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Authors: Jasper Fforde

Algo huele a podrido (35 page)

BOOK: Algo huele a podrido
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—Bien, la verdad es que la estrategia de equipo se la dejo a Aubrey.

—Espero que esté a la altura. ¿Qué opinas de esto?

Me pasó la figura y di vueltas al objeto, del tamaño de una uva. Algunas caras parecían pares y otras impares… y extrañamente, algunas parecían ser pares e impares a la vez. Mis ojos tenían problemas para comprenderlo.

—Muy… bonita —respondí—. ¿Qué hace?

—¿Hacer? —Mycroft sonrió—. ¡Ponía sobre el banco de trabajo y verás lo que hace!

Lo hice, pero la curiosa figura, inestable sobre la cara en la que la había apoyado, cayó sobre otra. Luego, tras una breve pausa, volvió a caer sobre una tercera. Siguió recorriendo a trompicones la superficie de trabajo hasta que topó con un destornillador y se detuvo.

—Lo llamo nextaedro —anunció Mycroft, recogiendo la figura y poniéndola en el suelo, donde siguió con su peregrinación aleatoria, observada por
Pickwick
, que creyó que la perseguía y salió huyendo para ocultarse—. La mayoría de las figuras irregulares son inestables sólo sobre una o dos caras. El nextaedro es inestable sobre todas sus caras… seguirá cayendo hasta que un objeto sólido se lo impida.

—¡Fascinante! —musité, siempre asombrada del ingenio de las invenciones de Mycroft—. Pero ¿para qué sirve?

—Bien —me explicó Mycroft, contento de que le hubiera hecho la pregunta—. ¿Sabes esos generadores inerciales que se usan en los relojes de pulsera sin cuerda?

—¿Sí?

—Si metieses uno grande en un nextaedro de unas seis toneladas, calculo que podrías generar hasta cien vatios de potencia.

—Pero… ¡eso sólo bastaría para alimentar una bombilla!

—Considerando que la entrada es nula, me parece un logro destacable —respondió Mycroft algo contrariado—. Para generar cantidades importantes de energía tendríamos que tallar un cuerpo de masa considerable. Marte, por ejemplo. Habría que darle forma de nextaedro con una superficie plana alrededor retenida por la gravedad. La energía se enviaría a la Tierra empleando rayos Tesla…

Dejó de hablar para ponerse a bosquejar ideas y ecuaciones en un cuadernillo. Miré como el nextaedro caía, giraba y rodaba por el suelo hasta dar con un rollo de cables.

—Hablando más en serio —me confió Polly, dejando el té—, podrías ayudarnos a identificar algunos de los dispositivos de este taller. Como Mycroft y yo hemos hecho el Big Blank, es posible que nos puedas ayudar.

—Lo intentaré —dije, mirando los extraños dispositivos de la estancia—. Ese de ahí adivina los gajos que tiene una naranja sin abrirla; el del cuerno es un olfatógrafo para medir olores, y la cajita puede transformar el oro en plomo.

—¿Qué sentido tiene eso?

—No estoy del todo segura.

Polly tomó notas en el inventario y yo pasé los siguientes diez minutos intentando describir todas las invenciones de Mycroft que pude. No fue fácil. No me lo había contado todo.

—Tampoco estoy segura de qué hace eso —dije, señalando una pequeña máquina del tamaño de un listín telefónico que había encima del banco de trabajo.

—Curiosamente —respondió Polly—, de éste sabemos el nombre. Es un ovinador.

—¿Cómo lo sabéis si no podéis recordar?

—Porque —dijo Mycroft, que se unió a nosotras tras haber terminado con sus notas—, tiene la palabra «ovinador» grabada ahí. Creemos que debe de ser un dispositivo para fabricar huevos sin usar gallinas, o para fabricar gallinas sin usar huevos. O algo completamente diferente. Venga, voy a encenderlo.

Mycroft le dio al interruptor y se encendió una lucecita roja.

—¿Eso es todo?

—Sí —respondió Polly, mirando pensativa la cajita, no demasiado emocionante.

—No hay ni rastro de huevos ni de gallinas —comenté.

—Ni rastro —Mycroft suspiró—. Puede que sólo sea una máquina para encender una luz roja. ¡Maldita pérdida de memoria! Lo que me recuerda… ¿tienes idea de cuál es la máquina para borrar la memoria?

Registramos el taller mirando las extrañas y en su mayoría anónimas invenciones. Cualquiera de ellas hubiese podido servir para borrar la memoria, pero igualmente cualquiera hubiese podido ser un dispositivo para descorazonar manzanas.

Permanecimos un rato en silencio.

—Sigo opinando que Smudger debería ser defensa —dijo Polly, seguramente la mayor fan del cróquet de la casa.

—Probablemente tienes razón —dije, sintiendo de pronto que era mejor seguirle la corriente—. ¿Tío?

—Polly es la que sabe de esto —respondió—. Estoy un poco cansado. ¿Quién quiere ir a ver
¡Nombra esa fruta!
en la tele?

