Agua del limonero (19 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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—Yo a Luisa la traje aquí casi engañada —dijo sin mirar a Clara—. Fue la noche misma en que la vi por primera vez.

—¿Otro secuestro?

A veces, la escritora que habitaba en Clara no sabía contenerse. Acababa de visualizar la escena de Greta en el pantalán, entrando en el coche de Thomas Bouvier con la misma docilidad que un caballo en una cuadra, y había pensado, qué tontería, que aquello de los secuestros era tan frecuente para los hombres Bouvier como la muerte por sorpresa. Menos mal que el viento, el estruendo del mar contra la playa y la algarabía de las memorias desordenadas y alborotadoras, casi un corral de gallinas con un zorro dentro, que les habían salido al encuentro en aquel camino impidieron que Tom escuchara el comentario.

—Carolina nació en esta casa. En ese cuarto de ahí arriba —continuó, señalando una ventana del piso superior—. A Luisa no le dio la gana ir al hospital. Ni siquiera quiso que llamara a un médico. ¡Qué cosas tenéis las españolas!

—Oye, no generalices. A mí los médicos me chiflan.

—Pues a Luisa le daban pánico. Pobrecilla.

«Pánico», dijo, «pobrecilla», apostilló. Y la escritora esta vez guardó un respetuoso silencio. A los fantasmas no hay que juzgarlos, se recordó, pero maldita la ocurrencia de tenerles miedo a los médicos, con un parto y un cáncer escritos en las líneas de la mano. Tom caminaba por aquel jardín como a tientas e iba tropezándose aquí y allá con las malas hierbas. Parecía que recorriera los viejos caminos dibujados en su memoria, no los de verdad, y que por eso no era capaz de ver los obstáculos que habían crecido durante los últimos años bajo sus pies.

Clara se contagió de aquel mal. Se encontró de repente a oscuras en el recibidor de la casa de Hinestrosa, palpando las paredes con las manos, desesperada por reconocer al menos un objeto que le resultara familiar: el espejo, el jarrón vacío, el Premio Nacional de Literatura, pero nada. Lo único que logró fue tropezar ella también con una raíz que sobresalía del suelo reseco.

—¡Cuidado! —exclamó Tom agarrándola con fuerza de ambos brazos.

Permanecieron así, frente a frente, casi abrazados, un minuto más de lo necesario. Él, con Luisa en la memoria. Ella, con Hinestrosa en el fondo de las pupilas.

—Querías que te enseñara mi lugar favorito del mundo —dijo Tom sin soltarla—. Pues aquí estamos. Exactamente en este punto. Bajo las ramas del limonero.

Era cierto. El arbolillo flaco que se sostenía gracias a raíces como aquella traidora que se había enredado en el tobillo de Clara no era sino un limonero lunero, andaluz, de corteza recia y tronco retorcido del que sobresalían de vez en cuando unos pinchos fanfarrones. Llevaba quince años alimentándose sólo de lluvia; la sal del aire le perjudicaba, la arena se amontonaba a sus pies dificultando aún más su supervivencia y, sin embargo, amarillo como estaba y raquítico, continuaba respirando contra toda lógica.

—Es terco, ¿verdad? —Tom se desprendió de aquel abrazo de cuatro y palmeó el tronco de su amigo—. Lo plantó ella. De un pepitón. En el vaso del cepillo de dientes. —Sonrió.

—Me recuerdas a alguien —confesó Clara—. Alguien que dice que soy para él como agua del limonero.

—Eso es que te quiere muchísimo.

—Es quince años mayor que tú.

—Pues tú tienes más o menos la edad de Luisa cuando la conocí. También me recuerdas a ella.

Rodearon la casa, pero no entraron dentro. Cruzaron el resto del jardín y acabaron sentados en la playa, callados, añorando a quienes no eran. Hacia frío. Sol. Una pizca de viento del sur. La orilla contraria del océano Atlántico. La misma agua.

