Pero el toque magistral de Valbuena era que dictaba las preguntas de una en una, con una separación de dos minutos cronometrados. De esa manera, el alumno podía ir contando las cuestiones que había contestado bien, las que no, las dudosas…, y sufrir hasta el final de lo que, más que un examen, era una ordalía.
En aquella ocasión estaban en mayo. Gabriel quería aprobar COU y la Selectividad porque, si lo conseguía, sus padres le darían permiso para ir a la playa con Herman y otros dos amigos.
El último examen de todos era el de Valbuena. Los minutos fueron pasando y, para cuando llegaron a la novena pregunta, a Gabriel las cuentas no le salían demasiado bien. Tenía cuatro cuestiones en las que estaba seguro de que había acertado y había dejado cinco en blanco. Todo dependía de la última.
En aquel examen, Valbuena se había cebado especialmente con la época del colonialismo. Gabriel no dejaba de preguntarse para qué tenían que aprenderse de memoria el reparto de África si a España no le había correspondido casi nada.
Él, en concreto, se había saltado aquel tema. Tenía prisa y le costaba mucho memorizar las correspondencias entre países africanos y europeos. Como haría siempre a lo largo de su vida, había decidido racionar su esfuerzo. Tan sólo era una lección entre cinco más. ¿Quién iba a prever que Valbuena elegiría la mitad de las preguntas de allí?
Se cumplieron los dos minutos. Valbuena seguía de pie, con las manos enlazadas tras la espalda, y miraba fijamente a Gabriel. Podía ver que se había dejado en blanco todas las preguntas sobre África.
Por fin llegó el momento.
—¿Qué explorador de origen italiano fundó Brazzaville, la capital del Congo?
Ranilla, el empollón de la clase, levantó del papel sus gafas de culo de vaso para exclamar:
—¡Oiga, que eso no entraba!
Sonó un murmullo de indignación. Si lo decía Ranilla, que se estudiaba hasta los pies de las fotos, era indudable que no entraba. Pero Valbuena frunció el ceño, lo señaló con el dedo como Zeus tonante y dijo:
—Señor Ranilla, fuera del examen.
—¡Que yo no he hecho…!
—
Fuera.
Ranilla, conteniendo unas lágrimas de rabia, le entregó el examen a Valbuena, quien lo rompió de forma ostentosa y lo tiró a la papelera.
Más tarde, la directiva del colegio aprobó a Ranilla puenteando a Valbuena, porque nadie quería verse en problemas con el padre. Pero de momento, al ver lo que acababa de hacer, a Gabriel le pareció ver cómo a Valbuena le crecían cuernos y rabo y le brotaba un tridente en la mano, e incluso le pareció notar el olor a huevo podrido del azufre infernal.
«No me voy a poder presentar a Selectividad», pensó, y un reguero de sudor frío empezó a correr por su espalda. Si aquel inconcebible desastre caía sobre él, le esperaba un verano entero encerrado en casa con los libros.
—Repito. ¿Qué explorador de origen italiano fundó Brazzaville, la capital del Congo?
Valbuena volvió a mirar fijamente a Gabriel, como si quisiera taladrarlo con los ojos.
Fue entonces cuando algo inexplicable pasó entre ellos, como una chispa eléctrica entre los hilos de una bujía. De pronto, un nombre penetró en la cabeza de Gabriel. Ni entonces ni después habría sabido explicar cómo. Simplemente, apareció en su mente, prístino y esencial como las ideas platónicas de las que solía hablarles Valbuena, y él se apresuró a escribirlo antes de que se borrara.
PIERRE SAVORGNAN DE BRAZZA
Estaba seguro de que no lo había oído mentar en su vida. Al ver que lo escribía, Valbuena dejó de parpadear durante unos segundos.
—Me suena por un documental de la segunda cadena —dijo Gabriel, que se sentía culpable de no sabía qué pecado.
