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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (12 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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—¡Continúe, señor Buckle! ¡Manténgase así!

Caminó unos pasos en una y otra dirección, consciente de que Tyrrell metía prisa a los hombres en las brazas para que ajustaran aún más las vergas, que el marinero muerto había desaparecido del alcázar y que Ben Garby, el carpintero, se deslizaba con sus ayudantes a través de la escotilla de proa para inspeccionar los daños: consciente de todo esto y de más, no solamente de una cosa, como antaño.

—¡Continuamos, señor, a toda vela!

Asintió, con la mente ocupada por los dos barcos. Les llevaría al menos treinta minutos alcanzarles, o más. El
Miranda
se encontraba casi enteramente cubierto por enemigos al abordaje. Superados en número desde el principio, debía de haber perdido muchos buenos hombres en la primera andanada, tan salvaje.

—¡Fuego!

Mientras el amortiguado grito resonaba en la parte delantera vislumbró la bocanada de humo bajo la serviola de estribor, y sintió la profunda convulsión mientras los cañones del treinta y dos hacían retumbar los aparejos de cubierta. Aferró el catalejo y vio cómo la bala se zambullía muy cerca del casco enemigo, levantando agua a gran altura.

—¡Anduvo cerca! —murmuró Heyward roncamente.

Bolitho desvió la mirada. El gran
indiaman
podía disponer de hasta cuarenta cañones, a primera vista. Podía terminar con el
Sparrow
con tan sólo una andanada bien dirigida si ponía en marcha su artillería. O con menos. ¡Bang! Otra bala partió desde el cañón de proa y observó el rastro de espuma que dejaba, de ola en ola, hasta que impactaba en el costado del otro barco.

Les escucharían acercarse, y les verían. Intentó aclarar su cerebro. ¿Qué debía hacer? ¿Enviar señales a los transportes para que huyeran? No. Estaban indefensos, sobrecargados, y eran lentos. Eso sólo serviría para prolongar su agonía.

Por encima de su cabeza el aparejo crujió ruidosamente, y Buckle lo maldijo, antes de obligar al timón a que cediera un poco más. Bolitho sabía sin mirar que navegando tan en contra del viento tenía pocas posibilidades de alcanzar los barcos a tiempo para ayudarles.

Alguien pasó a su lado. Era Bethune, con los brazos colgando a sus costados, sus calzones cubiertos con lamparones de sangre oscura y un manchón donde los dedos del marinero se habían aferrado en agonía a esta tierra. Bolitho miró hacia él.

—¡Señor Bethune! —vio cómo el joven saltaba, sorprendido.

Caminó hasta la batayola y regresó de nuevo. Merecía la pena intentarlo. Ahora o nunca. Si llegaban después de que el
Miranda
hubiera sido derrotado por el enemigo, las cubiertas del
Sparrow
acabarían tan rojas como la bandera que ondeaba sobre su cabeza. El guardiamarina esperó abajo.

—¡Señor!

—Haga esa señal de una vez —apoyó su mano en el carnoso hombro de Bethune. Podía sentir la piel a través de su camisa, fría como el hielo a pesar del sol—.

—¿Señal, señor? —le contempló cómo si hubiera oído mal, o cómo si su capitán se hubiera vuelto loco.

—Sí, al
Miranda
. «Barco a la vista al noreste» —lo aferró más fuerte—. ¡Muévase!

Bethune escapó, llamando con voz aguda a sus asistentes, y en un minuto las brillantes banderas de señales flamearon al viento, mientras la mirada de Tyrrell oscilaba de ellas a Bolitho, con incredulidad primero, y luego con lenta comprensión.

—Pocos infelices lo verán a bordo del
Miranda
—dijo Buckle.

Tyrrell estudiaba a Bolitho.

—No. Pero el corsario sí. Creerán que una patrulla del escuadrón viene a unirse a la lucha.

Bolitho aguardó hasta que el cañón de proa de Graves disparó una vez más.

—Es lo único que podemos hacer por el momento —dijo.

Los minutos pasaron lentos como horas, y mientras una súbita ráfaga de viento barría a los dos barcos abarloados, Bolitho contuvo el aliento. Un pequeño rayo de luz brilló donde no había habido nada. Luego fue un destello en el agua, que se amplió mientras los barcos se separaban y el gran buque corsario soltaba la vela de trinquete y el contrafoque para maniobrar con mayor facilidad. El
Miranda
quedaba ya a cierta distancia del corsario, y el agua entre los dos barcos se encontraba salpicaba con restos y lonas desgarradas, y aquí y allí un hombre luchaba por mantenerse a flote en medio de una confusión de cadáveres a la deriva.

Un grito de alegría surgió de la cubierta de artillería del
Sparrow
, y varios hombres corrieron a las pasarelas para observar cómo el enemigo desplegaba más velas y se alejaba ciñendo.

La sonrisa de Tyrrell se congeló cuando Bolitho exclamó:

—¡Haga callar a esos hombres! —comprendió que aún mantenía su espada y que su mano casi dolía por la fuerza con que la aferraba—. Mire más allá señor Tyrrell, no hay razón para alegrías hoy.