¿Desde cuándo sabía Tom que Clara no era Luisa? ¿Antes o después de los geranios? Ahora que Gabriel Hinestrosa había recuperado su trono de nubes y estrellas, Clara no podía dejar de verlo en todas partes. Venía caminando por la orilla, envuelto en una bufanda de cachemir, con las manos grandes en los bolsillos chicos, con aquella cadencia suya que lo mecía de un lado a otro y la espalda levemente encorvada por el peso de su conciencia. Ella se ponía en pie, se dejaba acariciar despacito, nuca, espalda, cintura, pecho, una brocha de pintor meticuloso cubriendo cada milímetro de su piel, ése era Hinestrosa, su voz de roble y whisky, su tierna timidez, un pie en otro mundo, más complicado quizá pero también más glorioso, en el que el éxito consistía en pasar sin escándalo a la posteridad. Ahora, mar adentro, con los ojos empañados, ahogándose en ella, cayendo como un desesperado en la peor de las tentaciones.

—Me gustaría tener un hijo contigo —se le ocurrió decir a Clara una mañana de vencejos en la ventana.

—Será un nieto —respondió él sin calcular a quién iba dirigido el dardo envenenado, si a la pobre Clara o al pobre Gabriel.

Y Clara no volvió a sacar el tema.

—¿Nunca has pensado en rehacer tu vida con otra mujer? —le soltó de repente a Tom pillándolo desprevenido—. No sé, tal vez tener más hijos, formar una gran familia. ¿No te sientes un poco solo en esa casa tan grande, con Greta, claro, y con tu hija, por supuesto, pero, ya me entiendes, al fin y al cabo solo?

—Greta es mucha Greta —respondió él desinflándose—. Y Carol no lo comprendería. Ella es —escogió cuidadosamente las palabras— muy delicada.

La marea estaba subiendo. Unos metros más y les empaparía los zapatos. Ninguno de los dos hizo amago de retirarse. Clara se rodeó las piernas con los brazos. Tom se tumbó en la arena fría.

—Tengo una amante, Clara.

A la escritora reivindicativa le extrañó menos el hecho en sí que la manera en que aquel hombre educado, un caballero, se refería a la mujer que le estaba curando el alma.

—¿Una amante?

—Se llama Vivían. Tiene cuarenta y tres años. Es la directora del departamento de prensa del MOMA, está soltera, no fuma, tiene tendencia a engordar, pero se cuida mucho, le quedan mejor las faldas que los pantalones, es disciplinada con los horarios, odia el sushi, juega al tenis dos veces por semana y no ha visto Titanic porque dice que a ella las desgracias históricas no le divierten nada.

—Tú no tienes una amante, bruto, tú lo que tienes es una bendita que te consiente que no le hayas hablado de ella ni a tu madre ni a tu hija. Eso no se hace, Tom. Eso está muy mal.

Los hombres no lloran. O, al menos, no como las mujeres, con lágrimas gordas, contundentes. A ellos se les ponen los ojos algo irritados, eso es todo, y se les quiebra un poco la voz al hablar. Es lo más parecido a una gripe el llanto masculino.

Tom se desencajó.

—¿Y Luisa? —logró balbucear haciendo un gran esfuerzo.

Clara le apretó la mano.

—Luisa lo sabe ya. Seguro que se alegra por ti.

—Hace quince años que no voy a visitar su tumba. No he ido nunca, nunca, nunca. No sé ni cómo se va al maldito cementerio.

—Se va igual que a todas partes, Tom, en coche.

El rato en la playa tuvo tres consecuencias inesperadas: una, un dolor de riñones que compartieron Clara y Tom durante varios días y que, si no hubiera sido porque ambos achacaron el tormento a la misma corriente de aire húmedo, cualquier doctor

de ciudad lo hubiera confundido fácilmente con los síntomas del reuma. Dos, una necesidad palpable, física, perentoria, de volver a hablar con Hinestrosa, en el caso de Clara, y con Luisa en el de Tom, y que los dos satisficieron del mejor modo que se les ocurrió. Y tres, un viaje a través de varios bosques de eucaliptos, castaños de Indias y plátanos de sombra en busca del pequeño camposanto en el que reposaban los restos mortales de todos y cada uno de los miembros de la familia Bouvier que alguna vez estuvieron repartidos por el ancho mundo.

