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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (15 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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Diferentes músculos se pusieron en marcha como ruedas de engranaje al aumentar de ritmo; mi corazón latía con fuerza y el aire frío entraba y salía de mi interior. Ya me encontraba avanzando a un buen paso, mi ritmo habitual, situado entre una carrera de fondo y el
sprint
. Fue el que me convirtió en favorita de los ochocientos metros en el instituto, y me había sido de gran ayuda cuando trabajaba para la SI, en mis ocasionales persecuciones. Ahora, mis gemelos protestaron ante el aumento del ritmo y sentí arder mis pulmones. Al pasar junto a los rinocerontes y girar a la izquierda, me prometí venir más a menudo; estaba perdiendo facultades.

No había nadie delante de mí. Incluso los guardas estaban ausentes. Agucé el oído, y escuché como incrementaba su ritmo para igualar el mío. Eché un rápido vistazo hacia atrás mientras me desplazaba bruscamente hacia la izquierda.

Era un hombre lobo, algo bajo y delgado, impecable con unos pantalones deportivos grises y una camiseta a juego de manga larga. Su largo pelo negro estaba sujeto con una cinta, y su sereno rostro no reflejaba ningún esfuerzo al mantenerse a mi ritmo.

Mierda
. Me dio un vuelco el corazón. Le reconocí, incluso sin el sombrero de vaquero y su guardapolvos de lana.
Mierda, mierda, mierda
.

Aceleré el ritmo con una descarga de adrenalina. Era el mismo hombre lobo. ¿Por qué me estaba siguiendo? Mis recuerdos viajaron más allá del día de ayer. Le había visto antes. Muchas veces. La semana pasada estaba en el mostrador de relojes, cuando Ivy y yo elegíamos un nuevo perfume, para camuflar mi aroma natural mezclado con el suyo. Hacía tres semanas había estado poniéndole aire a sus neumáticos mientras yo echaba gasolina y dejaba el coche cerrado por dentro sin darme cuenta. Y hacía tres meses le había visto apoyado contra un árbol cuando Trent y yo hablábamos en el parque Edén.

Apreté los dientes. ¿
Será el momento de hablar con él
?, pensé al pasar corriendo junto a la casa de los gatos.

Había una pendiente más adelante, donde estaban las águilas. Giré a la derecha, echando el cuerpo hacia atrás mientras descendía. El señor lobo me siguió. Mientras correteaba a lo largo del entorno de las águilas, pasé lista de lo que llevaba encima. En mi riñonera estaban mis llaves, el teléfono, un amuleto ya invocado para calmar el dolor y mi pistola de bolitas cargada con pociones de sueño temporal. No me servía; lo que quería era hablar con él, no dejarlo fuera de combate.

El camino se abrió a una explanada desierta. Nadie corría por allí, debido a que la colina era mortal cuando había que subirla de vuelta. Perfecto. Con el corazón desbocado, fui hacia la izquierda para tomar la cuesta en lugar de dirigirme hacia la entrada a la calle Vine. Esbocé una sonrisa cuando su ritmo descendió. No se lo había esperado. Inclinándome sobre la colina, la ascendí a toda velocidad; parecía ir a cámara lenta. El camino era estrecho y estaba cubierto de nieve. Me siguió.

Aquí
, pensé al alcanzar la cima. Jadeante, eché un rápido vistazo a mi espalda y salí del camino hasta introducirme en los espesos matorrales. Mis pulmones ardían al contener la respiración. Pasó junto a mí, con el sonido de sus pies y de su respiración pesada, con decisión en sus zancadas. Al llegar a la cima, vaciló, mirando para saber hacia dónde me había dirigido. Sus oscuros ojos estaban entornados, y las primeras señales de cansancio le hacían fruncir el entrecejo.

Tras tomar aire, salté.

