Tras la operación Beatrice se sintió afectada de una depresión nerviosa, con un sospechoso tufillo a
delirium tremens
, y Amory se quedó a vivir los dos años siguientes en Minneapolis, en casa de sus tíos. Allí es donde le sorprenden por primera vez los aires crudos y vulgares de la civilización occidental que le cogen en camiseta, por así decirlo.
Torció la boca al leer el mensaje:
Vamos a celebrar una fiesta de trineos el próximo jueves 17 de diciembre y mucho me agradaría contar con su asistencia.
Siempre suya,
Myra St. Claire
Se ruega contestar.
Durante sus primeros dos meses en Minneapolis había tratado con todas sus fuerzas de ocultar «a los chicos de la clase» por qué se sentía infinitamente superior a todos ellos, a pesar de que tal convicción era un castillo de arena. Lo había demostrado un día en la clase de francés (asistía al curso superior de francés) para sonrojo de Mr. Reardon, cuyo acento Amory corrigió despectivamente ante la delicia de toda la clase. Mr. Reardon, que diez años antes había estado unas semanas en París, se tomaba la revancha con los verbos, en cuanto abría el libro. En otra ocasión Amory quiso hacer una exhibición de historia, pero con resultados desastrosos, porque a la semana siguiente los chicos —de su misma edad— se decían unos a otros, con acento petulante:
—Oh, sí, yo creo —sabes— que la revolución americana fue más que nada una cuestión de la clase media.
—Washington era de gente bien, de gente bien, creo yo.
Con gracia, Amory trató de rehabilitarse con nuevas elucubraciones sobre el mismo tema. Dos años antes había comenzado una historia de los Estados Unidos que, aunque no pasó de la guerra de la Independencia, su madre encontraba encantadora.
Estando siempre en desventaja en los ejercicios físicos, tan pronto como descubrió que eran piedra de toque para alcanzar en la escuela poder y popularidad empezó a hacer furiosos y persistentes esfuerzos por descollar en los deportes de invierno; con los tobillos inflamados y doloridos —a pesar de todo— todas las tardes patinaba con denuedo en la pista de Lorelie, pensando en cuándo sería capaz de llevar el palo de hockey sin que se le enredara entre los patines.
La invitación a la fiesta de la señorita Myra St. Claire se pasó la mañana en el bolsillo de su abrigo, en compañía de un cacahuete. Por la tarde la sacó a la luz con un suspiro y, tras algunas consideraciones y una primera redacción sobre la tapa del
Curso preliminar de Latín
, de Collar y Daniel, escribió su contestación:
Mi querida señorita St. Claire:
Su invitación realmente encantadora para la tarde del próximo jueves la recibí esta mañana realmente encantado. Así pues me sentiré entusiasmado de presentarle mis respetos el próximo jueves por la tarde.
Sinceramente,
Amory Blaine
Aquel jueves, por consiguiente, estuvo paseando por las resbaladizas y paleadas aceras hasta que llegó a la casa de Myra a eso de las cinco y media, con un retraso que su madre, sin duda, habría aplaudido. Esperó en la entrada con los ojos indolentemente semicerrados mientras planeaba con detalle su llegada: cruzaría el salón, sin prisa, hacia la señora St. Claire para saludarla con la más correcta entonación:
—Mi
querida
señora St. Claire, lamento
enormemente
llegar tan tarde, pero mi doncella… —aquí se detuvo a recapacitar—, pero mi tío y yo debíamos visitar a un amigo… Sí, he conocido a su encantadora hija en la academia de baile.
Luego estrecharía las manos (haciendo uso de aquella sutil reverencia semiextranjera) a todas las damiselas almidonadas, mientras lanzaba un saludo al grupo de caballeretes, reunidos en un corro para darse mutua protección.
Un mayordomo (uno de los tres de Minneapolis) abrió la puerta. Amory al entrar se quitó el gabán y la gorra. Le sorprendió ligeramente no oír el cuchicheo de la habitación contigua, y pensó que la fiesta debía ser un tanto seria. Le pareció bien, como le había parecido bien el mayordomo.
—La señorita Myra —dijo.
Para su asombro, el mayordomo hizo una horrible mueca.
—Ah, sí —dijo— está aquí. —No se daba cuenta de que su incapacidad para hablar
cockney
estaba arruinando su futuro. Amory le observó con desdén.
—Pero —continuó el mayordomo, levantando innecesariamente la voz— es la única que queda en casa. Se ha ido toda la gente.
