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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (9 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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—Jenks… —le advertí, oyendo las risitas de la pareja a mi espalda.

—¡Es una muñeca Betty Mordiscos! —voceó, agitando furiosamente las alas para mantenerse elevado, con sus manos sobre los muslos de la muñeca—. La quiero. Quiero llevársela a Ivy. Es igualita que ella.

Al ver su brillante falda de cuero sintético y el corsé de vinilo rojo, tomé aire para protestar.

—Mira, ¿ves? —dijo con voz animada—. Si empujas la palanca de su espalda, le sale sangre de mentira. ¿No es genial?

Me sobresalté cuando una sustancia viscosa saltó desde el agujero que la muñeca tenía por boca, y recorrió treinta centímetros de distancia hasta caer sobre el mostrador. Una baba roja le goteaba por su afilada barbilla. La cajera lo vio antes de colgarle a su novio. ¿Quería darle eso a Ivy?

Suspiré mientras quitaba de en medio los vaqueros de Ceri. Jenks volvió a apretar la palanca, contemplando ensimismado la salida de la sustancia roja acompañada de un grotesco sonido. La pareja que había detrás de mí se reía; la mujer estaba colgada del brazo de su hombre y le susurraba al oído. Agarré la muñeca, empezando a enfadarme.

—Te la compraré si dejas de hacer eso —gruñí.

Jenks se elevó con un brillo en sus ojos y aterrizó sobre mi hombro, metiéndose entre mi cuello y la bufanda para calentarse.

—Le va a encantar —aseguró—. Ya lo verás.

Tras dejarlo junto a la cajera, observé detrás de mí a la risueña pareja. Eran vampiros vivos, bien vestidos e incapaces de estar treinta segundos sin meterse mano. Al advertir que la estaba mirando, la mujer dobló el cuello de la chaqueta de cuero de él para mostrar su garganta, ligeramente marcada. Al pensar en Nick, no pude evitar una sonrisa, la primera en semanas. Mientras la chica volvía a calcular el total de mi factura, rebusqué la chequera en mi bolsa. Estaba bien tener dinero. Realmente bien.

—Rache —aventuró Jenks—, ¿puedes añadir también una bolsa de M and M's? —Sus alas provocaron una fría corriente de aire contra mi cuello, al ponerlas a vibrar para generar algo de calor corporal. No podía ponerse un abrigo con esas alas en su espalda, y cualquier cosa pesada le resultaba excesivamente restrictiva.

Cogí una bolsa de las caras golosinas, cuyo estante anunciaba con un cartel pintado a mano que la venta ayudaría a reconstruir los albergues de la ciudad destruidos por el fuego. Ya tenía la cuenta, pero podía añadir las golosinas. Y si los vampiros a mi espalda tenían algún problema con eso, se podían morir dos veces. Que era para los huérfanos, por el amor de Dios.

La chica cogió la bolsa y la marcó con la pistola, lanzándome una mirada engreída. La caja pitó al emitir el nuevo total y, mientras todos esperaban, miré el registro de transacciones. Parpadeé, quedándome helada. Había anotado un balance de todo con unos números claros y precisos. Yo no me había molestado en llevar la cuenta del total, al saber que allí quedaba un montón de dinero, pero alguien sí lo había hecho. Lo acerqué a mi nariz, mirándolo más de cerca.

—¿Eso es todo? —exclamé—. ¿Eso es todo lo que me queda?

Jenks se aclaró la garganta.

—Sorpresa —dijo con suavidad—. Es que estaba ahí tirado en tu escritorio, y pensé que podía llevar las cuentas por ti. —Se quedó indeciso—. Lo siento.

—¡Está casi agotado! —tartamudeé con el rostro probablemente tan rojo como mi pelo. La cajera adoptó súbitamente un aire de suspicacia.