Me oyó, pero ya era demasiado tarde. Caí sobre él cuando se giraba, y lo sujeté contra un viejo roble. Dejó escapar un bufido cuando se golpeó la espalda, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Mis dedos le apretaban bajo su barbilla, para contenerle ahí, y mi puño golpeó su plexo solar.

Ahogando un grito, se inclinó hacia adelante. Lo solté y cayó junto a la base del árbol, agarrándose el estómago. Su pequeña y fina mochila casi se le sale por la cabeza.

—¿Quién demonios eres tú, y por qué llevas tres meses pegado a mi trasero? —exclamé, confiando en que la hora del día y el hecho de que el zoo estuviese en teoría cerrado mantuvieran nuestra conversación en privado.

El hombre lobo levantó una mano con la cabeza inclinada sobre su pecho. Era pequeña para un hombre, y gruesa, con unos dedos cortos y de aspecto poderoso. El sudor había vuelto su camiseta de un gris más oscuro; lentamente, movió sus musculosas piernas para ponerlas en una posición menos embarazosa.

Di un paso hacia atrás, con las manos en las caderas; mis pulmones se hinchaban y deshinchaban, recuperándose del ascenso. Enfadada, me quité las gafas de sol, las colgué en la goma de mi cintura y esperé.

—Soy David —dijo con aspereza en su voz al levantar la vista para mirarme, y volvió a dejarla caer mientras luchaba por respirar de nuevo. Sus ojos marrones reflejaban dolor y un atisbo de vergüenza. El sudor empapaba su tosco rostro, cubierto de una negra barba de tres días, a juego con su largo pelo—. Dios bendito —gruñó mirando al suelo—. ¿Por qué tenías que pegarme? ¿Qué pasa con vosotras, las pelirrojas, siempre tenéis que pegarle a algo?

—¿Por qué me estás siguiendo? —le acusé.

Con la cabeza aún inclinada, volvió a levantar la mano, para indicarme que esperase. Me removí nerviosamente mientras él tomaba una profunda bocanada de aire, para después tomar otra. Dejó caer la mano y elevó la mirada.

—Me llamo David Hue —me dijo—. Soy investigador de seguros. ¿Te importa si me levanto? Me estoy empapando.

Mi boca se abrió de golpe y retrocedí varios pasos hacia el camino mientras él se levantaba y se sacudía la nieve del trasero.

—¿Investigador de seguros? —balbuceé. La sorpresa eliminó los restos de adrenalina que quedaban en mi interior. Me rodeé con mis propios brazos, deseando tener mi abrigo, ya que el aire parecía más frío ahora que no me movía—. He pagado mi factura —atajé, empezando a ponerme furiosa—. No he faltado a ninguno de los pagos. Pensarás que por ser seiscientos dólares al mes…

—¡Seiscientos al mes! —espetó con el rostro desencajado—. Cielo, tenemos que hablar.

Me sentí ofendida y retrocedí, aun más. Supuse que tendría unos treinta y tantos, basándome en la madurez, de su mentón y en el mínimo matiz de grosor en su cintura, que su camiseta elástica no lograba ocultar. Sus anchos hombros eran fuertes, con músculos que tampoco podían esconderse tras la camiseta. Y sus piernas eran fabulosas. Algunas personas no deberían usar ropa elástica. A pesar de ser mayor de lo que me gustaban los hombres, David no entraba en esa categoría.

—¿Es eso de lo que se trata? —inquirí, molesta y aliviada al mismo tiempo—. ¿Es así como consigues clientes? ¿Acechándoles? —Fruncí el ceño y le di la espalda—. Es patético. Hasta para un hombre lobo.

—Espera —me dijo, renqueando hasta llegar al camino, acompañado por el crujido de las ramitas del suelo—. No. En realidad estoy aquí por el pez.

Me detuve, con los pies de nuevo bajo el sol. Mis recuerdos retrocedieron hasta el pez que había robado de la oficina del señor Ray el pasado septiembre.
Mierda
.


