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Authors: Jasper Fforde

Algo huele a podrido (39 page)

BOOK: Algo huele a podrido
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—Es la verdad, señor De Floss.

—Bien, de ahora en adelante, guárdese la verdad.

Cerré la puerta trasera tan pronto como Stig se hubo encajado junto a Shgakespeafe y ocupé el asiento del pasajero. Bowden fue tan rápido como le permitía el coche.

—Millon, ¿hay alguna ruta que no nos obligue a pasar por esa zona de bosque donde encontramos los otros coches?

Consultó el mapa un momento.

—No. ¿Por?

—Porque da la impresión de ser el lugar ideal para una emboscada.

—Esto mejora cada vez más, ¿verdad?

—Al contrario —respondió Stig, que se lo tomaba todo literalmente—, esto no tiene nada de bueno. La idea de que nos coman las quimeras resulta extremadamente inconveniente.

—¿Inconveniente? —repitió Millon—. ¿Qué nos coman las quimeras es inconveniente?

—Efectivamente —dijo Stig—. Los manuales de instrucciones neandertales son mucho más importantes que nosotros.

—Eso opina usted —respondió Millon—. Ahora mismo, no hay nada más importante que yo.

—Qué humano —se limitó a decir Stig.

Corrimos por la carretera, pasamos junto al corte de roca y nos dirigimos al bosque.

—¡Por el hormigueo de mis pulgares —comentó Shgakespeafe con ominosidad—, algo malvado se acerca!

—¡Ahí! —gritó Millon, señalando a una figura temblorosa por la ventanilla. Yo entreví la gran bestia antes de que desapareciese tras un roble caído, luego vi otra que saltaba de árbol en árbol. Ya no se ocultaban. Podíamos verlas a medida que avanzábamos por la carretera flanqueada de árboles, dejando atrás los coches abandonados. Bestias moviéndose y saltando entre los árboles, creaciones experimentales de una industria todavía sin regular. Oímos un golpe cuando una de ellas saltó, golpeó el techo de acero del coche y a continuación desapareció en el bosque con un grito. Miré por la luna trasera y vi algo profundamente desagradable que se alejaba por la carretera. Saqué la automática y Stig bajó la ventanilla sosteniendo la pistola tranquilizante. Tras la siguiente curva Bowden pisó el freno a fondo. Había una fila de quimeras bloqueando el paso. Bowden metió la marcha atrás, pero un árbol cayó en el camino impidiéndonos la huida. Nos habíamos metido en la trampa, la trampa había saltado… y sólo quedaba que los «atrapadores» hiciesen lo que quisiesen con los atrapados.

—¿Cuántos? —pregunté.

—Diez delante —dijo Bowden.

—Dos docenas detrás —respondió Stig.

—¡Muchos a cada lado! —dijo Millon estremeciéndose, más acostumbrado a inventarse hechos que se ajustasen a sus alocadas teorías conspiratorias que a presenciarlos realmente.

—Qué muestra es de la maldad viviente —musitó Shgakespeafe—. ¡Siempre parece terrible cuando se aproxima la muerte!

—Vale —comenté—, todos tranquilos y, cuando yo lo diga, abrimos fuego.

—No sobreviviremos —dijo Stig con toda tranquilidad—. Son demasiados y nosotros somos demasiado pocos. Aconsejamos una estrategia diferente.

—¿Y es?

Stig se quedó momentáneamente sin habla.

—No lo sabemos. Simplemente, diferente.

Las quimeras babearon y gimieron profundamente, aproximándose. Cada una era un caleidoscopio de miembros, como si sus creadores se hubiesen deleitado con perversas mezclas genéticas, intentando superarse.

—Cuando cuente hasta tres, acelera y suelta el embrague —le indiqué a Bowden—. Los demás disparamos con todo lo que tengamos. —Le pasé a De Floss la pistola de Bowden—. ¿Sabes usarla?

Asintió y quitó el seguro.

—Uno… dos…

Dejé de contar porque un grito surgido del bosque tomó por sorpresa a las quimeras. Las que tenían las orejas levantadas se detuvieron para luego dispersarse aterrorizadas. No era ninguna alegría. Las quimeras eran malas, pero algo capaz de asustar a las quimeras sólo podía ser peor. Volvimos a oír el grito.

—Parece humano —comentó Bowden.

—¿Hasta qué punto humano? —preguntó Millon.

Sonaron varios gritos más, emitidos por más de un individuo, y cuando la última de las quimeras aterrorizadas desapareció yo suspiré aliviada. A nuestra derecha apareció un grupo de hombres. Todos eran muy bajitos y vestían el uniforme desteñido y hecho jirones de lo que parecía ser el Ejército francés. Algunos lucían viejos sombreros con escarapelas, otros no llevaban casaca y algunos sólo una camisa sucia de lino blanco. Mi alivio duró poco. Se quedaron en la linde del bosque y nos miraron con suspicacia, con pesadas mazas en las manos.


Qu'est-ce que c'est?
—dijo uno señalándonos.


Anglais?
—dijo otro.


Les rosbifs? Ici, en France?
—dijo sorprendido un tercero.