La idea descabellada de Thomas H. Bouvier de reunirlos en aquel corralillo era más propia de esta vida que de la otra. Por alguna extraña razón, un día se imaginó bebiendo tequila con todos sus muertos y aquella imagen lo persiguió para siempre. No descansó en paz hasta que firmó el documento en el que destinaba una parte de su inmensa fortuna a la construcción del cementerio al que bautizó con el mismo nombre que años más tarde recibiría la unidad de cardiología del Hospital General de Nueva York: Bouvier Memorial.

A Clara no le pareció tan rara aquella excentricidad; de algún modo, era la misma costumbre que en Arcos, la de enterrarse en familia. Había quien tenía comprado el terreno desde mucho antes de temerle a la muerte. Y también quien llevaba flores a su propia tumba para que hiciera bonito.

Lo que la admiró de veras fue comprobar que la longitud del césped era la misma en todas las esquinas. Que los parterres de flores estaban cuajados de botones aguardando la primavera. Que las losas relucían con la primera luz de la luna y que alguien, probablemente aquella viejita de rasgos indígenas que les abría solícita la puerta del cementerio, había barrido una a una todas las hojas tronchadas por el viento y el otoño y las había amontonado en un rincón.

—¡Ay, diosito! —exclamó la anciana al encontrarse con el susto de Tom en medio de la noche.

Y Clara reconoció en el acento y las formas las mismas que había aprendido a encontrarle a la otra Rosa Fe.

III

Hacía un café amargo que aderezaba con chocolate y vainilla la Rosa Fe de las manos arrugadas y, si nadie se lo impedía, le echaba también un chorrito de aguardiente más parecido al orujo que al auténtico tequila. Decía que le recordaba a las cucarachas quemadas de un bar del puerto, en Acapulco. Uno que antes tenía fama de tugurio de mala muerte y, ahorita, con la explosión del turismo —así dijo, «explosión», porque así lo había escuchado en las noticias— era el favorito de Luis Miguel.

Se habían quedado a solas en el interior de la casita de madera blanca Clara y la madre de Rosa Fe mientras Tom mantenía la primera conversación de su vida con el fantasma de Luisa. Podía verse su figura recortada al contraluz de una luna redonda que luchaba por encaramarse al muro de piedra. Desde la ventana de aquella cocina se divisaban las cuatro esquinas del cementerio; las losas, como pupitres ordenados por filas en una clase de primaria, los caminillos que las separaban y los parterres de flores, el montón de hojas, la fachada de la ermita gris y hasta la silueta de la campanita de cobre y su sombra en el césped.

Tom llevaba sobre los hombros una manta de lana que Rosa Fe le había obligado a ponerse para combatir aquel frío de diciembre. Él la había aceptado sin protestar, igual que un niño se pone el jersey que le tiende su madre, a regañadientes pero en silencio, por lo inútil de las quejas de otras veces, y sólo con una mirada de perro triste le había preguntado a Rosa Fe cuál de todas aquellas tumbas era la suya.

—La de los geranios —respondió ella señalando al frente con el dedo.

Después había comenzado a caminar y parecía el más muerto entre tanto muerto y se había arrodillado ante la lápida y había llorado a solas todas las lágrimas que le quedaban, que no eran pocas.

Clara y Rosa Fe se habían quedado dentro, frente al fuego de gas, viendo hervir el agua en el puchero, y luego mancharse de negro, y llenarse de olor a cafetales viejos aquella habitación presidida por la Virgen de Guadalupe, Vicente Fernández y Ricardo Montalbán, por guapos y mexicanos, según explicó orgullosa la dueña del altar.

La conversación comenzó tarde, cuando ambas comprendieron que aquello iba para largo, porque al principio se limitaron a saludarse con corrección, a hablar del tiempo, de la salud de Greta, de la de Rosa Fe, de las plantas del cementerio, del contenido de la nevera —«está casi vacía, qué pena, no esperaba visita»—, de la conveniencia o no de armar el lío de aquel café —«no, de veras que no es molestia, señorita Clara»—.

