Read A tres metros sobre el cielo Online
Authors: Federico Moccia
Tags: #Infantil y juvenil, Romántico
Algo más tarde, Giorgio está en el Falconieri. Camina sigiloso por los pasillos sin que lo vean y, al final, entra en la III B, la clase de Babi. La Giacci está impartiendo la lección pero, extrañamente, no dice nada. Babi se queda sin palabras. Lee divertida la tarjeta: «Mis amigos son un desastre pero te prometo que esta noche cenaremos solos. Uno que no tiene la culpa.»
La noticia no tarda en dar la vuelta al colegio. Nadie ha hecho nunca nada parecido. A la salida, Babi baja las escaleras del Falconieri con el enorme ramo de rosas rojas entre los brazos, barriendo de este modo las últimas dudas. Todas hablan de ella. Daniela está orgullosa de su hermana. Raffaella se enfada todavía más y Claudio, naturalmente, se lleva otro rapapolvo.
Esa misma tarde, mientras Step está ordenando una serie de ilustraciones de Pazienza que acaba de comprar, llaman a la puerta. Es Pallina.
—Bueno, primero hice de celestina, ahora de cartera. La próxima vez, ¿qué me tocará hacer?
Step se ríe. Luego le coge el paquete de las manos y se despide de ella. Dentro hay un delantal a florecitas rosas y una nota: «Acepto sólo si cocinas tú y, sobre todo, si lo haces con mi regalo puesto. P.D: Iré yo, pero a las ocho y media, ¡antes no porque están mis padres!»
Poco después, Step está en el despacho de su hermano.
—Paolo, esta noche necesito la casa vacía, completamente.
—Pero yo he invitado a Manuela.
—Pues a Manuela la invitas otro día… Venga, la ves todos los días. Caramba, Babi viene sólo esta noche…
—¿Babi? ¿Quién es? ¿La hija de ése que vino a nuestra casa?
—Sí, ¿por qué?
—Porque parecía enfadado. ¿Hablaste al final con él?
—Claro. Fuimos a jugar al billar juntos e incluso nos emborrachamos.
—¿Os emborrachasteis?
—Sí, bueno… realmente, sólo se emborrachó él.
—¿Le hiciste beber?
—Qué va. Bebió él solo. ¡Venga! Qué más da. Bueno, entonces, quedamos así, ¿eh? Esta noche sales. ¿De acuerdo?
Luego, sin darle tiempo a responder, sale rápidamente del despacho. Tan concentrado en lo que tiene que hacer que ni siquiera advierte la sonrisa que le dedica la secretaria de Paolo.
Llama a Pollo desde su casa. Le pide que no pase por allí, que no le llame por teléfono y, sobre todo, que no le organice ninguna.
—Mira que te juegas la cabeza. Aún peor, nuestra amistad, ¡y no bromeo!
Después hace una lista de lo que tiene que comprar, va al supermercado que hay debajo de su casa y lo compra todo, hasta una caja de las galletitas inglesas de mantequilla que tanto le gustan a su hermano. En el fondo, Paolo se las merece. A fin de cuentas, es un buen muchacho. Tiene algunas obsesiones como la del coche, el trabajo y, sobre todo, Manuela. Pero se le pasarán con el tiempo. Mientras sube a casa cambia de opinión. Lo de Manuela no se le pasará nunca. Hace seis años que están juntos y no da muestras de ir a ceder. Todo un cardo y, por lo que le ha parecido entender, hasta debe de haber tenido alguna historia por su propia cuenta. Sin contar a su hermano, no alcanza a imaginarse qué otro loco podría tener una historia con Manuela. Fea, antipática y hasta pedante. Una sabelotodo. No hay nada peor. «Pobre Paolo. En el fondo, es asunto suyo. Yo me tiraría a la secretaria.» Y, después de haber llegado a aquella conclusión positiva, enciende la radio y va a la cocina a lavar la ensalada.
