—Yu-juuu.
—¡Ay, cielito, qué fuerte y qué grande eres! Pero ¡qué amable!
—¡Pégale!
—¡Pégale más!
—Bésala, bésala de una vez.
—Aaaay.
Un grupo empezó a silbar
En el mar
y todo el auditorio lo coreó ruidosamente. Le siguió una indescifrable canción que concluyó con un gran pateo y un interminable e incoherente estrambote:
Ay-ay-ay,
la niña en una fábrica
de mermelada trabaja,
y eso está muy bien,
aunque a mí no me engaña,
porque de sobra sé
que no es mermelada
lo que hace por la noche,
ay-ay-ay.
A la salida, Amory, entre miradas curiosas e impersonales, decidió que le gustaría disfrutar del cine como aquella primera fila de veteranos, los brazos cruzados bajo la nuca, los gaélicos y cáusticos comentarios con esa mezcla de ingenio crítico e inocente diversión.
—¿Quieren un helado? Quiero decir… ¿un
jigger
? —preguntó Kerry.
—Bueno.
Comieron en abundancia y, dando un paseo, volvieron al número 12.
—Qué noche espléndida.
—Una maravilla.
—¿Van a deshacer las maletas?
—Creo que sí. Vamos, Burne.
Amory prefirió sentarse un rato en los escalones del portal y les despidió con un gesto.
Los grandes tapices del arbolado habían oscurecido hasta una forma fantasmal con el último ribete del crepúsculo. Una luna temprana bañaba la bóveda de un azul pálido, y al tejer de los hilos de araña de sus rayos se extendía por doquier una canción de insinuante tristeza, infinitamente tránsfuga, infinitamente pesarosa.
Recordó que un alumno de finales de siglo contaba una de las proezas de Booth Tarkington: a primeras horas de la noche y en el centro del campus se ponía a cantar a las estrellas con voz de tenor para despertar en los durmientes emociones muy varias. Más allá de la silueta en sombras de la plaza apareció, rompiendo las tinieblas, una falange vestida de blanco, figuras que desfilaban —camisas blancas y pantalones blancos— cantando cogidos del brazo, las cabezas hacia atrás.
Al volver, al volver,
al volver a Nassau Hall,
al volver, al volver
al mejor lugar de todos,
al volver, al volver
de la superficie del globo,
mis huellas borraré
al volver a Nassau Hall.
Amory cerró los ojos al acercarse la espectral procesión. La canción tenía un tono tan alto que nadie podía dar la nota, excepto los tenores que llevaban la melodía en triunfo para, una vez pasado el momento difícil, devolverla al fantástico coro. Amory abrió los ojos temiendo que aquella imagen viniera a destruir la rica ilusión de armonía.
Suspiró con ansiedad. A la cabeza del pequeño pelotón marchaba Allenby, el capitán de fútbol, esbelto y desafiante, consciente de que una vez más las esperanzas del colegio descansaban sobre sus hombros, sobre aquellos ochenta kilos que, vestidos a rayas azules y granates, alcanzarían la victoria.
Fascinado, Amory observaba cada fila de brazos entrelazados cuando pasaban a su altura, caras impersonales que emergían de camisas de polo, la mezcolanza de voces en un himno de triunfo, hasta que la procesión atravesó Cambell Arch en sombras y las voces se perdieron en dirección a oriente.
Pasaban los minutos, y Amory continuaba sentado tranquilamente. Odiaba la ordenanza que no permitía a los novatos salir después de la queda, porque le apetecía divagar por las sombrías y perfumadas sendas, donde Witherspoon parecía criar como una oscura madre a sus hijos de la Ática, Whig y Clío donde la negra serpiente gótica de los Pequeños se enroscaba a Cuyler y Patton que, a su vez, hacían entrega del misterio a los plácidos ribazos que bordeaban el lago.
Princeton se iba filtrando poco a poco en su conciencia: West y Reunión, con el aroma del setenta y tantos; el Pabellón 79, arrogante, de ladrillo rojo; Upper y Lower Pyne, como dos aristocráticas damas isabelinas disgustadas de tener que vivir entre tenderos, y, coronándolo todo, ascendiendo con azulino impulso, las soñadoras agujas de las torres de Holder y Cleveland.
Desde el primer momento había amado Princeton: su lánguida belleza, su oculto significado, sus multitudes deportivas, frescas y alegres y, bajo todo aquello, los ásperos vientos de una lucha sin tregua entre las clases. Desde el día en que unos atónitos y exhaustos novatos se congregaron en el gimnasio para elegir como presidente a cualquiera de la Hill School, a una celebridad de Lawrenceville como vicepresidente y para secretario a un campeón de hockey de St. Paul, hasta el fin del primer año, ni por un momento cedió la lucha, ese implacable sistema social, ese inconfesado y rara vez admitido culto al fantoche del «gran tipo».
