Al Filo de las Sombras (33 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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—Pero has expuesto unos cuantos argumentos excelentes, hijo. Te has vuelto valioso para mí. —Oh, cómo escocía llamar eso a aquel mestizo. ¡Hijo!—. Te concederé tu deseo. Construirás un ferali para mí.

Moburu abrió mucho los ojos. Oh, no tenía ni idea.

—Sí, santidad.

—Y... ¿Moburu? —Garoth dejó que el silencio se alargase hasta que el chico tragó saliva—. Impresióname.

Capítulo 36

—¿Queréis que huyamos y no me decís por qué? ¿Y eso tiene que convencerme? —preguntó el señor de Vass.

Trescientos soldados se habían congregado en el oscuro patio de armas, bajo una medialuna en un cielo nocturno cuajado de estrellas. Trescientos soldados vestidos para la batalla, apiñados contra el frío inclemente que ya había descendido sobre aquellas montañas, aunque el calor estival apenas hubiera perdido su furor en la ciudad de Cenaria. Trescientos soldados y su oficial al mando... que no era Solon. Trescientos hombres que observaban la conversación entre Solon y Lehros de Vass.

—Reconozco —dijo Solon con voz pausada— que suena poco convincente. Pero solo os pido un día. Nos vamos durante un día, y después volvemos. Si me equivoco, tampoco es que haya saqueadores que se vayan a llevar algo. No hay nadie más en estas malhadadas montañas aparte de los montañeses, y hace tres años que no asaltan las murallas.

—Significa abandonar nuestro puesto —objetó el joven noble—. Hemos jurado defender esta muralla.

—No tenemos puesto —replicó Solon—. No tenemos rey ni señor. Tenemos trescientos hombres y un país ocupado. Nuestros juramentos los prestamos a hombres que ya están muertos. Nuestro deber es mantener vivos a estos hombres para que puedan luchar cuando surja la oportunidad. Esta no es la clase de guerra en la que cargamos gloriosamente contra las líneas enemigas blandiendo nuestras espadas.

El señor de Vass era lo bastante joven para ruborizarse de ira y vergüenza. Por supuesto, esa era exactamente la clase de guerra que tenía en mente, y había sido un error menospreciarla. ¿Cuánto hacía que Solon había dejado de hacerse esas ilusiones sobre la guerra?

Los hombres no movían un músculo, pero todos vieron la ira dibujada en las facciones de su superior, el rojo más encendido aun a la titilante luz de las antorchas.

—Si queréis que nos vayamos, exijo saber por qué —dijo el señor de Vass.

—Se acerca un contingente de soldados de élite khalidoranos conocidos como los Juramentados. Transportan a la diosa khalidorana Khali a Cenaria. Atacarán las murallas a la hora de las brujas.

—¿Y vos queréis partir? —preguntó Vass con incredulidad—. ¿Sabéis lo que significaría que capturásemos a la diosa de Khalidor? Los destruiría. Daría esperanzas a nuestros compatriotas. Seríamos héroes. Este es el lugar idóneo para detenerlos. Tenemos murallas, trampas, hombres. Esta es nuestra oportunidad. Es justo lo que estábamos esperando.

—Hijo, esta diosa... —A Solon le rechinaron los dientes—. No estamos hablando de capturar una estatua. Creo que es real.

Lehros de Vass miró a Solon, al principio escéptico y luego con indulgencia.

—Si necesitáis salir corriendo, adelante. Ya sabéis dónde está el camino. —Soltó una risita, ebrio de su propia grandeza—. Por supuesto, no puedo dejaros partir hasta que me devolváis mi oro.

Si Solon le explicaba dónde se encontraba su oro en ese momento, Vass haría que sus hombres fueran a recuperarlo de inmediato, y Dorian quedaría desprotegido.

—Podéis iros al infierno —dijo Solon—. Y yo también. Moriremos juntos.

La hermana Ariel Wyant estaba sentada a cinco pasos de la primera barrera mágica que separaba el bosque Iaosiano del robledal. Llevaba los últimos seis días observando lo que semejaba una placa, seis metros bosque adentro. No parecía llevar allí mucho tiempo: aún estaba cubierta de maleza.

Su primer motivo de esperanza durante el examen de la salvaguarda defensiva había sido que Ezra la había elaborado siglos atrás. Tratándose de otro mago, habría esperado que las tramas se hubiesen desintegrado después de tanto tiempo. Las tramas siempre se degradaban. Sin embargo, con Ezra «siempre» no significaba «siempre». La prueba reverberaba ante ella, fuera del campo de visión de un simple mortal.

El segundo motivo de esperanza era que, dado el poder de Ezra y el del resto de los magos de su época, debió de defenderse contra unos adversarios mucho más poderosos que cualquiera que viviese en ese momento. La hermana Ariel no era lo bastante arrogante para creerse a la altura de quienes Ezra tenía en mente. Solo podía confiar en que su leve examen de las tramas fuese lo suficientemente discreto para no llamar la atención. Las termitas eran minúsculas, pero habían destruido más de una casa imponente.