Aquel examen acarreó consecuencias trascendentales para su vida. No por la nota: Valbuena reculó —«Es verdad, eso no entraba», reconoció, aunque no por ello se molestó en pegar con papel celo los fragmentos del examen de Ranilla—, y la décima pregunta envió a Gabriel a septiembre y lejos de la playa.
Pero lo ocurrido lo había obsesionado. Gabriel decidió estudiar Psicología para comprender por qué había sentido aquel contacto mental. Allí no averiguó nada fiable ni consistente sobre la telepatía, de modo que abandonó la carrera y decidió indagar por otros conductos que lo llevaron a la parapsicología y el periodismo de investigación.
Convencido de que la telepatía existía, puesto que él la había experimentado, fue volviéndose cada vez más intolerante con los falsarios que pretendían ejercerla. La búsqueda de la verdad en un terreno tan propicio a las mistificaciones estancó y acabó hundiendo una carrera que, de haber sido más cínico, podría haberlo convertido en un personaje famoso y haber multiplicado los ceros de su cuenta corriente.
No, Gabriel no le guardaba ninguna gratitud al profesor Valbuena. A la larga, aquel instante de telepatía había arruinado su vida, haciéndolo correr detrás de una quimera tan inalcanzable como el rayo de luna que perseguía el joven Manrique en la leyenda de Bécquer.
Pero ahora el rayo de luna había vuelto a asomar entre las ramas del bosque.
—¿Cómo iba yo a saber que trabajaba en Santorini?
—Casualidad.
—¡Casualidad! Como si no hubiera lugares en el mundo. Sólo en el Egeo hay decenas de islas. ¡Te digo que lo vi en su mente! ¿Es que no me crees?
Herman le miró a los ojos unos segundos. Por fin, agacho la cabeza y asintió.
—Vale, te creo.
—Menos mal.
—Pero ¿de qué te vale? Si ni siquiera la primera vez te sirvió para aprobar aquel examen. Olvídate de ello.
—¡Ahora es distinto! Esto significa que las cosas van a cambiar.
—¿Por qué?
Gabriel se quedó pensativo. Ni él mismo lo sabía, pero albergaba la convicción de que tenía que ser así, de que la experiencia que acababa de sufrir suponía una especie de cierre en bucle. Como si ambas intromisiones telepáticas, la que recibió a los dieciocho y la que acababa de sentir el día en que cumplía cuarenta y cinco, fueran dos paréntesis que clausuraban una etapa larga e improductiva de su vida.
Enrique volvió del servicio. Gabriel se calló. Aunque Enrique era más sensible que Herman y seguramente más inteligente, prefería no contarle nada. Si invirtieran la situación y Enrique le contara que había tenido no una, sino dos experiencias telepáticas, Gabriel no lo creería. Puestos a elegir entre la palabra de un amigo y las leyes físicas más ortodoxas, tenía bien claro dónde estaban sus prioridades.
—Os he pillado —dijo Enrique al captar aquel embarazoso silencio—. Estabais hablando de mí.
Pero su comentario era jocoso, y él mismo inició otra conversación. En ese momento, con un cuarto de hora de retraso, el camarero trajo los platos de Herman y Enrique. Gabriel empezó a salivar al oler las salsas que acompañaban al solomillo y al bacalao.
—Id comiendo, que se enfría —dijo—. No esperéis por mí.
Como era de esperar, Enrique se negó tan siquiera a coger los cubiertos por más que Gabriel insistió en lo contrario. Herman debió hacer propósito de imitar a su amigo, pero la buena intención le duró apenas quince segundos y enseguida se aplicó a la autopsia del solomillo.
—Oh, oh.
Al ver que fruncía el ceño, Gabriel auguró problemas.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó en tono resignado. Herman pinchó un trozo de carne y se lo enseñó a Gabriel.