Avergonzada, terminé de rellenar el cheque. Ella lo cogió y llamó a su supervisor para asegurarse de que tenía fondos, haciéndolo pasar por el sistema de seguridad. Detrás de mí, la pareja de vampiros hizo un comentario sarcástico. Ignorándolos, examiné el registro de transacciones para saber en qué situación me encontraba.

Casi dos de los grandes por mi nuevo escritorio y los muebles del dormitorio, cuatro mil más por el aislamiento de la iglesia, y tres mil quinientos por un garaje para mi coche nuevo; no era cuestión de dejarlo bajo la nieve. Luego estaban el seguro y la gasolina. Un buen pellizco fue para Ivy, por el alquiler atrasado. Otro pellizco era por la noche que pasé en urgencias a causa de mi brazo roto, ya que por entonces no tenía seguro médico. Un tercer pellizco para hacerme un seguro. Y el resto… Tragué saliva. Allí aún quedaba dinero, pero había pasado de los veinte mil dólares a tener cuatro cifras en solo tres meses.

—Esto, ¿Rache? —dijo Jenks—. Iba a preguntártelo después, pero conozco a un tipo que entiende de contabilidad. ¿Quieres que le haga abrirte un fondo de pensiones? He estado echando un vistazo a tus finanzas y este año podrías necesitar un refugio fiscal, ya que no has estado desgravando nada por los impuestos.

—¿Un refugio fiscal? —Me sentí enferma—. No me queda nada para invertir. —Tras coger las bolsas que me alcanzó la cajera, me dirigí hacia la puerta—. ¿Y qué haces tú mirando mis finanzas?

—Vivo en tu escritorio —respondió con un toque de ironía—. ¿Es que no está todo allí?

Suspiré. Mi escritorio. Mi precioso escritorio de roble macizo con sus huecos y escondrijos y un cubículo secreto en el fondo del cajón izquierdo. Mi escritorio, que había usado tan solo durante tres semanas antes de que Jenks y su prole se mudasen a su interior. Mi escritorio, que ahora estaba tan cubierto de plantas que parecía parte del atrezo para una película de terror sobre plantas asesinas que dominan el mundo. Pero era eso, o dejar que se instalaran en los armarios de la cocina. No. No en mi cocina. Ya era suficiente con tenerles a diario jugando a las batallas entre los cazos colgados y demás utensilios.

Distraída, me ajusté el abrigo y miré con los ojos entrecerrados hacia la brillante luz reflejada en la nieve mientras se abrían las puertas automáticas.

—¡Oye, espera! —chilló Jenks con estridencia en mi oído cuando fuimos alcanzados por una ráfaga de aire frío—. ¿Qué crees que estás haciendo, bruja? ¿Crees que estoy cubierto de pelo?

—Perdón. —Hice un rápido giro hacia la izquierda para salir de la corriente de aire y le abrí mi bolso. Se adentró en su interior, todavía maldiciendo. Jenks lo odiaba, pero no le quedaba alternativa. Una exposición continua a una temperatura menor a siete grados lo pondría en un estado de hibernación que sería peligroso interrumpir hasta primavera, pero no le pasaría nada en mi bolso. Un hombre lobo vestido con un grueso abrigo de lana que le llegaba hasta la parte superior de sus botas pasó junto a mí con un aire de incomodidad. Al tratar de entablar contacto visual, tiró hacia abajo del ala de su sombrero de vaquero y apartó la mirada. Fruncí el ceño; no había tenido un hombre lobo por cliente desde que hice que los Howlers me pagasen por intentar recuperar su mascota. Puede que hubiese cometido un error con eso.

—Oye, dame esos M and M's, ¿quieres? —refunfuñó Jenks, con su corto pelo rubio enmarcando los delicados rasgos enrojecidos por el frío—. Me muero de hambre.