De manera que, por espacio de seis días, examinó y reexaminó las tramas que separaban el bosque Iaosiano del robledal. Eran tan hermosas como la telaraña de una viuda negra. Había trampas grandes y pequeñas. Había tramas pensadas para desmoronarse al menor contacto, tramas dispuestas para que las desenmarañaran y tramas que no podrían romperse ni con el doble de la fuerza de Ariel. Y cada una de ellas contenía una trampa.

Ariel se imaginaba a la perfección lo que había hecho la hermana Jessie. Probablemente había intentado ocultar su Talento. El primer día se le había antojado una estrategia perfecta, y habría funcionado de haber sido Ezra un idiota. El Talento de la hermana Jessie era bastante débil, y podía comprimirlo y luego escudarlo, haciéndolo invisible a las otras hermanas o los varones videntes... lo cual, bien pensado, era una idea curiosa: ¿cuántas veces habrían usado exactamente esa estrategia las mujeres con Talento para esconderse ellas o a sus hijas de las hermanas reclutadoras de la Capilla? Ariel meneó la cabeza. No era el momento de distraerse. El problema estribaba en que las tramas de Ezra no se limitaban a reconocer el Talento. Por lo que Ariel era capaz de discernir, obligada a hacer suposiciones a causa de la complejidad y delicadeza de las tramas, la magia de Ezra también detectaba los cuerpos de los magos.

Todo el mundo sabía que los magos eran diferentes de las personas ordinarias, pero ni siquiera los sanadores actuales comprendían con exactitud cómo cambiaba la magia la carne de un mago. Que lo hacía resultaba innegable. Los magos envejecían de forma distinta, a veces más despacio cuanto más Talento tenían, pero a veces no. Al margen de eso, sus constantes interacciones con la magia alteraban la carne misma de maneras sutiles. Al parecer Ezra conocía a la perfección cuáles eran esas maneras. La hermana Ariel debería haberlo imaginado. Entre sus demás logros, que no eran pocos, Ezra había sido un sa’salar, un Señor de la Curación. Había creado al Cazador Oscuro: ¡había creado un ser vivo!

«Oh, hermana Jessie, ¿atravesaste directamente este muro de magia? ¿De verdad te creíste más lista que el propio Ezra? ¿Cuántos huesos de mago pueblan el suelo de este maldito bosque?»

Estaba permitiéndose divagar sin acometer el problema que tenía entre manos. Ella todavía estaba viva. Había superado la primera barrera. Necesitaba hacer algo con ese logro. Necesitaba conseguir aquella maldita placa dorada. Estaba clavada a seis metros de distancia, justo en lo alto de un pequeño montículo. Muy cerca, y aun así no tenía esperanzas de conseguirla. Su examen de las trampas de Ezra la había convencido de ello. Le llevaría años desmantelarlas. Eso, si lo conseguía. Aunque tuviera el tiempo suficiente, nunca estaría segura de no haber pasado algo por alto. Nunca podría estar segura de cuántas capas más de protección quedaban. Ezra podría haber tejido aquella salvaguarda en unos cuantos días. Su intención podría haber sido que esa capa la atravesaran los magos débiles. La hermana Ariel podría pasarse la vida entera desmantelando trampas y no desvelar nunca los auténticos secretos de Ezra.

Si hubiese llegado cuando era más joven, quizá lo habría considerado un uso digno de su vida. Sin embargo, de joven había sido mucho más idealista. Había creído en la Capilla con esa fe insensata que la mayoría reservan para su religión. Si Ezra poseía en verdad artefactos de un poder devastador, ¿seguro que Ariel querría entregárselos a la rectora? ¿Confiaría a Istariel un objeto que multiplicaría por diez su poder?

«Para, Ariel. Te estás despistando otra vez.»

Observó la placa. Entonces rompió a reír. Qué sencillo era. Se puso en pie y echó a caminar de vuelta hacia el pueblo.

Regresó al cabo de una hora con la barriga llena y una cuerda. Maese Zoralat había tenido la bondad de enseñarle a hacer y tirar un lazo. Llevaba los dos últimos días preguntándose cómo conseguir la placa... y llevaba dos días pensando solo en medios mágicos. Tonta, tonta, tonta.

Las siguientes horas le demostraron que también era torpe. ¿Cuántas veces en su vida había contemplado con desdén a los hombres que trabajaban en las caballerizas de la Capilla? Debería obligarse a las hermanas a practicar cómo echar el lazo... delante de todos los mozos de cuadra de la Capilla.

El día terminó y todavía no había podido cerrar el lazo en torno a la placa. Maldijo ante el bosque hasta quedarse a gusto y regresó a la posada. Al día siguiente volvió a la carga, con el brazo y el hombro doloridos. Tardó tres horas más, durante las cuales se maldijo, maldijo la cuerda, maldijo a Ezra, maldijo su falta de ejercicio y maldijo sin más... pero todo en silencio.

Cuando el lazo por fin se cerró alrededor de la placa, habría jurado que el oro de la misma resplandecía por un instante. Quiso ampliar sus sentidos para ver qué acababa de pasar, pero estaba demasiado lejos. Decidió que no le quedaba otra que tirar del maldito trasto y punto.