—Le he dicho al camarero que quiero que el filete muja. ¿Se lo he dicho, o no se lo he dicho? ¿Vosotros me habéis oído?
Enrique y Gabriel reconocieron que sí.
—¿Le veis pinta de mugir a esta carne?
Aunque no estaba quemado, el solomillo, de dos dedos de grosor, mostraba en el centro tan sólo una estrecha franja de color levemente rosado. Ni el comensal más optimista habría podido etiquetarlo como «poco hecho».
—Vamos, Herman, no es para ponerse así —dijo Enrique.
—Dame a mí el solomillo y te comes mi steak tartar —se ofreció Gabriel—. Más crudo que eso no vas a encontrar nada.
—¡A mí no me gusta la carne cruda! ¡La quiero poco hecha, que no es lo mismo! ¡Por treinta euros tengo derecho a exigir matices!
Herman no hacía más que mirar hacia la puerta de la cocina, esperando que volviera a salir el camarero.
—Ahora, encima, tendré que esperar a que venga ese incompetente. ¡Pues no estoy dispuesto!
—No creo que tarde tanto. Tiene que traer mi segundo —dijo Gabriel.
Sin hacerle caso, Herman se levantó de la mesa con el plato en la mano y empezó a llamar con los nudillos a la claraboya de la puerta que daba a la cocina.
—Oh, Dios mío, qué vergüenza —dijo Enrique, tapándose los ojos.
El camarero que los había atendido salió con cara de pocos amigos.
—¿Qué ocurre, señor? ¿Algún problema?
—¿Cómo que qué ocurre? ¿Te acuerdas de cómo te pedí el solomillo?
—Perdón, señor, si me deja pasar…
El camarero, que llevaba en la mano izquierda el plato con el tartar, intentó sortear a Herman. Pero éste se movió a un lado y lo interceptó con su corpachón.
—¡Muy poco hecho! ¡Y subrayé el «muy»!
—Señor, si no le importa, tengo que hacer mi trabajo.
—Ah, ¿ahora pretendes hacer tu trabajo? ¿Ahora?
El camarero, desesperado de abrirse paso por las buenas, extendió la mano derecha para apartar a Herman.
Fue un error. Herman lo agarró por la muñeca y, en un movimiento increíblemente fluido para su corpulencia, cerró la llave sobre el hombro con la otra mano. Se oyó un crujido de huesos, y en un abrir y cerrar de ojos el camarero apareció estampado contra una pared, el plato acabó hecho añicos en el suelo y el steak tartar de Gabriel desparramado como comida para perros.
De pronto, Herman pareció darse cuenta de lo que había hecho y retrocedió unos pasos. El camarero, que había caído sentado, se levantó agarrándose la muñeca.
—¿Qué coño has hecho, animal? ¡Me la has dislocado!
Herman se volvió hacia Gabriel.
—El me ha agredido. Lo habéis visto. Yo sólo he repelido la agresión. Es un gesto automático en artes marciales.
Al ver que la ira se había desvanecido, Gabriel agarró a su amigo del codo y tiró de él. Los batientes de la puerta volvieron a abrirse y apareció Vassily, el dueño del local, blandiendo un cuchillo de carnicero. Era un tipo enjuto, con el pelo muy rubio y corto y los ojos de un azul tan claro que daban miedo. Sobre todo si estaban abiertos de ira como ahora.
—¡Tú, fuera de aquí! —dijo, señalando con el cuchillo a Herman. Luego se volvió hacia Gabriel y Enrique—. ¡Y tú y tú, también! ¡Todos, fuera de aquí, españoles gilipollas!
Enrique, muy colorado, se levantó y dejó dos billetes de cincuenta junto a su bacalao, que seguía intacto en el plato.
—¡Que no os vuelva a ver aquí! ¿Habéis entendido? ¡No volváis a asomar cara vuestra por restaurante!
