Authors: Mamen Sánchez
—Llega justo a tiempo, Rosa Fe —le indicó a su más que probable partera.
II
No fue un parto fácil, ni rápido, ni de esos que se olvidan pronto. Greta sufrió los dolores más atroces sin consuelo alguno.
—Déjeme que avise a un médico —le rogaba Rosa Fe, que tenía las entrañas encogidas.
Le secaba el sudor con paños de algodón y le prestaba la mano para que Greta tuviera donde agarrarse. Seguía las instrucciones que la alemana le daba al pie de la letra mientras rogaba a todos los santos que aquella mujer no perdiera el conocimiento.
—No hay médico, hágase a la idea —le respondía Greta.
Sabía que el doctor Harris, su maletín y su enfermera atendían otro parto a pocas calles de allí. Bárbara Rivera estaba dando a luz a un niño, parecido a su padre en tal extremo que al verlo exclamó aliviada:
—¡Gracias al cielo nació sin bigote!
Consciente del resentimiento de Bárbara por la falta de respeto de su esposo, Greta, que jamás había sentido la menor atracción física hacia Emilio, prefirió parir sola antes que arrebatarle el médico a la otra.
—¿Asoma ya la cabeza? —preguntaba de vez en cuando.
Rosa Fe escudriñaba en la oscuridad de sus piernas abiertas.
—Ni tantito.
Se desgarró de tal modo que empapó la sábana y el colchón de una sangre espesa, casi negra, que salpicó a la india el delantalillo.
—¡Ahora! —gritó por fin Rosa Fe cuando vio aparecer una coronilla blanquecina seguida por un cuerpecito todo arrugado. Lo agarró de los pies y lo balanceó boca abajo sin saber qué hacer con él.
—¡Déle un golpe en las nalgas!
—¿Dónde?
—¡En las pompas, mujer!
El bebé rompió a llorar.
—Ahora, el torniquete, como le he enseñado. Bien fuerte el nudo, Rosa Fe. Corte el cordón, déme al niño, tire del cordón hacia fuera, sin miedo, tire, tire.
Un chorro de agua, sangre, piel y tripas salió del interior de Greta y cayó al suelo haciendo un ruido de espanto. Rosa Fe se había vuelto de color blanco. Se le había soltado la trenza. Tenía sangre hasta en lo más recóndito de su cuerpo. Se dejó caer sobre una butaquita de terciopelo azul.
—Levántese de ahí, caray, que me está poniendo todo perdido —ordenó la parturienta desde el cabecero de la cama.
—Qué más quisiera yo —respondió la mucama.
Tom lloraba acurrucado junto a su mamá. Nadie hubiera dicho que Greta era primeriza. Le limpiaba con la punta de la sábana los pequeños orificios de la nariz, los pegotes de grasa que le envolvían la cabeza y el interior de la chiquita boca. Le besaba la frente, le frotaba la espalda, se lo llevaba al pecho, le guiaba los primeros pasos en la vida como una experta.
—Señora Greta, si no es indiscreción, ¿dónde aprendió a traer niños al mundo?
Ella sonrió misteriosa.
—Tal vez se lo cuente algún día, Rosa Fe.
Desde el mismo instante de su nacimiento, Thomas Bouvier Jr. se convirtió en el eje central de la vida de su madre. Olvidada de todo y de todos, Greta respiraba sólo para él. Había instalado una cuna de mimbre toda vestida de encajes en el dormitorio mejor iluminado y mejor ventilado de la casa. Se encerraba noches enteras junto a su bebé para velar su sueño, se encargaba personalmente de cambiarle la ropa y los pañales en cuanto se humedecían lo más mínimo, lo ponía al pecho cada tres horas exactas, le daba suaves masajes con una crema inventada por ella, lo perfumaba con agua de rosas y le cantaba viejas canciones en una lengua tan extraña que Rosa Fe sospechaba que no eran nanas, sino brujerías.
Mientras Bárbara Rivera permanecía convaleciente, atendida día y noche por siete doncellas, Greta, que no había pronunciado ni una sola queja sobre el probable dolor de su cuerpo, se ocupaba de su casa y de su hijo con una energía asombrosa.
Cuando, finalmente, Emilio logró arrancar a su esposa de la cama y conducirla casi en volandas hasta la mansión Bouvier, fue la propia Greta quien salió a recibirlos, con su bebé envuelto en holanes y más bella que en toda su vida. Tenía una dulzura nueva que le suavizaba las líneas de la cara y el cuerpo se le había vuelto de algodón, redondeado y sabroso como la fruta madura. Había preparado un té con pastas a la sombra de un tilo en el jardín. La porcelana era inglesa, las cucharillas de plata, la mantequilla espumosa. Bárbara sintió náuseas.
A aquella tarde siguieron muchas otras. Cuando faltaba Emilio, las dos mujeres se descalzaban y se soltaban los botones de la camisa. Extendían una manta sobre la hierba y se tumbaban encima, jugando con los niños como con dos cachorros de león. Rosa Fe les preparaba ponche frío y agua de Jamaica elaborados con ingredientes de procedencia tan dudosa que ambas damas habían optado por no indagar en el misterio de su origen. Lo llevaba al jardín en una bandeja de carey, bamboleando las caderas de delante atrás para mecer al tiempo a su hija Rosita Fe, o Rosa Fecita, que lo mismo daba, a la que llevaba colgada a la espalda en una hamaquita tejida con bolillos.