Al principio, la placa no se movió. Estaba enganchada de alguna manera. Después, con los tirones de Ariel una parte del montículo se desplazó y rodó a un lado hasta liberar la placa. No era un montículo, sino el cuerpo de la hermana Jessie. Llevaba semanas muerta. El mantillo había crecido sobre sus vistosos ropajes y ocultaba las manchas de sangre. Parecía que una garra le había arrancado media cabeza de un zarpazo atroz. Desde su muerte, ninguna alimaña había mancillado su cuerpo: no había osos, coyotes, cuervos ni otros carroñeros en el bosque de Ezra, pero los gusanos tenían bien avanzado su trabajo.

La hermana Ariel apartó la vista y se concedió un momento para ser una mujer que acababa de ver el cuerpo mutilado de una conocida. Respiró poco a poco y se alegró de que el cadáver de Jessie estuviese tan lejos. Lo había tenido así de cerca durante días, y ni siquiera había llegado a oler a descomposición. ¿Era un truco del viento, o de la magia?

La hermana Jessie aferraba la placa entre las manos.

Ariel amuralló con esmero todas las emociones que sentía y las dejó aparte. Las examinaría más tarde, ya se permitiría llorar si las lágrimas acudían a sus ojos. Por el momento, quizá estuviera en peligro. Observó la placa. Estaba demasiado lejos para distinguir qué símbolos tenía en la superficie, si es que tenía alguno, pero transmitía una sensación que la hacía estremecerse hasta el tuétano.

La placa cuadrada tenía ganchos clavados en la cuerda. Parecía que se hubiesen formado cuando el lazo había aterrizado para ayudarle a sacarla.

Estiró de la cuerda y acercó la placa a la barrera defensiva, pero no la hizo traspasarla. Era imposible predecir lo que sucedería si un objeto, tal vez mágico, franqueaba la salvarguarda de Ezra. La inscripción estaba en gamítico; para su sorpresa Ariel descubrió que recordaba el idioma sorprendentemente bien. El mensaje rezaba:

Si este es el cuarto día, tómate tu tiempo. Si es el séptimo, sácala ya por la barrera.

Las runas seguían, pero Ariel paró y frunció el ceño. No era el tipo de texto que la gente solía escribir en una placa. Se preguntó a quién podrían ir dirigidas las palabras. ¿Quizá la placa había formado parte de alguna antigua prueba? ¿Un rito iniciático para magos? ¿Cómo la habría interpretado la hermana Jessie? ¿Por qué le había parecido tan importante? Siguió leyendo:

Días delante de la barrera, Caracaballo. Lanzas de pena, por cierto.

Ariel soltó la cuerda porque sus dedos habían perdido la sensibilidad. De novicia la llamaban Caracaballo. Intentó traducir las palabras de otra manera, pero las runas gamíticas dejaban claro que se trataba de un nombre propio, un insulto específico, no genérico.

Al ver cómo se había enganchado la placa a la cuerda, de repente estuvo segura de que se había agarrado voluntariamente a ella. Como si fuese inteligente. Los ganchos no estaban colocados de forma simétrica a ambos lados de la placa. Era como si hubiesen crecido en respuesta al contacto del lazo.

La placa resplandeció y la hermana Ariel retrocedió a trompicones, asustada.

Fue un error. Tropezó con un pliegue de la cuerda y, al caer, le dio un tirón que hizo que la placa atravesara la barrera.

Se puso en pie tan deprisa como le permitieron sus rollizas extremidades. La placa ya no resplandecía. La recogió y, al tocarla, las runas gamíticas se disolvieron y dieron paso a la lengua común.

Profecía. No inteligencia.

La hermana Ariel tragó saliva, sin acabar de creérselo. La inscripción siguió apareciendo ante sus ojos, como si la escribiera una pluma invisible.

Si este es el séptimo día, mira dos estadios al sur.

¿Estadios? Quizá las unidades de medida no se tradujeran. ¿Cuánto eran dos estadios? ¿Trescientos pasos? ¿Cuatrocientos?

Estaba paralizada de miedo. Nunca había sido de las que corrían aventuras. Era una erudita, y muy buena. Era una de las hermanas más poderosas, pero no le gustaba lanzarse de cabeza a cosas que no entendía. Dio la vuelta a la placa.

Salvaguardas en los árboles. No confíes en él.

Lo había escrito Jessie al’Gwaydin con letra precipitada.

«Oh, perfecto», pensó Ariel.

Estaba clavada en el suelo. Las palabras que había escrito la hermana Jessie solo podían haber sido trazadas con magia, pero Jessie no habría usado jamás magia dentro del bosque. Hubiera sido un suicidio.

«Bueno, está muerta.»

Podía ser todo una trampa. La placa podría haber activado algo al atravesar la barrera. Quizá hubiese una trampa en los árboles al sur, adonde la placa intentaba hacerle ir. Tal vez debería retirarse a ponerlo todo por escrito, desentenderse de la trampa y jugar según sus propias reglas.

Sin embargo, la hermana Ariel no regresó a Vuelta del Torras para escribir en su diario. Había estudiado la salvaguarda del sur. Si hubiese habido una trampa, ya la habría disparado.

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