A las ocho, todo está listo. Ha oído la última nueva entrada en la lista americana de éxitos musicales, no se ha puesto el delantal de Babi pero, en compensación, lo ha apoyado sobre una silla listo para mentir en el último momento. Mira los resultados de todo aquel trabajo. Carpaccio de grana y rúcula. Ensalada mixta con aguacate y una macedonia de frutas aderezada con marrasquino. Afloran los recuerdos. Cuando era pequeño comía a menudo esa macedonia. Los deja pasar tranquilo. Está feliz. Es su noche y no quiere que nada se la estropee. Revisa complacido la mesa, coloca mejor una servilleta. Es de verdad un gran cocinero, a pesar de que no sepa que los cuchillos se ponen al otro lado. Empieza a dar vueltas por la casa, nervioso. Se lava las manos. Se sienta en el sofá. Se fuma un cigarrillo, enciende la televisión. Se lava los dientes. Las ocho y cuarto. El tiempo parece no pasar nunca en ciertas ocasiones. Llegará dentro de un cuarto de hora, cenaremos juntos, charlaremos con calma. Sentados sobre el sofá sin que nadie nos moleste. Luego iremos a mi habitación y… No, Babi no querrá. Es demasiado pronto. O tal vez sí. Para algunas cosas no es nunca demasiado pronto. Pasarán un poco de tiempo juntos y, luego, quizá suceda. Trata de recordar una canción de Battisti.
«Che sensazione di leggera follia sta colorando l'anima mia, il giradischi, le luce bassi e poi… Champagne ghiacciato e l'aventura può…»
[13]
«Caramba. ¡Justo lo que he olvidado! ¡Champán! ¡Fundamental!» Step se apresura a entrar en la cocina, abre todos los armaritos. La búsqueda resulta infructuosa. Sólo encuentra una botella de Pinot gris. Lo mete en la nevera. Bueno, siempre es mejor que nada. Justo en ese momento, suena el móvil. Es Babi.
—No voy.
El tono de su voz es frío y seco.
—¿Por qué? He preparado todo. Me he puesto hasta el delantal que me has regalado —miente Step.
—Ha llamado la señora Mariani. Le ha desaparecido una collar de oro con brillantes. Me ha echado a mí la culpa. No me vuelvas a llamar.
Babi cuelga. Al poco rato, Step está en casa de Pollo.
—¿Quién coño puede haber sido? ¿Te das cuenta? Menudos amigos de mierda.
—¡Venga, Step, no digas eso! Cuántas veces hemos ido a casa de alguien y nos hemos llevado algo. Prácticamente en todas las fiestas.
—Sí, pero ¡en casa de la novia de uno jamás!
—No era la casa de Babi.
—No, pero la ha pagado ella. Tienes que ayudarme a hacer una lista de los que estaban allí… —Step coge un trozo de papel. Acto seguido se pone a buscar frenéticamente un bolígrafo—. Pero bueno, aquí no hay nada para escribir…
—No hace falta. Yo sé quién se ha llevado la cadena.
—¿Quién?
Entonces Pollo pronuncia un nombre, el único que Step habría preferido no oír. Ha sido el Siciliano.
Step conduce su moto en medio de la noche. No ha querido que Pollo lo acompañe. Se trata de un problema entre el Siciliano y él. Nadie más. Esta vez no se trata de un tema de simples flexiones. Esta vez la historia es más complicada.
La sonrisa del Siciliano no promete nada bueno.
—Hola, Siciliano. Oye, no quiero pelea.
Step recibe un puñetazo en plena cara. Se tambalea hacia atrás. Esto sí que no se lo esperaba. Sacude la cabeza para recuperarse. El Siciliano se arroja sobre él. Step lo detiene con una patada directa. Luego, mientras recupera el aliento, piensa en la cena que ha preparado, en el delantal a flores y en lo mucho que le habría gustado que aquella noche fuera diferente. Una noche apacible, en casa, con su chica entre los brazos. El Siciliano se ha colocado frente a él, en posición. Le hace una señal con ambas manos para que se acerque.
—Ven, vamos, adelante.
Step mueve la cabeza y respira hondo.
—Coño, no sé qué pasa, pero mis sueños no se realizan nunca.