Mmm
—balbuceé, con las rodillas repentinamente flojas por algo más que el ejercicio—. ¿Qué pez? —Abrí torpemente las gafas de sol. Mientras me las ponía, empecé a caminar, dirigiéndome a la salida.

David se palpó el torso buscando lesiones mientras me seguía, y no tardó en ponerse al mismo ritmo acelerado que yo.

—¿Ves? —murmuró casi dirigiéndose a sí mismo—. Esto es exactamente por lo que te he estado siguiendo. Ahora nunca conseguiré una respuesta directa, nunca resolveré la reclamación.

Sentí un pinchazo en el estómago y me obligué a acelerar el paso.

—Fue una equivocación —le aseguré, poniéndome colorada—. Creía que era el pez de los Howlers.

David se quitó la cinta de la cabeza, se echó el pelo hacia atrás y se la volvió a colocar.

—Los informes dicen que el pez ha sido destruido. Yo lo encuentro extremadamente improbable. Si pudieras demostrar eso, yo podría redactar mi informe, enviarle un cheque a la parte a quien el señor Ray le robó el pez, y nunca volverías a verme.

Le miré de reojo, aliviada porque no fuese a notificarme una demanda judicial, o algo más tangible. Había supuesto que el señor Ray se lo había robado a alguien, ya que nadie me había perseguido para encontrarlo. Pero esto no me lo esperaba.

—¿Alguien aseguró su pez? —dije de forma burlona sin llegar a creerlo, antes de darme cuenta de que hablaba en serio—. Estás bromeando.

El hombre sacudió su cabeza.

—Te he estado siguiendo para tratar de averiguar si lo tienes o no.

Habíamos llegado ya a la entrada y me detuve; no quería que me siguiera hasta mi coche. No porque él no supiera ya de cuál se trataba.

—¿Y por qué no simplemente preguntarme, señor detective de seguros?

Con un aire de molestia, separó los pies asumiendo una postura agresiva. Tenía exactamente la misma estatura que yo, lo que lo convertía en un hombre bajo, pero la mayoría de los hombres lobo no eran personas muy altas.

—¿De verdad quieres que crea que no lo sabes?

Le lancé una mirada ausente.

—¿Saber qué?

Se pasó una mano sobre su barba y miró hacia el cielo.

—La mayoría mentirían como bellacos si tuvieran en su poder un pez de los deseos. Si lo tienes, dímelo. No me importa. Lo único que quiero es sacar esta reclamación de la mesa de mi despacho.

Me quedé con la boca abierta.

—¿D-de los deseos?

El asintió.

—Sí, un pez de los deseos. —Sus espesas cejas se enarcaron—. ¿De verdad no lo sabías? ¿Todavía lo tienes?

Tomé asiento en uno de los fríos bancos.

—Jenks se lo comió.

El hombre lobo dio un respingo.

—¿Cómo has dicho?

No era capaz de levantar la mirada. Mis pensamientos retrocedieron al pasado otoño y mi visión cruzó la verja hasta mi brillante descapotable rojo, esperándome en el aparcamiento. Yo había deseado un coche. Joder, había deseado un coche y lo había obtenido. ¿Jenks se había comido un pez de los deseos?

Su sombra cayó sobre mí y yo levanté la mirada, escudriñando hacia la silueta de David, negra en contraste con el perfecto azul del mediodía.

—Mi compañero y su familia se lo comieron.

David se me quedó mirando fijamente.

—Estás de broma.

Clavé la mirada en el suelo, sintiéndome enferma.

—No lo sabíamos. Lo cocinó en un fuego al aire libre y su familia se lo comió.

Sus pequeños pies se movieron con rapidez. Mientras se removía en el sitio con incomodidad, sacó un trozo de papel doblado y un bolígrafo de su mochila. Al tiempo que yo estaba sentada, con los codos apoyados sobre las rodillas, mirando al infinito, David se arrodilló a mi lado y garabateó, usando el banco de suave mármol como escritorio.