Y al final, nada más que con un trago de aquel brebaje casi de bruja, empezaron a tratarse de usted, pero con otro tono, más de comadres que de ocupantes de un mismo ascensor en un rascacielos interminable.

—Su hija Rosa Fe se parece muchísimo a usted —comenzó Clara—. He adivinado que es usted su madre antes de que nos presentara Tom.

Era agradable el calor y la charla en español después de tanto tiempo, aunque Rosa Fe lo llamara «platicar» y se escandalizara de veras con algunas de las expresiones de Clara.

—Salió a su papá, no se crea —replicó la viejuca—. Mi esposo era bien guapo, bien hombre.

—¿Hace muchos años que murió?

—Demasiados, mi reina, una eternidad. —Ya no se le humedecían los ojos después de tres cuartos de vida sin él—. Fue casi al tiempo que mi señor Thomas. Dos o tres días después nomás. Me lo mataron.

—¿Lo mataron?

—Vino un fantasma, la muerte en persona, y le atravesó la cabeza de un balazo. Yo le vi los ojos al ladrón. Se los vi, señorita Clara, igual que estoy viendo los suyos ahorita y nunca jamás he podido arrancármelos de encima. Se me quedaron acá —se señaló la frente—, entre las cejas, abiertos o cerrados, por el día o por la noche, aquellos ojos de asesino y no sé quién persiguió a quién a partir de entonces, si el fantasma a mí o yo al fantasma.

—Pero, Rosa Fe, ese fantasma del que habla, el que le disparó a su marido, ¿volvió a encontrárselo?

—Muchas veces.

—¿Dónde?

—Detrás de las puertas, en la cocina, en las escaleras, en el salón, hasta en los espejos de la casa, en todas partes, rondándome con un dedo entre los labios, diciéndome que más me valía estar callada, o cruzándose el cuello con el filo de la mano como queriéndome hacer ver que estaba muerta, igual de muerta que Pedro,

o acariciándole el pelo a Rosita Fe y clavándome a mí aquellos ojos que parecían cuchillos para que supiera que mi hija era su rehén, que por muy libre que anduviera por aquella casa la niña era la garantía de mi silencio.

—A ver, Rosa Fe. —Clara no entendía nada—. ¿Me está diciendo usted que el asesino de su esposo se paseaba por la casa de la señora Greta como si tal cosa?

—¡Pues cómo no! Era su hermano nomás.

—¿Bartek Solidej?

—El mero.

Clara sorbió el café más por hacer algo útil con su boca abierta que por el gusto de tragar aquella pócima amarga. Rosa Fe la miraba en silencio, serena como la luna sobre las lápidas. Tom seguía agachado junto a la tumba de Luisa, entre los tallos podados de los geranios. Aquella mujer acababa de hacerle la confidencia más sorprendente de esta historia, así, sin más, sin venir a cuento, sin encomendarse a Dios ni al diablo, ni a la Virgen de Guadalupe ni al mismísimo Vicente Fernández padre. Lo más probable era que Rosa Fe, bien cumplidos los ochenta, hubiera perdido el juicio en algún cajón cerrado y polvoriento de la mansión Bouvier varios años atrás, y que aquí, aislada del mundo, sin otro horizonte que las cuatro paredes del cementerio, hubiera abandonado ya toda esperanza de recuperarlo. Temió de veras por la salud mental de la anciana y, peor aún, por la auténtica receta de aquel café, que lo mismo estaba hecho de algún veneno de hierbas, de un hongo letal o de pis de sapo, porque la vieja se le estaba convirtiendo en bruja y ella en la víctima inocente de su locura. Siempre le había parecido espantoso el cuento aquel de Hansel y Gretel, atraídos al interior de un escenario dulce por una caníbal comeniños. Por eso le tembló un poco la voz cuando, tras escupir el buche de café emponzoñado, logró articular su siguiente y definitiva pregunta:

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