—Déjeme a la niña un rato —le pidió una tarde Greta ante el estupor de Bárbara—. Tiene que estar cansada esa criatura de tanto ir de un lado a otro.
Tomó a la indita en sus brazos y la acunó un poco antes de posarla con cuidado junto a su propio hijo en aquella manta. Tom era un bebé hermoso, con los ojos del color de la miel y la boca gruesa. Ernesto era barrigón y bueno, tranquilo. Rosita Fe tenía todos los colores del café enredados en la piel: el tostado, el verde y el rojo, amalgamados en una mezcla extraña pero muy bella. Se puede decir que aquellos tres niños crecieron a la misma sombra: la del tilo cargado de flores que los protegió de los peores vientos y las más terribles tempestades de su infancia hasta que ya no le quedó una sola gota de savia entre sus ramas.
—En fin, Bárbara, habrá que ponerse en marcha —dijo Greta el día que a Tom le asomó el primer diente.
La otra lo entendió mal. Se levantó de la silla pensando que ya era hora de volver a casa.
—Estoy leyendo un libro interesantísimo —prosiguió Greta haciéndole un gesto a Bárbara para que continuara sentada ante la mesita de hierro forjado. Los niños, que ya gateaban, jugaban con las hojas secas del tilo—. Es una biografía del señor Rockefeller, fundador de la Standard Oil, una de las petroleras más poderosas de América. Creo que Thomas hizo grandes negocios con él hace unos años. De hecho, su nombre aparece varias veces en el libro. Seguramente, por eso lo tenía tan bien guardadito en la biblioteca —reflexionó—. Era el único que no tenía ni una mota de polvo.
Bárbara no poseía una mente concebida para hacerse un hueco en el mundo de las finanzas. Creía que Greta le iba a contar alguna jugosa cuestión de amores del tal Rockefeller y por eso escuchaba atentamente, olvidada por un instante del pequeño Ernesto.
—Llegó a ser el hombre más rico del mundo —continuó Greta—. Puso en pie un imperio de dinero y poder, fue envidiado, admirado, calumniado y odiado por todos, como suele suceder a los hombres que triunfan. Pero él, además, tuvo que defenderse contra un grave defecto que lo acompañó toda su vida.
—¿Cuál? —Ahí debía de estar el fondo de la cuestión.
—Que el pobre había crecido en Ohio.
Greta se llevó la taza de té a los labios. Bárbara disimuló.
—Claro —dijo asintiendo con la cabeza sin entender a dónde quería llegar su amiga.
—Como tú comprenderás, nadie que se haya educado en Ohio puede aspirar a mucho —siguió la austríaca—, por muy rico que sea.
—Sí, es como nacer en Tijuana —comprendió Bárbara de repente.
—Por eso, a Rockefeller no le bastó con ganar más dinero que el mismo demonio.
—No.
—Se vio en la necesidad de aparentarlo.
—Claro.
—¿Y cómo lo hizo?
—¿Cómo?
—Atiende, Barbarita. Era listo como un conejo. Contrató a un hombre que lo seguía a todas partes con una bolsa llena de monedas de cincuenta centavos. A todo aquel que saludaba el jefe, él le daba una moneda de aquéllas. «Con los mejores deseos del señor Rockefeller», decía.
—Qué listo.
—Pronto la fama de Rockefeller se extendió como la pólvora. Todos decían ser amigos suyos, se le abrieron las puertas de los clubes más exquisitos, se le rindieron las más lindas mujeres y los hombres más refinados imitaron sus andares de paleto. Hasta se puso de moda su corte de pelo, pegado al cráneo como con resina.
Greta contaba todas estas cosas con la misma pasión con que las hubiera vivido en carne propia. Bárbara la escuchaba atenta, aunque a ella le daba lo mismo. Igual se lo hubiera relatado a un muro de ladrillo. Sólo cuando llegó a este punto, al del corte de pelo, volvió al presente.
—A mí me favorece la melena ondulada. Tal vez con algún mechón suelto sobre la cara —intervino.
Lo que Bárbara tardó en captar —sus entendederas eran más estrechas que las de Greta— fue que en ese mismo instante, en ese mismo jardín, al tiempo que daba comienzo el invierno más crudo del siglo, se estaba poniendo en marcha una de las primeras campañas de marketing de la historia moderna. Como en el refrán de la mujer del cesar, Greta había comprendido que en ese Nueva York de las oportunidades no sólo había que ser inmensamente rica, sino también parecerlo.
—Voy a dar una fiesta —sentenció. Y las ramas del tilo temblaron del susto.