Justo en ese momento, el Siciliano se tira hacia delante. Esta vez, sin embargo, Step está preparado. Se hace a un lado, le da en la cara con un directo potente y preciso. Siente curvarse la nariz bajo su puño, el cartílago ya blando y debilitado crujir de nuevo. Frunce las cejas en señal de dolor. Entonces ve su cara, aquella mueca, el labio inferior que saborea su propia sangre. Lo ve sonreír y en ese momento entiende hasta qué punto va a resultar difícil.
Babi está sentada en el sofá. Mira de mala gana la televisión mientras se bebe una tisana de rosas. Llaman a la puerta.
—¿Quién es?
—Yo.
Step está delante de ella. Tiene el pelo despeinado, la camisa desgarrada y la ceja derecha todavía sangrando.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada. Simplemente he recuperado esto… —Alza la mano derecha. La gargantilla de oro de la señora Mariani brilla en la penumbra de las escaleras—. Ahora, ¿puedes venir a cenar?
Babi, después de restituir la cadena a su propietaria y de perder inevitablemente el puesto de canguro, deja que Step la conduzca hasta su casa. Pero cuando abren la puerta les espera una terrible sorpresa. Sobre la mesa que hay en el centro del salón iluminado por una romántica vela, está Manuela. Paolo llega poco después procedente de la cocina. Trae la macedonia que ha preparado Step y, por si fuera poco, se ha puesto el delantal a flores.
—Hola, Step. Perdona, eh… pero llamé y no contestaba nadie. Entonces vinimos y esperamos un poco. Se hicieron las diez y pensamos: eso quiere decir que ya no vienen. Así que empezamos a comer, ¿verdad?
Busca la confirmación de Manuela que asiente y esboza una sonrisa. Step mira su plato. Todavía quedan restos de su ensalada de aguacate.
—Y habéis acabado, por lo que veo. Bueno, ¿cómo estaba la cena? ¿Estaba buena por lo menos?
—Buenísima. —Manuela parece sincera. Se vuelve a callar, sin embargo. Ha entendido que se trata de una de esas preguntas que no aceptan respuesta.
—Bueno, Paolo, préstame el coche, venga, iremos a tomarnos algo fuera.
Paolo apoya la macedonia sobre la mesa.
—Pero, realmente…
—¿Qué? Ni lo intentes, ¿eh? Te has comido todo, te has acabado la ensalada que hoy preparé con mis propias manos, dedicándole toda la tarde. ¿Y aún te atreves a ponerme pegas?
Paolo saca las llaves del bolsillo y las deposita en las manos de su hermano con un tímido: «Ve despacio, ¿eh?»
Step hace ademán de salir.
—Por cierto, te he comprado tus galletas de mantequilla. Si quieres también un postre, están en el armarito de la cocina.
Paolo esboza una sonrisa, a pesar de que se siente ya angustiado por el Golf gris metalizado y por el estado en el que puede acabar.
Step y Babi van a comer unas crepes calientes en los alrededores de la Pirámide. Después, a pesar de verse incitados por las alegres burbujas de la cerveza, descartan la idea de volver a casa. A Babi le molesta que esté su hermano. Visto lo cual, Step, maldiciendo a Paolo y al cardo de su novia, gira a la izquierda por el Gianicolo. Aparcan en la explanada que hay junto a los jardines, entre otros coches con los cristales ya empañados de amor, rebosantes de pasiones desenfrenadas, de aquel incómodo placer consumado a toda prisa. Frente a ellos, a lo lejos, la ciudad va cayendo en un profundo sueño.
