿El qué?

—Lo de Santorini.

Sin darse cuenta, Gabriel lo había dicho en voz alta. Ahora se estaban mirando a los ojos, y por primera vez Iris podía ver los suyos. Gabriel trató de controlar la emoción.

Le había vuelto a suceder.

Por segunda vez en su vida, había
visto
dentro de la mente de otra persona. Como un fogonazo amarillo, el nombre de Santorini se había materializado en su mente.

Lo que le acababa de ocurrir era inexplicable, pero Gabriel llevaba casi treinta años intentando explicárselo. Debido a aquella primera vivencia telepática con Valbuena, su profesor de historia, sus intereses se habían dirigido a la parapsicología y las ciencias ocultas. En cierto modo, por culpa de aquella experiencia había tirado su vida al desagüe.

Y ahora le ocurría de nuevo.

«Sólo que ahora ya no puedo caer más bajo», pensó. No tenía nada que perder.

—Ya te lo he dicho, Iris. —Intentó que su voz sonara tan neutra como una pila descargada—. No puedo saber más que lo que tú misma sabes.

—Estoy trabajando en Santorini. Me encontraba allí cuando me llamaron por lo de mi padre.

Un acierto como aquél habría bastado para terminar la sesión y cobrar su tarifa, y hasta el doble o el triple. Pero ahora era Gabriel quien quería saber más sobre Iris. ¿Qué había unido sus mentes durante aquel instante? ¿Por qué se había repetido el mismo fenómeno que había experimentado en el examen de Valbuena?

«Madre Gaia». Iris se dedicaba a una ciencia relacionada con la Tierra, y trabajaba en Santorini. Gabriel había consultado información sobre Santorini para uno de sus libros: según ciertas teorías Platón se inspiró en ese lugar para el mito de la Atlántida, pues hacía más de tres mil años había sufrido un cataclismo volcánico en el que buena parte de la isla se había hundido bajo las aguas.

«Ella es islandesa». Islandia, tierra de volcanes. Decidió arriesgar.

—Eres vulcanóloga.

—¡Sí! ¡Es increíble!

Iris estaba feliz. Quería creer en las cartas. Quería creer en él.

—Ha llegado el momento de atisbar el futuro, Iris.

Gabriel dio la vuelta a la primera carta del último montón. La Luna. Apenas la miró.

—¿Has tenido últimamente una sensación de desastre Inminente? ¿La impresión de que va a ocurrir algo malo?

Iris volvió a ponerse la mano sobre el esternón y asintió.

—Me siento un poco estúpida. Estoy convencida de que va a pasar algo terrible, pero Finnur me dice que soy una aprensiva y que exagero mucho los síntomas.

—Te refieres… a tu trabajo.

—Sí, eso es.

—Temes que el volcán de Santorini entre en erupción mientras estáis allí. Temes que vuestras vidas corran peligro.

—Temo algo mucho peor.

—¿Qué puede ser peor que la erupción de un volcán?

—Una cadena de erupciones.

—Ahora soy yo el que no entiende —confesó Gabriel. Aquello había dejado de ser una lectura en frío para convertirse en algo que ya no controlaba.

—Yellowstone, Long Valley, los Campi Flegri. ¿Te suenan esos nombres?

—Algunos de ellos —contestó Gabriel. Yellowstone era conocido por todo el mundo, y todavía recordaba la entrevista en la que aquel científico de la barba blanca había alertado sobre el peligro de los Campi Flegri.

—Son supervolcanes, y cada uno de ellos podría matar por sí solo a millones de personas y cambiar el clima terrestre.

—¿Es que pueden entrar en erupción todos a la vez?

—Estadísticamente no debería ser así. Es un suceso tan improbable que, aunque hay señales de aviso, la mayoría de los vulcanólogos piensan que no puede ocurrir. —Iris meneó la cabeza—. Pero lo cierto es que algo muy raro está pasando.

«Empiezo a creer que sí», pensó Gabriel. Iris tragó saliva y añadió:

—Si nadie lo remedia, creo que los humanos vamos a desaparecer de la faz de la Tierra.

Madrid, barrio de Salamanca

No pain, no gain. No pain, no gain…

Tumbado en una esterilla, Saúl Alborada apretó los dientes para aguantar la siguiente andanada de abdominales. Cuando los electrodos adhesivos transmitieron la corriente del estimulador, los músculos de su estómago y su vientre se contrajeron. A veces se ponían tan tirantes que llegaba a temer que se desgarraran. Pero cuando después pasaba los dedos por encima y notaba el relieve, tan marcado como las tabletas de chocolate que jamás se permitía comer, pensaba que merecía la pena. Aún usaba la misma talla que cuando tenía veinticinco años y jugaba al fútbol en Segunda División.

No pain, no gain.
No hay ganancia sin dolor.

Mientras sus abdominales sufrían, Alborada buscaba los últimos titulares en la pantalla del salón. Una de las normas del código Alborada, clave de su éxito en la vida, era hacer siempre dos cosas a la vez. Al menos.

Anomalía magnética a nivel mundial.

La corriente eléctrica cesó durante un rato. Alborada aprovechó para seleccionar la noticia y ampliarla en la pantalla. En Canadá habían muerto casi treinta ballenas por culpa de aquella anomalía, que las había desorientado. También se habían producido desperfectos en muchos equipos electrónicos.