Al pasar junto a la mesa, Gabriel cogió los billetes y se puso a pensar a toda velocidad. ¿A quién se los estaba quitando, a su amigo o a Vassily? Enrique ya se había desprendido de ellos como pago por la cena interrumpida, ergo como símbolo de intercambio ya no le pertenecían. Habían entrado a formar parte de la economía de Vassily el ruso. El mismo personaje que les estaba prohibiendo la entrada en su restaurante
in aeternum
y al que, probablemente, Gabriel no volvería a ver.
De modo que se guardó los cien euros en el bolsillo mientras seguía a Enrique.
En los dos comedores más cercanos a la puerta exterior había varias mesas ocupadas cuyos comensales se giraron para ver la retirada, no demasiado digna, del trío. Enrique trataba de taparse el pecho para que no se viera el logo luminiscente de
MORPHEUS
y no dejaba de musitar: «Qué bochorno, qué bochorno». Cuando salieron del restaurante, cruzó la calle y no paró de andar hasta llegar a la siguiente esquina. Allí recompusieron filas.
—Esta vez sí que te has superado —dijo Gabriel. No estaba avergonzado como Enrique, sino furioso porque apenas había conseguido meterse cincuenta calorías en el cuerpo.
—Él me ha agredido, lo habéis visto. La culpa ha sido suya.
—¡Qué demonios va a haberte agredido! Lo único que quería era quitarte de en medio para pasar.
—Bueno, todavía podemos ir a comer unas raciones al Luque. Os invito yo, ya que os empeñáis en echarme la culpa.
En ese momento, recuperada la cobertura, el teléfono de Gabriel sonó.
Tienez un videomenzaje, gorunko.
Lo miró de reojo, sin prestarle mucha atención, pero al darse cuenta del nombre que aparecía en pantalla se quedó tan extrañado que volvió a comprobarlo.
Celeste del Moral. Era una amiga psiquiatra con la que había estado liado una temporada, poco después de divorciarse. ¿Cuánto había pasado de aquello? Nueve o diez años. Desde entonces, sólo se habían visto un par de veces, y siempre acompañados por otras personas.
—Esperad un momento —dijo.
Se apartó unos pasos. Herman seguía explicando que todo había sido un automatismo provocado por el movimiento del propio camarero. Enrique, que nunca quería hurgar en las heridas ajenas, decía que sí, que lo comprendía, pero que se olvidara ya de aquel asunto tan desagradable.
En el videomensaje, Celeste aparecía con el pelo suelto sobre el cuello de una bata blanca. De pronto se había vuelto rubia, pero no le quedaba mal.
—Gabriel, tengo algo que creo que te puede interesar. Una mujer de ochenta años, demenciada y en fase terminal de Alzheimer, ha empezado a hablar en sueños en un idioma desconocido.
Celeste hizo una pausa ante la cámara de su teléfono y sonrió.
—Y esto es lo que te llamará la atención, don «Investigador de lo oculto». De las palabras que dice, sólo hay una que entiendo. Atlántida. Llámame cuando quieras. Chao.
En el cerebro de Gabriel se encendió un diodo luminoso.
Atlántida.
Gabriel había pensado en la Atlántida al leerle las cartas a Iris y al acordarse de Valbuena. Ahora, el nombre del continente perdido se le presentaba por tercera vez en el mismo día. ¿casualidad?
«Algo me dice que mi suerte va a cambiar», se dijo. Quería pensar que para bien, pero lo cierto fue que sintió un escalofrío.
Era de suponer que Celeste lo llamaba porque él había escrito
Desmontando la Atlántida y otros mitos.
En realidad, sólo había dedicado a la Atlántida un capítulo de poco más de diez páginas, pues nunca le había concedido demasiada importancia a aquella historia. Pese a las enseñanzas de Valbuena, estaba convencido de que la Atlántida no era más que un invento de Platón, un juego intelectual que con el tiempo había hecho correr tantos ríos de tinta que casi se había convertido en una broma pesada.