Más cerca, sentados sobre un muro, unos muchachos se pasan una calada ilegal de momentánea alegría. Step cambia la emisora de la radio. 92.70. La radio romántica. Se inclina hacia ella y empieza a besarla. Poco a poco, se coloca encima de ella. A pesar del dolor de su hombro malherido, del esternón golpeado, de los costados que han sufrido la paliza del Siciliano. Aquel fresco deseo borra todos los dolores. Los besos apasionados superan a las dificultades mecánicas. El freno de mano resulta exasperante, la rueda del respaldo tozuda. Step siente su piel suave y perfumada. Su respiración se vuelve entrecortada por la pasión. Prueba de nuevo a bajar el asiento. Nada que hacer, está bloqueado. Entonces, mientras gira hacia abajo la rueda con la mano derecha, apoya un pie contra el salpicadero y empuja con todas sus fuerzas. Se oye un crac, un ruido seco. El respaldo cae de golpe, Babi con él y él con ella, riéndose, sin pensar en nada, aún menos en Paolo, en su cara de fastidio, en su coche metalizado. Cada uno de ellos se apodera de los vaqueros del otro, como si fuera una competición, un reto sensual. Poco después, Babi se va echando atrás, inexperta y avergonzada, cierra los ojos y al final, abrazándolo, se emociona por aquella tierna victoria personal. Al darse cuenta de que Step quiere ir más allá, lo detiene.
—No, ¿qué haces?
—Nada. Probaba.
Babi lo aparta un poco enojada.
—¿Aquí, en el coche? La primera vez que lo haga tiene que ser una cosa preciosa, un sitio romántico perfumado de flores, con la luna.
—La luna la tienes. —Step abre un poco el cristal del techo del coche—. Mírala, un poco cubierta, pero ahí está. Luego, huele… —Inspira profundamente—. Aquí alrededor está lleno de flores. ¿Qué más te hace falta? El sitio es romántico, venga. Hasta estamos escuchando Tele Radio Stereo. ¡Es perfecto!
Babi se echa a reír.
—Yo me refería a otra cosa. —Mira el reloj—. Se ha hecho tardísimo. Si vuelven mis padres y no me encuentran me castigarán otra vez. Venga, deprisa.
Se suben los vaqueros e intentan arreglar el asiento de Babi. Resulta imposible. Regresan riéndose con el respaldo roto.
Cada vez que acelera, Babi se cae hacia atrás. Se imaginan todo lo que dirá su hermano. Qué noche… con un final así, además, resulta tragicómica. Acompaña a Babi hasta la puerta y se despide de ella. Conduce veloz en la noche disfrutando de aquella «romántica» abstinencia y del perfume de los suspiros de ella que permanece en sus manos.
—Pero ¿dónde estabas? Hace una hora que te espero, tengo que acompañar a Manuela a casa.
Paolo está ya nervioso. Se figura cómo se pondrá si le dice lo del asiento.
—Podías haber cogido la moto. A fin de cuentas, últimamente coges todas mis cosas.
Paolo no aprecia la broma y se encierra en el salón con Manuela. Step va a su habitación, se desnuda y se mete en la cama. Apaga la luz. Está muerto. Oye voces en el salón. Intenta enterarse de lo que dicen. Son Paolo y Manuela. Están discutiendo sobre algo. La voz de su hermano resulta repetitiva y molesta.
—Dime la verdad. Quiero saber la verdad.
—Ya te la he dicho.
—He dicho que me digas la verdad.
—Pero es que te la estoy diciendo, te lo juro.
—Te lo pido por última vez. Dime la verdad, quiero saberla.
—Te juro que te lo he contado todo.
También Manuela parece bastante decidida. En la oscuridad de su habitación, Step sacude la cabeza. «No sé qué es peor, si las tortas del Siciliano o las discusiones de mi hermano. A saber de qué querrá enterarse Paolo; de todos modos, Manuela no se lo dirá nunca. Algo es seguro, sin embargo. La única gran verdad es que Manuela volverá a casa tumbada en el asiento.» Step se duerme divertido imaginando la escena.
Babi está en Fregene, en Mastino, con su clase. Celebran los cien días. Hace un rato que han acabado de comer y pasean por la playa. Algunas de sus amigas juegan al pañuelo. Ella se ha sentado en un patín a charlar con Pallina. Entonces lo ve. Se dirige hacia ella con esa sonrisa suya en los labios, con las gafas oscuras y la cazadora. A Babi le da un vuelco el corazón. Pallina lo nota enseguida.