Tyrrell se volvió para contemplar la oscura forma del
Miranda
. Las nubes de humo ascendían mientras los hombres que quedaban apagaban el fuego y avanzaban a tientas entre los desperfectos de su barco. Mientras el
Sparrow
se acercaba, todos pudieron apreciar los delgados regueros escarlata que salían de sus imbornales, y los grandes agujeros en todas las partes de su casco.

—Dé la orden al señor Tilby de que se prepare para arriar los botes. Llame al cirujano y envíelo con ellos —Bolitho apenas reconocía su propia voz cortante, pesada, inhumana—. Acorte vela y recoja los juanetes. Nos mantendremos a sotavento del
Miranda
, de momento.

Pasó por alto el rumor de pisadas mientras los hombres de Tilby corrían a los botes encadenados. Vio a Graves que avanzaba hasta toldilla, enjugando su cara y su pecho con un harapo mojado. Pese el ajetreo, las velas aún se mantenían en buen estado, aunque presentaban un gran número de agujeros que habría que reparar antes de que cayera la noche. Unos cuantos estays y drizas estaban rotos, y sabía que el casco había sido golpeado varias veces en la línea de flotación, o cerca. Pero las bombas sonaban con normalidad. El barco había reaccionado como un veterano.

Dalkeith subió a toda prisa la escala, con su pesada bolsa aferrada contra el pecho, y el rostro sudoroso por el esfuerzo.

—¿Cuántos, señor Dalkeith? —de nuevo escuchó su voz como si fuera la de un extraño.

El rollizo cirujano contemplaba la fragata con ojos apagados.

—Dos muertos, señor. Y cinco heridos por astillas.

Bolitho intentó recordar al hombre que murió a su lado. Su nombre era Manners.

—Manners —dijo—. ¿Quién fue el otro?

—Yelverton, señor. Muerto por una bala en el palo de trinquete —bajó la mirada—. Decapitado.

Graves descendía ya por la escala, pero retrocedió al escuchar a Bolitho.

—Yelverton, ¿ha oído eso, señor Graves? El único hombre que mantuvo sus sentidos cuando los otros fueron demasiado ciegos para ver la verdad. ¿Era ése al que quería azotar? —se volvió—. Bien, ya no le molestará más, señor Graves. Ni nosotros a él.

Sin mirar siquiera supo que Stockdale observaba desde el pie del palo de mesana.

—Llame a la yola. Visitaré al capitán Selby y veré qué debe hacerse.

—Sí, señor.

Stockdale volvió la vista y se acercó hasta la banda del bote. Nunca había visto a Bolitho tan afectado ni tan conmovido. Y, por una vez, no sabía cómo ayudarle.

Bolitho entró en su cabina y desenvainó la espada antes de arrojarla en el banco bajo la ventana. Fitch y un marinero joven se ocupaban en sustituir los muebles, mientras otro limpiaba las manchas de humo de la parte inferior de la cubierta. Cuando se entraba en acción ni siquiera se desperdiciaba el espacio que ocupaba la estancia del comandante. Con un rápido cambio de paneles, la cámara se transformaba en una extensión de la cubierta de artillería, y a cada lado se situaba un achaparrado cañón del doce, ahora oculto nuevamente por una discreta funda de lona.

Fijó su mirada en el cañón más próximo, con los ojos velados por la tensión. «El toque femenino». Entonces se volvió bruscamente a Tyrrell y a Graves, que le habían seguido hasta el interior de la estancia desde su regreso del castigado
Miranda
. Tantas preguntas y suposiciones se agolpaban en su mente, tantas visiones y sonidos contemplados a bordo de la fragata asolaban su cerebro que por un momento no pudo ni siquiera hablar.

Más allá de la amurada podía escuchar el continuo golpeteo de los martillos y el rascar de las sierras mientras la dotación del barco continuaba las reparaciones. Después de una hora entera a bordo del
Miranda
, había regresado para encontrar a los hombres bajo su mando dedicados a la tarea de reparar los daños sufridos en el encuentro con el corsario, con una dedicación tan ferviente que le resultaba imposible comparar esa escena con la que acababa de dejar. El maestro velero y sus hombres ya habían reparado las velas desgarradas, con las agujas brillando a la luz del sol, cuyas telas cubrían toda la cubierta mientras se remendaban las que habían sido arriadas.

Garby, el carpintero, le había saludado en el portalón de llegada, y le había contado que la artillería del bergantín no había causado demasiados daños. Dos agujeros de cañón bajo la línea de flotación, que sus hombres ya estaban reparando, y varios otros de los que se ocuparían antes del anochecer. Garby había hablado con rapidez, profesionalmente, como si, al igual que los otros, no se sintiera deseoso de pensar en el
Miranda
y en su destino, que podrían haber compartido.

Graves fue el primero en romper el silencio.

—Todos los cañones están a salvo, señor. Ni las portas ni los aparejos han sufrido daños —bajó los ojos ante la mirada fija de Bolitho—. Mejor de lo que cabría esperar.