Eran, en primer lugar, los colegios; y Amory, el único de St. Regis, observaba cómo los grupos se formaban, ampliaban y reformaban; los de St. Paul, de Hill y de Pomfret, que a la hora de comer se reservaban sus mesas con gran tacto, se vestían en sus propios rincones del gimnasio y, casi inconscientemente, a su alrededor levantaban una barrera con la que los socialmente ambiciosos, siempre escasos, se protegían del amistoso acoso de los estudiantes de grado superior. Desde aquel momento Amory comprendió que las barreras sociales no son sino distinciones artificiosas que los fuertes establecen para proteger a sus débiles y defenderse de los más fuertes.
Decidido a convertirse en uno de los ídolos de la clase, empezó a entrenarse en el equipo juvenil; pero a la segunda semana, cuando jugaba de defensa y su nombre comenzaba a aparecer en las columnas del
Princetonian
, se lesionó la rodilla tan seriamente que quedó fuera de juego para el resto de la temporada. Esto le obligó a retirarse y reconsiderar su situación.
En el «12 Univee» se alojaba también una docena de extrañas incógnitas. Tres o cuatro impersonales y medrosos jovencillos de Lawrenceville, dos bárbaros que procedían de un colegio de Nueva York (Kerry Holiday los había bautizado «los plebeyos borrachos»), un joven judío también de Nueva York y los dos Holiday, por quienes enseguida cobró un gran afecto.
Se rumoreaba que los Holiday eran mellizos, pero, en verdad, el de pelo oscuro, Kerry, era un año mayor que el rubio, Burne. Kerry era alto, con ojos grises llenos de humor, y siempre con una atractiva y espontánea sonrisa; pronto llegó a ser el cabecilla de la casa, poniendo coto a la excesiva curiosidad, castigando la insolencia, pero siempre con fino y satírico humor. Amory colmaba la mesa de su futura amistad con todas sus ideas acerca de lo que el colegio era y debía ser y significar. Kerry, poco inclinado a tomarse las cosas demasiado en serio, le reñía cariñosamente por su excesiva e inoportuna curiosidad acerca de los misterios del sistema social, pero se divertía con él y le resultaba interesante.
Burne, rubio, silencioso y atento, surgía siempre en la casa como una ajetreada aparición; volvía silencioso por la noche para desaparecer a la mañana siguiente muy temprano a reanudar su trabajo en la biblioteca —se preparaba para el
Princetonian
—, en furiosa competencia con otros cuarenta para conseguir el ansiado primer puesto. En diciembre cayó con difteria y perdió la oposición; pero cuando volvió en febrero se dedicó de nuevo a ella sin el menor desfallecimiento. En consecuencia, el trato de Amory con él se limitaba a unas pocas charlas de breves minutos, al entrar y salir de la biblioteca, y nunca llegó a saber qué era lo que tanto le preocupaba ni qué escondía su persona.
Amory estaba muy lejos de sentirse contento. Había perdido la posición ganada en St. Regis, donde había llegado a ser conocido y admirado; no obstante, Princeton era para él un estímulo porque, tan pronto como le dejaran meter baza, había allí un montón de cosas capaces de despertar al Maquiavelo que llevaba dentro. Los clubes aristocráticos, sobre los cuales había tratado de obtener datos el verano anterior, excitaban su curiosidad: Ivy, suficiente y aristocrático; Cottage, un impresionante muestrario de elegantes aventureros y conquistadores; Tiger Inn, ancho de hombros, atlético, regido por la mejor disciplina a las reglas colegiales; Cap and Gown, antialcohólico, con ribetes religiosos pero políticamente muy fuerte; el exuberante Colonial, el literario Quadrangle y una docena de otros, de muy distinto carácter y condición.
De cualquier cosa que servía para hacer destacar a un alumno reciente bajo una luz particular se decía de ella que la estaban «quemando». Las películas provocaban siempre comentarios sarcásticos, pero quien los hacía las estaba quemando; hablar de los clubes era quemarlos, y ser partidario entusiasta de cualquier cosa, fiestas o tertulias, era quemarlas. En resumen, que no se toleraba el ser vehemente; y el hombre de mayor influencia era aquel que no se comprometía con nadie ni con nada hasta que, con las elecciones del primer curso, quedaban todos encerrados en sus casilleros para el resto de su carrera.
Amory comprendió pronto que colaborar en el
Nassau Literary Magazine
no le supondría nunca gran cosa y en cambio sacaría gran provecho si lograba, formar parte de la redacción del
Princetonian
. Su vago propósito de alcanzar la inmortalidad actuando en la English Dramatic Association se vino abajo cuando se dio cuenta de que los mejores talentos se habían concentrado en el Triangle Club, una organización de comedias musicales que todos los años hacía una
tournée
por Navidad. En el entretanto, sintiéndose extrañamente solo e inquieto, alimentado por nuevas ambiciones y deseos, dejó pasar el primer curso anhelando mayores éxitos iniciales y cavilando con Kerry acerca de las razones por las cuales no habían sido aceptados desde el primer momento como la élite de la clase.