Según las declaraciones de una científica entrevistada para reportaje, aquella anomalía podía ser la antesala de una inversión del campo magnético de la Tierra. Alborada, Que no tenía noticia de que tal fenómeno pudiera ocurrir, subió el volumen.

«Sabemos que en el pasado el campo magnético de la Tierra ha sufrido inversiones, de tal manera que el Polo Norte magnético ha estado en la Antártida y el Polo Sur cerca del Ártico. La última se produjo hace 750.000 años».

«¿Qué ocurre durante esas inversiones?»,
preguntó el periodista.

« El campo magnético de la Tierra nos protege de las partículas de energía más peligrosas emitidas por el Sol, desviándolas Inicia los polos, donde producen el espectacular fenómeno conocido como "aurora boreal". En el caso de una inversión, es muy posible que el campo magnético quede anulado durante un tiempo indeterminado».

La corriente eléctrica lo atacó casi por sorpresa. Alborada se arqueó y apretó los abdominales.
No pain, no gain…

Aquella posible inversión magnética era un asunto interesante. Podían enfocarlo de forma seria en
Kosmonoesis,
el programa científico de referencia de la cadena. Y de forma sensacionalista en la basura de
Ultrakosmos,
que era el más rentable.

Su móvil sonó en ese momento. Alborada puso el electroestimulador en pausa y consultó la pantalla. El número le era desconocido.

—Saúl Alborada-contestó.

—Buenos días. Siento molestarle a estas horas. Soy Adriano Sonsa. Le llamo de parte de Sybil Kosmos.

Al oír el nombre de Sybil, la famosa
SyKa,
el estómago de Alborada se encogió. Había pasado una semana de
aquello,
y al no tener noticias de ella casi había llegado a creer que no había ocurrido, que la violación era una ilusión, un falso recuerdo.

El hombre que hablaba por el móvil era moreno, vestía un traje oscuro y tenía el cabello recogido con una coleta. Por un momento, Alborada pensó que era el mismo tipo que conducía la limusina el día en que conoció a Sybil. Pero aquél tenía una dentadura muy extraña, con dientes de cristal que despedían destellos de colores. ¿Serían gemelos?

—Le escucho.

—Ella quiere verle cuanto antes en su casa. Tiene pistas sobre un misterioso documento llamado códice Voynich en el que está muy interesada, y cree que usted puede ayudarla a encontrarlo.

—La que se encarga de los misterios es mi mujer —respondió Alborada. Marisa seguía siendo redactora de
Ultrakosmos,
algo que a él no le hacía mucha gracia, pues despreciaba aquel programa.

—Sybil quiere verle a usted. Cuanto antes. Le envío la dirección.

Alborada recibió dos archivos. Uno era un mensaje de texto. El otro era un vídeo. Aunque sospechaba y temía lo que se iba a encontrar, lo abrió. Cuando se vio a sí mismo en el despacho de Sybil Kosmos, tumbado encima de la joven, se apresuró a cerrarlo. De pronto había empezado a sudar frío.

—Dígale que estaré en una hora —dijo.

Después de colgar, apagó el electroestimulador, se estiró en el suelo y cerró los ojos. No estaba de humor para completar la serie de abdominales.

«No. No voy a cambiar mis rutinas por nada», se dijo. Volvió a encender el aparato y se castigó por su momentáneo arrebato de dejadez subiendo la corriente diez puntos más.

¿Qué demonios era el códice Voynich y qué tenía que ver con él? Mientras seguía con los abdominales, hizo una búsqueda en el móvil y la pasó a la pantalla de la televisión.

El códice Voynich se llamaba así por Wilfrid Voynich, un librero americano que lo había comprado a principios del siglo XX. Se trataba de un libro escrito a mano en un alfabeto desconocido que llevaba siglos derrotando a todos los criptógrafos que intentaban descifrarlo. Ni siquiera las poderosas herramientas informáticas de finales del XX y principios del XXI habían conseguido penetrar en sus secretos.

Muchos estudiosos pensaban que no había secretos, que el manuscrito era la broma pesada de alguien que quería burlarse de la posteridad proponiendo un acertijo sin solución. A Alborada, que jamás había perdido el tiempo en su vida, no le cabía en la cabeza que alguien se molestara en escribir a mano un galimatías de más de 240 páginas simplemente por divertirse.

«¿Y si está escrito en un idioma que ya no existe y además encriptado en una clave secreta?», pensó Alborada. O peor, ¿y si el autor había utilizado más de una clave y más de un idioma? En tal caso, la pesadilla para los descifradores estaría garantizada.

Cuando vio en la pantalla las primeras palabras del códice,

por un momento se preguntó si no estaría contemplando una fórmula secreta que explicaba el origen y el significado del Universo, algo así como el verdadero nombre de Dios.

«Paparruchas», se dijo. «Eres un hombre racional».

Según los datos de Internet, lo último que se sabía del códice Voynich era que el abuelo de Sybil, Spyridon Kosmos, había comprado el original pagándole una buena suma a la Universidad de Yale. De modo, pensó Alborada, que el interés de SyKa le venía de familia.

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