Todos estuvimos de acuerdo en que sería una forma muy relajada de acabar el día y me encontré por primera vez en mi vida mirando ese repugnante concurso. A la mitad me di cuenta de lo malo que era y me fui a la cama, con las sienes a punto de estallarme de dolor.

30 La Nación Neandertal

SE «USARÁN» NEANDERTALES EN UNA ESCUELA DE ENTRENAMIENTO DE POLÍTICOS

Los neandertales, la propiedad recreada genéticamente de la Corporación Goliath, encontraron ayer un empleo inesperado en la Escuela Chipping Sodbury para políticos, cuando cuatro individuos escogidos iniciaron su participación en la clase de economía de la veracidad en el servicio público. Los neandertales, cuyas habilidades extremadamente desarrolladas para detectar gestos faciales los predispone a percibir cualquier mentira, sirven para que los alumnos mejoren su capacidad para mentir algo que podría resultar útil a estos aprendices de políticos una vez que ocupen un puesto público. «¡Tío, esos tales lo pillan todo! —declaró el señor Richard Dixon, estudiante de primero—. No se les pasa nada… ¡Incluso detectan un ligero embellecimiento o una omisión táctica!» Los profesores se declaran encantados con los neandertales y en privado admitieron: «¡Si al proletariado se le diese la mitad de bien detectar mentiras, estaríamos realmente jodidos!»

The Toad
(sección política), 4 de julio de 1988

Llevábamos toda la mañana buscando
Larga lujuria
sin ningún éxito. Kaine nos llevaba casi dos años de ventaja. De los cien ejemplares impresos, sesenta y dos habían cambiado de manos en los últimos dieciocho meses o así, pero no hay nada como un comprador misterioso cargado de pasta para subir el precio, y el último ejemplar se había vendido en la casa de subasta Agatha's por 720.000 libras; una suma sin precedentes, incluso para un Farquitt anterior a la guerra. Cada vez daba más la impresión de que las posibilidades de dar con un ejemplar de
Larga lujuria
eran muy reducidas. Llamé al agente de Farquitt, quien me contó que habían confiscado toda la biblioteca de la autora y que, antes de soltarla, a la dama septuagenaria la habían interrogado largamente sobre el activismo político en favor de los daneses. Ni siquiera una visita a la biblioteca Farquitt en Didcot dio frutos: casi dieciocho meses antes «agentes gubernamentales» habían requisado el manuscrito original de
Larga lujuria
y también un ejemplar firmado. El bibliotecario se reunió con nosotros en el salón de mármol tallado y, tras decirnos que no hablásemos demasiado alto, nos informó de que ejemplares de todas las obras de Farquitt estaban almacenados y listos para su retirada «tan pronto como sea posible». Bowden respondió que nos marcharíamos a la frontera en cuanto resolviésemos todos los detalles. No me miró al decirlo, pero sabía lo que pensaba: yo tenía que encontrar la manera de cruzar la frontera.

Regresamos en silencio a la oficina de detectives literarios y, tan pronto como llegué, llamé a Landen. Mi anillo de bodas, que había estado apareciendo y desapareciendo toda la mañana, llevaba unos buenos veinte minutos en su sitio.

—¡Hola, Thursday! —dijo con entusiasmo—. ¿Qué te pasó ayer? Estábamos hablando y te callaste.

—Hubo un problema.

—¿Por qué no vienes a almorzar? Tengo palitos de pescado, frijoles y guisantes… con puré de plátano y crema de budín.

—¿Has estado comentando el menú con Friday?

—¿Qué te hace pensarlo?

—Me encantaría, Land. Pero ahora mismo sigues estando un poco existencialmente inestable, así que, simplemente, acabaría quedando en evidencia otra vez delante de tus padres… y tengo que reunirme con alguien para hablar de Shakespeare.

—¿Alguien que yo conozca?

—Bartholomew Stiggins.

—¿El neandertal?

—Sí.

—Espero que te gusten los escarabajos. Llámame la próxima vez que vuelva a existir. Te qu…

La línea se cortó. Mi anillo de bodas también había desaparecido.

Presté atención un momento al tono de marcado, tocándome pensativamente la frente con el auricular.

—Yo también te quiero, Land —dije en voz baja.

—¿Tu contacto galés? —preguntó Bowden, entrando con un fax de la Sociedad de Amigos de Karen Blixen.

—No exactamente.

—Entonces, ¿un nuevo jugador para la Superhoop?

—Ojalá. Goliath y Kaine han asustado a todos los jugadores del país excepto a Penélope Hrah, que juega a cambio de comida y a la que no le importa lo que nadie diga, piense o haga.

—¿No le arrancaron hace unos años una pierna en la semifinal de los Golpeadores de Newport frente a los Errabundos de Dartmoor?

—No puedo permitirme ser demasiado melindrosa, Bowd. Si la sitúo como defensa, puede ladrar a cualquiera que se acerque. ¿Listo para almorzar?