—¿Cómo ha ido, señor? —preguntó Tyrrell con cierta humildad.

Bolitho se dejó caer sobre una silla y estiró las piernas. Los pantalones aparecían renegridos por las manchas de pólvora y la escalada por los costados de la fragata. ¿Cómo había ido? De nuevo revivió las imágenes de horror y muerte, los pocos hombres indemnes que trataban de poner orden en la fragata. Huellas de humo, grandes manchas de sangre secándose poco a poco, cadáveres mutilados diseminados bajo las vergas derribadas y los tablones destrozados… Era un milagro que el
Miranda
aún se mantuviera a flote.

—Esperan conseguir aparejos de repuesto para mañana —dijo—. Si el viento no cesa, o si las bombas no fallan, pondrán el barco en movimiento —se frotó los ojos con los nudillos, y los sintió agarrotados, como si se los aprisionara un torno—. Algunos de los heridos serán transferidos directamente a
los
transportes. Allí tendrán más espacio para reponerse.

Intentó de nuevo alejar la agonía de su mente: hombres tan gravemente mutilados por astillas que ya debían de estar muertos. Guardiamarinas, e incluso marineros, a cargo de las reparaciones, debido a la carnicería en la superestructura de cubierta. Cuando subió a bordo encontró al primer teniente de la fragata supervisando la recuperación del mástil de mesana. El hombre llevaba un brazo en cabestrillo y parecía que le hubieran abierto la frente con un hierro candente.

Graves exhaló aire muy despacio.

—Se portaron muy bien.

—Sí.

Bolitho quería arrojarlos fuera de la cabina, sellar la puerta y apartarlos de su propia incertidumbre.

—He distribuido las órdenes por el barco señor —dijo Tyrrell—. Creo que nuestros hombres saben lo satisfecho que está usted de…

—¿Satisfecho? —el tono de Bolitho le hizo replegarse. Sacudió los pies—. ¡Si cree que existen razones para estar complacidos, señor Tyrrell, conténgalas! —se dirigió a la ventana y regresó de nuevo—. He podido comprobarlo por mí mismo. Nuestra gente no se encuentra invadida por el entusiasmo de la victoria. ¡Se sienten aliviados, y nada más! Agradecidos por no haber padecido destrozos como los del
Miranda
, y ansiosos por olvidar sus propias equivocaciones.

—Pero eso es injusto, señor —añadió Tyrrell, rápidamente.

—¿Ah, sí? —se sentó a la mesa, con la ira ya agotada—. Raven es el mejor ejemplo. Vio lo que esperaba ver, como lo hizo el capitán Selby, del
Miranda
. Y, como usted, señor Tyrrell, nuestra gente creía que combatir al enemigo era una especie de maniobra general, unos pocos cortes y unas maldiciones y ya está. Quizá estemos acostumbrados a vencer con facilidad, como ocurría en el pasado, y nos supere este nuevo tipo de guerra.

Se hizo otro silencio, de modo que el martilleo en algún lugar dentro del casco se volvió insistente, y de pronto, para Bolitho, urgente.

—¿Qué vamos a hacer, señor? —preguntó Graves, con cautela.

Bolitho se les encaró con expresión grave.

—El capitán Selby ha muerto. Lo mató la primera descarga.

Caminó hasta la ventana del cuarto y observó la maltrecha fragata. Podía imaginar sin esfuerzo al primer teniente herido, el hombre que había conducido el barco en el enfrentamiento contra el enemigo sabía que eso era todo lo que podía hacer pese a las enormes pérdidas y los daños que ya había sufrido. Ahora, sin un solo teniente, ayudado tan sólo por un puñado de oficiales de poco rango, hacía todo lo posible por reparar el barco, para ponerlo a salvo antes de que el mar o nuevos enemigos pudieran asolarlo.

En el inmenso caos de la cabina de Selby, su teniente había roto el seguro y entregado a Bolitho los despachos sin la sombra de una duda. Incluso ahora, de vuelta a su camarote, a Bolitho le costaba creerlo. Un segundo comandante, y de pronto, casi en un suspiro, debía soportar la responsabilidad por todos. Colquhouny Maulby se encontraban lejos, y Selby había muerto. Había visto su cadáver en la desmantelada toldilla de popa, atrapado bajo un cañón del nueve que había volcado; en una mano aún aferraba su espada, como un talismán inútil.

La voz de Tyrrell le hizo volverse hacia ellos nuevamente.

—Entonces ¿Está usted al mando, señor?

Los tenientes le contemplaban absortos; sus rostros mostraban tanto duda como cierta aprensión.

Bolitho asintió.

—Continuaremos con los transportes hasta el anochecer, después de haber trasladado los heridos del
Miranda
y hecho lo que hayamos podido por el barco —intentó no pensar en los interminables problemas que se le presentaban—. Cuando hayamos enlazado con el escuadrón, como nos ordenaron, nos ocuparemos de los despachos para el comandante en jefe.

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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