—Si es tan amable de firmar aquí, señorita Morgan —me dijo, tendiéndome el bolígrafo.

Dejé escapar un profundo suspiro. Cogí el bolígrafo, y luego el papel. Su letra gozaba de una firme precisión que me indicaba que era meticuloso y organizado. A Ivy le encantaría. Al examinarlo, me di cuenta de que se trataba de un documento legal, con la letra de David constatando que yo había presenciado la destrucción del pez, ignorando sus habilidades. Frunciendo el ceño, garabateé mi nombre y se lo devolví.

En sus ojos se anidaba una asombrada incredulidad cuando recogió el bolígrafo de mi mano y firmó también. Respondí con un resoplido cuando le vi extraer de su mochila una especie de equipo notarial y lo hizo legal. No me pidió el carnet de identidad, pero demonios, había estado siguiéndome durante tres meses.

—¿También eres notario? —le pregunté, y él asintió y volvió a meterlo todo en su mochila antes de cerrarla con la cremallera.

—Es imprescindible para mi forma de trabajar. —Se puso en pie y me sonrió—. Gracias, señorita Morgan.

—No hay de qué. —Mis pensamientos se enredaban. No podía decidir si iba a decírselo a Jenks o no. Mi mirada regresó a David al darme cuenta de que me estaba ofreciendo su tarjeta. La cogí, dándole vueltas a la cuestión.

—Ya que te tengo aquí —me dijo, cambiando de posición para que el sol no me diera en los ojos al mirarle—, si estás interesada en mejorar la tarifa de tus seguros…

Suspiré y dejé caer la tarjeta.
Qué pardillo
. Él soltó una risita y se precipitó a recogerla.

—Yo tengo mi seguro de salud y hospitalización por doscientos cincuenta al mes con mi compañía.

De repente, me interesaba.

—Los cazarrecompensas somos casi imposibles de asegurar.

—Cierto. —Sacó de su mochila una chaqueta negra de nailon y se la puso—. También los investigadores de seguros. Pero ya que somos tan escasos en comparación con los chupatintas que forman el grueso de la compañía, obtenemos un buen precio. La cuota de la compañía es tan solo de cincuenta al año. Consigues un descuento en todas tus necesidades de cobertura, alquiler de coches y todos los bistecs que puedas comer en el
picnic
anual.

Aquello era demasiado bueno para ser verdad.

—¿Por qué yo? —pregunté, recibiendo nuevamente la tarjeta.

David se encogió de hombros.

—Mi compañero se jubiló el año pasado. Necesito a alguien.

Abrí la boca al comprenderlo. ¿
Ha creído que yo quiero ser investigadora de seguros? Vamos, hombre
.

—Lo siento. Ya tengo trabajo —le contesté, dejando escapar una risita. David profirió un sonido de exasperación.

—No. Me has malinterpretado. No quiero un nuevo compañero. He echado a todos los aprendices que han tenido que cargar conmigo, y los demás me conocen demasiado como para intentarlo. Tengo dos meses para encontrar a alguien, o me van a cortar el rabo. Me gusta mi trabajo, y soy bueno en él, pero no quiero un compañero. —Vaciló, examinando minuciosamente la zona a mi espalda con una atención profesional—. Yo trabajo solo. Tú firmas el papel, formas parte de la compañía, obtienes un descuento en los seguros y no vuelves a verme, exceptuando el
picnic
anual, donde nos portamos como colegas y corremos la carrera a tres patas. Yo te ayudo; tú me ayudas.

No pude evitar que mis cejas se enarcasen, y mi atención se dirigió hacia la tarjeta que tenía en mi mano. Cuatrocientos dólares menos al mes sonaba genial. Y apostaría a que también podían abaratar el seguro de mi coche. Sintiéndome tentada, le interrogué.

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