III
Vivía un príncipe de Bulgaria en un edificio blanco a dos o tres calles de la mansión Bouvier. Se llamaba Boris Vladimir y había logrado convencer a todos los hombres de bien de la Gran Manzana de la necesidad de llevar pañuelo blanco en el bolsillo, gemelos de esmalte y zapatos italianos. No era mucho mayor que Greta, tendría unos treinta años en aquel momento, pero su fama de aristócrata lo precedía desde el instante mismo en que puso pie sobre suelo americano con un séquito de aduladores y una tarjeta de visita que llevaba impresa una corona real. Hizo traer su equipaje por valija diplomática, piano de cola incluido, en un carguero que partió de Nápoles y arribó a la costa yanqui una noche sin luna. Fue un acontecimiento aquel desembarco de baúles, muebles, porcelanas, cuadros, libros y lámparas de cristal de roca. Alguien imaginó un cielo roto por la luz de mil fuegos artificiales y una orquesta vienesa interpretando una pieza de Mozart mientras la comitiva de furgones negros abandonaba el muelle camino de algún palacio de cuento de hadas.
Greta conocía la fama de Vladimir porque devoraba las páginas de sociedad de los periódicos nacionales. Quince meses de recortes y subrayados la habían convertido ya en toda una experta en la difícil asignatura del «quién es quién».
Lo invitó formalmente a tomar el té y el príncipe acudió al instante, atraído por la fuerza magnética de los chismorreos que rodeaban a la joven viuda de Thomas Bouvier.
—Así que trató usted con asiduidad a mi esposo.
—Éramos grandes amigos. —Sorbo de té—. Una gran pérdida.
—Fue un hombre excepcional —confirmó Greta—. Un triunfador. Y muy generoso también. ¿Sabía usted que donó varios millones de dólares al Ayuntamiento de Nueva York para la construcción de una unidad de cardiología en el Hospital General?
Emilio Rivera había obedecido la orden de Greta no sin algunas reticencias. Ella le había hecho jurar por la vida de su hijo Ernesto que jamás desvelaría el origen de dicha donación. Que no había nada dispuesto en el testamento de Thomas, que la idea había sido de ella, de Greta, única y exclusivamente.
Pobre hombre: creyó que, además de bella, era humana.
Sólo se lo contó a Bárbara algunos años después, cuando no pudo soportar durante más tiempo el escozor de la verdad en su lengua. «No quiero llevarme este secreto a la tumba —le confesó—. Fue ella quien donó el dinero, pero fue tan discreta, tan humilde, que se negó a hacerlo público».
Bárbara suspiró. Para entonces era ya demasiado tarde. Greta era la reina de Nueva York.
—Deberíamos organizarle un homenaje —concluyó Boris Vladimir creyendo que la idea era suya.
—Un baile en su honor —apuntó Greta.
—Que vengan sus amigos. Que brinden con champagne francés. —El búlgaro hacía aspavientos con las manos. La manicura era magnífica—. ¿Conserva el piano de caoba?
—Haré que lo traigan de Acapulco.
—Y la vajilla de Talavera.
—Y la plata de Tasco.
Las invitaciones llevaban impresa una doble corona, la de la dinastía Wittelsbach y la de los Sajonia-Coburgo entrelazadas como las ramas de un abedul, y el nombre de Thomas H. Bouvier, convertido por obra y gracia de su astuta viuda en el mayor benefactor de la historia de la ciudad, impreso en letras doradas.
Atraídos por una mezcla de curiosidad malsana —Greta constituía un misterio en sí misma— y de confianza en las iniciativas del príncipe, que siempre lograba reunir a la flor y nata de la alta sociedad, la convocatoria fue un éxito. Pronto, los talleres de costura de la Quinta Avenida se vieron desbordados de trabajo extra y los pedidos de seda, damascos y encajes devolvieron el esplendor a una ciudad todavía convaleciente por la fiebre de la guerra.
De las cien personas que invadieron la mansión Bouvier aquella noche, Greta sólo conocía a tres: Boris, Emilio y Bárbara. El resto de sus invitados eran la cara que respondía a un nombre: el que aparecía de vez en cuando en las crónicas de sociedad, el que estaba escrito con plumilla y caligrafía picuda en los sobres de los tarjetones. Se habían puesto de moda los vestidos con vuelo y escote palabra de honor, los guantes largos de seda, los zapatos de tacón de aguja y el pelo corto. El escalón generacional era inmenso. Mientras que las damas de mayor edad se habían instalado en el recatamiento de la preguerra, las más jóvenes florecían con nuevos aires. Todas parecían recién salidas de un colegio de monjas, dispuestas a recuperar el tiempo perdido. Abusaban del rojo de labios, los lunares de pega, las risas desbordadas, la laca de pelo y las pestañas postizas. Algunas comenzaban ya a cardarse el flequillo y a subirse la falda, fumaban en público, hablaban a gritos y preferían la música estridente a la suave melodía del piano.
Greta se subió inmediatamente a aquel vagón. La vista desde allí le pareció apasionante. Pero también comprendió que debía hallar el equilibrio perfecto entre sus impulsos y su posición. Ya no volvió a entrar en una boutique cuyos precios fueran asequibles para cualquiera. Entendió que la misma prenda ridícula dejaba de serlo según el nombre del diseñador que la firmara. Se deshizo de toda su ropa la misma noche de aquella fiesta. Primero mentalmente; luego de veras.