Non, ce n'est pas possible!

No hacía falta ser un genio para darse cuenta.

—Una banda de Napoleones —susurró Bowden—. Da la impresión de que Goliath pretendía algo más que preservar al Bardo. El potencial militar de clonar a Napoleón en su mejor momento sería considerable.

Los Napoleones nos miraron un momento y luego conversaron entre sí en voz baja, discutieron, gesticularon animadamente, alzaron la voz y, en general, estuvieron en desacuerdo.

—Vamos —le susurré a Bowden.

Pero tan pronto como el coche cambió de marcha los Napoleones entraron en acción gritando:


Au secours! Les rosbifs s'échappent! N'oubliez pas Agincourt! Vite! Vite!
—Y corrieron hacia el coche.

Stig disparó y logró dar en el muslo a un Napoleón de aspecto especialmente brutal. Golpearon el coche con las mazas, rompieron las ventanillas y nos cubrieron con una lluvia de vidrios rotos. Con el codo golpeé el cierre centralizado cuando un Napoleón intentaba abrir una puerta. Estaba a punto de disparar a quemarropa a la cara de otro cuando se produjo una tremenda explosión como a treinta metros por delante de nosotros. La onda expansiva hizo temblar el coche, que quedó momentáneamente envuelto en una nube de humo.


Sacrebleu!
—gritó Napoleón, deteniendo el ataque—.
Le Grand Nez! Avancez, mes amis, mort aux ennemis de la République!

—¡Adelante! —le grité a Bowden, quien, a pesar de haber recibido un golpe napoleónico de refilón, seguía consciente. El coche arrancó y agarré el volante para esquivar a un grupo de unos veinte Wellingtons en distintas fases de deterioro que dejaban atrás el coche empujados por sus ansias por acabar con Napoleón.

—¡Atentos, en guardia y atacad! —oí que gritaba Wellington mientras nosotros ganábamos velocidad y dejábamos atrás un cañón humeante y los coches abandonados que habíamos visto al entrar. A los pocos minutos habíamos salido del bosque, alejándonos de las facciones enfrentadas, y Bowden frenó un poco.

—¿Todos bien?

Todos respondieron afirmativamente, aunque no estaban ilesos. Millon seguía pálido y le quité la pistola de Bowden por si acaso. Stig tenía un moratón en la mejilla y yo varios cortes en la cara a causa de las esquirlas de cristal.

—Señor Shgakespeafe —pregunté—, ¿está bien?

—Mirad a vuestro alrededor —dijo solemne—. La seguridad cede paso a la conspiración.

Fuimos hasta las puertas, abandonamos el Área 21 y cruzamos la frontera galesa bajo un cielo oscuro camino de regreso a casa.

34 San Zvlkx y Cindy

UN HOMBRE DE BOURNEMOUTH AFIRMA QUE KAINE ES «DE FICCIÓN»

El señor Martin Piffco, instalador de gas jubilado, realizó ayer un comentario ridículo al afirmar que el querido líder de la nación no es más que un personaje de ficción «que ha cobrado vida». Hablando desde el Hogar Bournemouth para los Excesivamente Excéntricos, donde ha sido ingresado «por su propia seguridad», el señor Piffco fue más específico y relacionó al señor Yorrick Kaine con un personaje secundario de ego desmesurado que aparece en un libro de Daphne Farquitt llamado
Larga lujuria
. La oficina del canciller declaró que no era más que «una coincidencia», pero aun así ordenó que confiscasen el libro de Farquitt. El señor Piffco, que se enfrenta a cargos sin especificar, fue también noticia el año pasado cuando afirmó que Kaine y Goliath invertían en «experimentos para el control mental».

Bournemouth Bugle
, 15 de marzo de 1987

Me desperté y contemplé a Landen a la luz del amanecer que empezaba a recorrer el dormitorio. Roncaba muy bajito y le di un buen abrazo antes de levantarme, ponerme una bata y bajar a preparar café. Entré en el estudio de Landen mientras esperaba a que el agua hirviese, me senté al piano y toqué algunas escalas. En ese preciso instante el sol se deslizó por encima del tejado de la casa de enfrente y lanzó un haz de luz anaranjada por la estancia. Oí que el hervidor se apagaba y volví a la cocina para preparar café. Mientras vertía agua caliente sobre el café molido oí un gritito en el piso superior. Me detuve esperando por si se oía otro. Un único gemido podía ser de Landen y le dejaría en paz. Dos gemidos o más serían del Hambriento, deseoso de tragarse uno o dos platos de gachas. Diez segundos después se oyó un segundo gemido y estaba a punto de subir cuando oí un golpe de Landen al ponerse la pierna; luego recorrió el pasillo hasta el cuarto de Friday. Se oyeron más pasos cuando volvió a su dormitorio, y luego silencio. Me relajé, tomé un sorbo de café y me senté a la mesa de la cocina, reflexionando profundamente.