Muchas tardes, recostados en la ventana de su casa, contemplaban a sus compañeros que entraban y salían de la cantina, los pequeños satélites que merodeaban alrededor de los poderosos, aquellos estudiosos solitarios y huraños, apresurados y cabizbajos, que parecían envidiar la feliz seguridad de los grandes grupos.
—Lo que ocurre es que pertenecemos a la maldita clase media —se quejaba un día a Kerry, estirado en el sofá, consumiendo un paquete de Fátimas con contemplativa precisión.
—¿Y por qué no? Hemos venido a Princeton para sentirnos iguales a los demás; y aparte de eso se viste mejor, se siente uno con mayor confianza, lo pasa uno en grande.
—No es que me preocupe este espectacular sistema de castas —admitió Amory—. Es más, me gusta tener un montón de gente por encima de mí, pero, demonio, Kerry, cómo me gustaría ser uno de ellos.
—Tú no eres por ahora, Amory, más que un cochino burgués.
Amory no respondió sino que permaneció en silencio durante un rato.
—No será por mucho tiempo —dijo finalmente—. Pero me horroriza tener que trabajar para conseguir algo. Eso siempre deja huellas, ya sabes.
—Honrosas cicatrices —de repente Kerry estiró la cabeza hacia la calle—. Allá va Langueduc, mira a quién se parece. Y detrás Humbird.
Amory se incorporó rápidamente y fue hacia la ventana.
—Humbird parece derrotado —dijo después de analizar a los dos fenómenos—, pero ese Langueduc… es muy tosco, ¿no te parece? No me gusta esa gente. Todos los diamantes parecen grandes antes de ser tallados.
—Bueno —dijo Kerry un poco desanimado—, tú eres un genio de la literatura. Ya es bastante.
—Dudo mucho que llegue a serlo —Amory se contuvo—. A veces pienso que sí. Eso suena a rayos y pienso que no se lo puedo decir a nadie más que a ti.
—Pues adelante. Déjate crecer unas melenas y escribe en la
Lit
poemas como ese D'Invilliers.
Amory, indolentemente, alcanzó un montón de revistas de la mesa.
—¿Has leído sus últimos intentos?
—No pierdo uno. Son muy notables.
Amory hojeó un número.
—Aquí está —dijo sorprendido—. Es un novato, ¿no?
—Sí.
—Escucha esto, ¡Dios mío!
Habla una sirvienta:
El oscuro terciopelo arrastra sus pliegues por el día
y blancas velas, encerradas en candelabros de plata,
agitan sus delicadas llamas como sombras al viento.
Pía, Pompía…, venid…, salid fuera.
—Diablo, ¿qué quiere decir todo eso?
—Es una escena en la despensa.
Los pies muy tiesos, como una cigüeña en vuelo,
yace sobre su lecho, sobre las blancas sábanas;
sus manos aprietan su blando pecho, como un santo.
Bella Cunizza, sal, ¡sal a la luz!
—Diablo, Kerry, ¿qué es todo eso? Te juro que no he entendido nada, y yo también soy del oficio.
—Es un poco artificioso, nada más —dijo Kerry—. Todo lo que hay que hacer es pensar en carrozas fúnebres y leche agria mientras lo lees. Y no es tan dulzón como otras cosas suyas.
Amory dejó la revista sobre la mesa.
—Me parece que estoy en las nubes —suspiró—. Ya sé que no soy uno de tantos, pero me asquean los que tampoco lo son. Me tengo que decidir entre cultivar mi espíritu para llegar a ser un gran dramaturgo o darme de bruces con el
Golden Treasury
para llegar a ser un trepador de Princeton.
—¿Y por qué lo tienes que decidir ahora? —sugirió Kerry—. Es mejor dejarse llevar, como yo. Yo llegaré muy alto, a remolque de Burne.
—No puedo seguir a la deriva, necesito interesarme en algo. Me gustaría tener en mis manos las cuerdas del cotarro, aunque sea en provecho de otro; ser el presidente del
Princetonian
o el director del
Triangle
. Quiero ser admirado, Kerry.
—Piensas demasiado en ti mismo.
Amory se sentó.
—No. También pienso en ti. Tenemos que salir de aquí y mezclarnos con los demás, ahora que se puede ser un
snob
. Me gustaría traer una chica y pasearla delante de todo el curso en junio, pero no lo haré hasta que me sienta a mis anchas. Y presentarla a todas esas ratas de biblioteca, al capitán del equipo y toda esa morralla.
—Amory —dijo Kerry—, estás metido en un círculo vicioso. Si quieres de verdad llegar a ser famoso, sal de él. Y si no, tómatelo con calma —bostezó—. Vamos, hay que despejar la habitación de este humazo. Vamos a ver el partido de entrenamiento.
Amory fue aceptando poco a poco ese punto de vista; decidió comenzar su carrera en el próximo otoño y, entretanto, le bastaba con ver cómo se divertía Kerry en la casa del número 12.