Rebusqué entre las bolsas obedientemente y le solté las golosinas antes de tirar de las cuerdas que cerraban el bolso. No me gustaba llevarle de esa forma, pero yo era su compañera, no su madre. Le encantaba ser el único pixie macho adulto de Cincinnati que no estaba hibernando. A sus ojos, la ciudad al completo era probablemente su jardín, incluso estando así de fría y nevada. Me llevó un momento sacar del bolsillo principal el llavero a rayas de mi coche. La pareja que había estado detrás de mí en la cola pasó a mi lado al salir, flirteando cómodamente y con aspecto tremendamente sexual con sus ropas de cuero. Él también le había comprado una muñeca Betty Mordiscos, y no dejaban de reírse. Mis pensamientos volvieron a Nick y me invadió una sacudida de impaciencia.

Me puse las gafas para protegerme de los destellos y caminé hacia la acera, con las llaves tintineando y la bolsa bien apretada contra mí. Incluso haciendo el trayecto en mi bolso, Jenks iba a coger frío. Me dije a mí misma que tenía que hacer galletas para que pudiera calentarse mientras se enfriaba el horno. Hacía siglos que no preparaba galletas de solsticio. Estaba segura de haber visto unos moldes de galletas, salpicados de harina, en el interior de una fea bolsa de cremallera, al fondo de un armario en alguna parte. Todo lo que necesitaba era azúcar de colores para hacerlas bien.

Me puse de un humor de perlas ante la visión de mi coche, hundido hasta la altura de los tobillos en la crujiente nieve del bordillo. Sí, era tan caro de mantener como una princesa vampírica, pero era mío y yo estaba estupenda sentada al volante, con la capota bajada y el viento acariciando mis largos cabellos… No pagar por el garaje ni siquiera había sido una opción.

Me saludó alegremente con su ruidito habitual cuando lo abrí y dejé las bolsas en el inservible asiento de atrás. Me introduje en la parte delantera, dejando a Jenks cuidadosamente sobre mi regazo, donde podría estar algo más caliente. La calefacción empezó a funcionar a toda potencia en cuanto arrancó el motor. Metí la marcha atrás y estaba a punto de salir cuando un enorme coche blanco se cruzó bloqueándome el paso con un silencioso susurro.

Ofendida, observé mientras aparcaba en doble fila para bloquearme.

—¡Oye! —exclamé cuando el conductor salió a abrirle la puerta a su jefe en mitad de la carretera. Puse el coche en punto muerto y salí al exterior, cabreada, y agité la bolsa por encima del hombro—. ¡Oye! ¡Estoy intentando salir de aquí! —grité con ganas de dar un golpe en el techo del vehículo.

Pero mis protestas se acallaron cuando se abrió la puerta lateral y un hombre mayor con numerosos collares de oro asomó la cabeza. Su rizado pelo rubio sobresalía en todas direcciones. Se dirigió a mí con sus ojos azules brillantes a causa de una emoción contenida.

—Señorita Morgan —exclamó suavemente—. ¿Puedo hablar con usted?

Me quité las gafas de sol y le miré fijamente.

—¿Takata? —balbuceé.

El viejo roquero hizo una mueca, y se le formaron unas suaves arrugas en el rostro mientras miraba a los escasos transeúntes. Estos habían advertido la presencia de la limusina y, con mi arrebato de furia, se había armado la gorda, como suele decirse. Con los ojos entornados por la exasperación, Takata alargó su mano, grande y huesuda, haciéndome entrar en la limusina. Ahogué una exclamación y sujeté fuerte mi bolso para no aplastar a Jenks al caer sobre el mullido asiento frente al suyo.

—¡Vámonos! —ordenó el músico, y el conductor cerró la puerta y marchó hacia delante.

—¡Mi coche! —protesté. Me había dejado la puerta abierta y las llaves puestas.