Al día siguiente sería la Superhoop y tenía mi equipo; la pregunta era: ¿serviría de algo? También cabía la posibilidad de que encontrásemos un ejemplar de
Larga lujuria…
pero tampoco contaba con ello. También era tan posible como improbable que Shgakespeafe desenredase
Las alegres comadres de Elsinore
y Mycroft inventase pronto el ovinegador. Pero ninguno de esos importantes asuntos era el que más me preocupaba: lo más acuciante para mí era que a las once de esa mañana Cindy intentaría matarme por tercera y última vez. Fracasaría y luego moriría. Pensé en Spike y en Betty y descolgué el teléfono. Suponía que Spike sería de los que duermen profundamente y acerté… respondió Cindy.

—Soy Thursday.

—Esto es muy poco ético profesionalmente —dijo Cindy con voz de sueño—. ¿Qué hora es?

—Las seis y media. Escucha, te llamo porque creo que sería una buena idea que hoy te quedases en casa y no fueses a trabajar.

Una pausa.

—No puedo hacerlo —dijo al fin—. Ya he contratado a la niñera y todo. Pero nada te impide a ti salir de la ciudad y no volver nunca.

—También es mi ciudad, Cindy.

—Vete ahora o tendrán que ir adecentando la cripta de los Next.

—No lo haré.

—Entonces —respondió Cindy lanzando un suspiro—, no hay más que hablar. Nos veremos luego… aunque dudo que tú me veas a mí.

Colgó y yo colgué con cuidado. Sentía náuseas. Iba a morir la esposa de un buen amigo y no me parecía justo.

—¿Qué pasa? —dijo una voz—. Pareces disgustada.

Era la señora Bigarilla.

—No —respondí—, todo está como debe. Gracias por venir; he encontrado a un William Shakespeare. No es el original, pero valdrá para lo que queremos. Está en el armario.

Abrí la puerta del armario y un muy sobresaltado Shgakespeafe alzó la vista de la página en la que había estado garabateando a la luz de una vela que se había colocado en la cabeza. La cera la había empezado a gotear por la cara, pero no parecía molestarle.

—Señor Shgakespeafe, ésta es la erizo de quien le he hablado.

Cerró el cuaderno y miró a la señora Bigardía. No manifestaba miedo ni sorpresa… después de las abominaciones que a diario había esquivado en el Área 21, supongo que una erizo de metro ochenta era un alivio. La señora Bigardía le dedicó una reverencia.

—Encantada de conocerle, señor Shgakespeafe —dijo cortés—. ¿Viene conmigo, por favor?

—¿Quién era? —preguntó Landen mientras bajaba las escaleras.

—Era la señora Bigardía, que ha venido a recoger a un clon de William Shakespeare para evitar la destrucción permanente de
Hamlet.

—Eres incapaz de hablar en serio, ¿verdad? —Rio y me abrazó. Había metido a Shgakespeafe en casa sin que Landen se enterase. Sé que se supone que debes ser sincera con tu esposo y no mentirle, pero me daba la impresión de que todo tenía un límite, y de tenerlo no quería alcanzarlo antes de la cuenta.

Friday bajó a desayunar diez minutos más tarde, despeinado, somnoliento y un poco malhumorado.


Quis nostrud laboris
—gimió—.
Nisi ut aliquip ex consequat.

Le di unas cuantas tostadas y fui al armario situado bajo las escaleras a buscar mi chaleco antibalas. Todas mis cosas estaban en casa de Landen, como si nunca me hubiese ido. Los deslizamientos en el tiempo son confusos, pero te acostumbras a casi todo.

—¿Para qué el chaleco antibalas?

Era Landen. Mecachis. Hubiese tenido que ponérmelo en la oficina.

—¿Qué chaleco antibalas?

—El que intentas ponerte.

—Oh, ése. Para nada. Escucha, si Friday tiene hambre le puedes dar un tentempié. Le gustan los plátanos… puede que tengas que comprárselos; si se pasa una gorila, es la señora Bradshaw de la que te hablé.

—No cambies de tema. ¿Cómo puedes ir con chaleco antibalas al trabajo sin un motivo?

—Es por precaución.

—Contratar un seguro es tomar una precaución. Que lleves chaleco significa que te arriesgas más de lo debido.

—El riesgo sería mayor si no me lo pusiera.

—¿Qué pasa, Thursday?

Agité la mano en el aire e intenté quitarle importancia al asunto.

—No es más que una asesina. Una pequeñita. Apenas vale la pena pensar en ello.

—¿Cuál?

—No lo recuerdo. La Reven… algo.

—¿La Revendedora? ¿Un contrato con ella y es mejor que te dediques a leer cuentos cortos? ¿Sesenta y siete víctimas conocidas?

—Sesenta y ocho, si se encargó de Samuel Pring.

—Eso no importa. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Yo… yo… no quería preocuparte.

Se frotó la cara con las manos y me miró un instante. Luego suspiró desde lo más hondo.

—Ésta es la Thursday Next con la que me casé, ¿no?

Asentí.

Me rodeó con los brazos y apretó con fuerza.

—¿Tendrás cuidado? —me susurró al oído.

—Siempre tengo cuidado.

—No, cuidado de verdad. El que se tiene cuando hay un marido y un hijo que estarían profundamente cabreados si te perdiesen.

—Ah —le susurré—, tanto cuidado como eso. Sí, lo tendré.

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