La población de neandertales de Swindon ascendía a unos trescientos individuos y todos vivían en una pequeña aldea occidental conocida como La Nación. Como eran muy hábiles con las herramientas, sólo les habían dado dos hectáreas y media de tierra, agua y puntos de desagüe y les habían dicho que se pusieran a ello… como si hubiese hecho falta decírselo, que no hacía.

Los neandertales no eran humanos ni descendientes nuestros, sino primos. Habían evolucionado al mismo tiempo que nosotros y se habían extinguido al no poder competir con éxito contra los más agresivos humanos. A finales de los años treinta y principios de los cuarenta, Bioingeniería Goliath los trajo de vuelta y se habían convertido en tan parte del mundo moderno como los dodos o los mamuts. Y como habían sido secuenciados por Goliath, cada uno de ellos era realmente propiedad de la corporación. Un plan nada generoso de «recompra» para adquirirse a sí mismos no había sido muy bien recibido.

Aparcamos a un poco de distancia de La Nación y nos apeamos del coche.

—¿No podemos aparcar dentro? —preguntó Bowden.

—No les gustan los coches —le expliqué—. No le ven demasiado sentido a viajar distancias. Según la lógica neandertal, cualquier lugar al que no se pueda llegar tras un día de marcha no vale la pena ser visitado. Nuestro jardinero neandertal solía recorrer a pie cada martes los seis kilómetros hasta nuestra casa. Rechazaba cualquier ofrecimiento de llevarle. Caminar era, insistía, «la única forma decente de viajar». «Si conduces, te pierdes las conversaciones en los setos», decía.

—Tiene sentido —respondió Bowden—, pero si debes llegar pronto a algún lugar…

—Ahí radica la diferencia, Bowd. Tienes que distanciarte de la forma de pensar humana. Para los neandertales, nada es tan urgente como para no poder hacerlo en otro momento… o no hacerlo. Por cierto, ¿te has acordado de no ducharte esta mañana?

Asintió. Como el olor era tan importante para la comunicación neandertal, la ducha jabonosa de los humanos se entendía más bien como un subterfugio sospechoso. Si hablabas con un neandertal llevando colonia, instantáneamente pensaba que tenías algo que ocultar.

Atravesamos la entrada de hierba de La Nación y nos encontramos con un neandertal solitario sentado en una silla en medio del camino. Leía el
Neandertal News
, impreso en letras grandes. Dobló el periódico y delicadamente olisqueó el aire antes de mirarnos brevemente y preguntar:

—¿A quién desean visitar?

—Somos Next y Cable. Almuerzo con el señor Stiggins.

El neandertal nos miró fijamente un momento y luego nos indicó una casa situada al otro lado del descampado que rodeaba un tótem que no tenía idea de qué representaba. En la zona de hierba había cinco o seis neandertales jugando al cróquet y los miré atentamente un rato. No jugaban por equipos. Se limitaban a pasar la pelota y a marcar tantos cuando era posible. Eran excelentes jugadores. Vi a uno marcar desde al menos treinta y seis metros de rebote con otra bola. Era una pena que los neandertales no fuesen agresivamente competitivos… le hubiesen venido bien al equipo.

—¿Notas algo? —pregunté mientras recorríamos la hierba con los jugadores de cróquet moviéndose a nuestro lado como nubes de brazos y piernas bien coordinados.

—¿No hay niños?

—El neandertal más joven tiene cincuenta y dos años —le expliqué—, los machos son estériles. Probablemente sea su principal causa de desacuerdo con sus propietarios.

—Yo también estaría cabreado.

Dimos con la casa de Stiggins, abrí la puerta y entramos directamente. Sabía algunas cosas sobre costumbres neandertales y jamás se entraba en una casa neandertal a menos que te estuviesen esperando… en cuyo caso la considerabas como tuya y entrabas sin más. La casa estaba construida por completo con madera y materiales reciclados y tenía forma circular, con un hogar en el centro. Era cómoda, cálida y agradable, no la cueva pelada que creo que Bowden esperaba. Había en ella un televisor y sillones de verdad, sillas e incluso un equipo de alta fidelidad. Stiggins, que estaba de pie junto al fuego, tenía a su lado una neandertal un poco más baja que él.

—¡Bienvenidos! —dijo Stig—. Ésta es Felicity… formamos una asociación.

Su mujer se nos acercó en silencio y nos abrazó consecutivamente, aprovechando la oportunidad para olernos, primero la axila y luego el pelo. Vi que Bowden hacía una mueca y Stig soltó una tosecita ronca que era la risa neandertal.

—Señor Cable, está usted incómodo —comentó Stig.

Bowden se encogió de hombros. Sí que estaba incómodo, y conocía a los neandertales lo suficiente para saber que no se les podía mentir.

—Sí, lo estoy —respondió—. Nunca había visto una casa neandertal.

—¿Es diferente a la suya?

—Mucho —dijo Bowden, examinando la disposición de las vigas del techo, hechas de distintos trozos de madera pegados con cola a los que luego se había dado forma.

—No hay ni un solo clavo o tornillo, señor Cable. ¿Ha oído el ruido de la madera cuando le introducen un tornillo? Es poco caritativo.

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