—¿Arron? —dijo Takata, haciendo un gesto hacia un hombre con una camiseta negra, apartado en una esquina del espacioso vehículo. Se deslizó pasando a mi lado y dejó un aroma a sangre que lo etiquetaba como vampiro. Entró una repentina corriente de aire frío cuando salió y cerró la puerta rápidamente detrás de él. Lo observé a través de los cristales tintados mientras se deslizaba sobre mis asientos de cuero con aspecto amenazador, con su cabeza rapada y las gafas de sol. Tan solo esperaba parecer la mitad de buena que él. El amortiguado rugido de mi motor resonó con dos acelerones; después nos pusimos en marcha cuando la primera de las admiradoras comenzaba a palmear las ventanillas.

Con el corazón desbocado, me giré para mirar por la ventana trasera mientras avanzábamos. Mi coche pasaba con cuidado junto a la gente, que seguía en mitad de la carretera gritándonos que volviéramos. Se abrió paso hasta el espacio abierto y nos alcanzó rápidamente, saltándose un semáforo en rojo para continuar cerca de nosotros.

Sorprendida de lo rápido que había sido, me di la vuelta.

La madura estrella del pop llevaba unos estrafalarios pantalones de color naranja. Tenía un chaleco a juego colocado sobre una camisa de suaves tonos ocres. Todo ello era de seda, y pensé que eso era lo único que le salvaba. Por el amor de Dios, si hasta sus zapatos eran de color naranja. Y sus calcetines. Hice un gesto de desagrado. De alguna manera, pegaba con las cadenas de oro y su pelo rubio, que había sido cardado hasta adquirir tanto volumen que podría asustar a los niños pequeños. Su piel estaba más pálida que la mía, y yo estaba deseando con todas mis ganas sacar las gafas de montura de madera que había hechizado para ver a través de amuletos de magia terrenal, con la intención de saber si tenía pecas ocultas.

—Esto, ¿hola? —tartamudeé, y el hombre sonrió, mostrando su actitud impulsiva y perversamente inteligente, además de su tendencia a encontrar el lado divertido de cualquier cosa, incluso si el mundo se estuviera derrumbando a su alrededor. En realidad, el innovador artista había hecho justamente eso, su banda de garaje había saltado al estrellato durante la Revelación, sacándole jugo a la oportunidad de ser la primera banda abiertamente inframundana. Era un chico de barrio de Cincinnati a quien le había ido bien, y devolvía el favor donando la recaudación de sus conciertos del solsticio de invierno a las entidades benéficas de la ciudad. Este año era especialmente importante, ya que una serie de incendios provocados había diezmado muchos de los albergues para las personas sin hogar y los orfanatos.

—Señorita Morgan —comenzó el hombre, tocándose un lado de su gran nariz. Dirigió su atención por encima de mi hombro y más allá de la ventana trasera—. Espero no haberla sobresaltado.

Tenía una voz profunda y cuidadosamente entrenada. Hermosa. A mí me perdían las voces hermosas.

—Eh… No. —Tras guardar las gafas de sol, me abrí la bufanda—. ¿Qué tal le va? Su pelo está… genial.

Él rió, consciente de mi nerviosismo. Nos habíamos conocido cinco años atrás y tomamos un café mientras manteníamos una conversación acerca de los problemas del pelo rizado. El hecho de que no solo me recordase, sino que también quisiera hablar, era halagador.

—Tiene una pinta horrorosa —afirmó tocándose el inmenso cardado, que había estado en forma de trenzas la última vez que nos vimos—. Pero mi relaciones públicas dice que aumenta las ventas un dos por ciento. —Estiró sus largas piernas, ocupando casi la totalidad de uno de los lados de la limusina.

—¿Necesita otro amuleto para suavizarlo? —le ofrecí, sonriente, mientras estiraba el brazo para coger mi bolso. Me quedé sin respiración, alarmada.

—¡Jenks! —exclamé, abriendo el bolso con rapidez, Jenks salió sofocado.

—¡A buenas horas te acuerdas de mí! —refunfuñó—. ¿Qué demonios está pasando? Casi me parto el ala al caer sobre tu teléfono. Tienes M and M's tirados por todo el bolso y que me aspen si pienso recogerlos. ¿Dónde estamos, por los jardines de Campanilla?

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