Amory quedó horrorizado y boquiabierto.
—¿Cómo?
—Estuvo esperando a Amory Blaine. Es usted, ¿no? Su madre ha dicho que si usted aparecía a las cinco y media les siguieran en el Packard.
El desconsuelo de Amory quedó cristalizado con la aparición de Myra, envuelta hasta las orejas en un abrigo de polo, la expresión de mal humor y una voz que a duras penas podía ser complaciente.
—Qué hay, Amory.
—Qué hay, Myra. —Con eso había descrito su estado de ánimo.
—Bueno, al fin has llegado.
—Bueno, ya te contaré. Supongo que no te has enterado del accidente de coche —empezó a fantasear.
Los ojos de Myra se abrieron del todo.
—¿De quién?
—Bueno —continuó desesperadamente—; mi tío, mi tía y yo.
—¿Se ha matado alguien?
Amory se detuvo e hizo un gesto.
—¿Tu tío? —una alarma.
—No, no, solamente un caballo; una especie de caballo gris.
El mayordomo de opereta se rió a hurtadillas.
—Seguro que han destrozado el motor —Amory le habría aplicado tormento, sin el menor escrúpulo.
—Bueno, vamos —dijo Myra con frialdad—. Ya comprendes, Amory, los trineos estaban pedidos para las cinco y todo el mundo estaba aquí, así que no podíamos esperar…
—Bueno, yo no tengo la culpa, ¿verdad?
—Mamá dijo que te esperara hasta las cinco y media. Cogeremos el trineo antes de que llegue al Minnehaha Club, Amory.
El frágil equilibrio de Amory se vino abajo. Se imaginó al alegre grupo repicando por las calles nevadas, la aparición de la
limousine
, la horrible llegada de Myra y él ante todo el público, ante sesenta ojos cargados de reproches… y sus disculpas, verdaderas esta vez. Suspiró en voz alta.
—¿Qué hay? —preguntó Myra.
—Nada, estaba bostezando. ¿Crees realmente que podremos alcanzarles antes de que lleguen allí? —Secretamente estaba alimentando la débil esperanza de dirigirse directamente al Minnehaha Club para que el grupo les encontrara allí, ante el fuego, en aburrida soledad pero con mejor presencia de ánimo.
—Claro que sí, ¿verdad, Mike? Les alcanzaremos. De prisa.
Empezó a recuperar su sangre fría. En cuanto subieron al coche se dedicó a poner en práctica —dorando la pildora— un plan de combate que le habían colgado en la academia de baile, «un chico terriblemente guapo», «con cierto aire inglés».
—Myra —bajando la voz y escogiendo las palabras con tiento—, te pido mil perdones. ¿Serás capaz de perdonarme?
Ella miró con gravedad aquellos profundos ojos verdes, aquella boca que, para sus ilusiones juveniles, suponía la quintaesencia del romance. Por supuesto, Myra podía perdonarle con mucha facilidad.
—Claro que sí.
Él la contempló de nuevo y bajó los ojos, mostrando sus pestañas.
—Soy incorregible —dijo con tristeza—, soy diferente a los demás. No sé por qué tengo que dar estos
faux pas
. Porque no me preocupo por mí, supongo. —Luego, brutalmente—: He estado fumando demasiado. He cogido el vicio del tabaco.
Myra se imaginaba las desenfrenadas noches del tabaco, un pálido Amory que se tambaleaba por culpa de unos pulmones inundados de nicotina. Dio un suspiro.
—Oh, Amory, no fumes. Vas a destrozar tu
crecimiento
.
—Qué importa —insistió dramáticamente—. He cogido el vicio. Estoy haciendo muchas cosas que si mi familia supiera… —se detuvo para dar tiempo a que ella imaginara los más negros horrores—. La semana pasada fui a ver una revista.
Myra estaba rendida, y él volvió hacia ella sus verdes ojos.
—Eres la única chica de la ciudad que me gusta de verdad —dijo en un alarde de sentimientos—. Eres muy «simpática».
Myra no estaba segura de serlo; pero aquella palabra le sonaba muy bien.
Había oscurecido, y en una brusca vuelta del coche ella se echó encima de él; sus manos se tocaron.
—Tienes que dejar de fumar, Amory —le dijo—. Ya lo sabes.
El movió la cabeza.
—Qué importa eso a nadie…
Myra vaciló.
—Me importa a mí.
Algo se agitó en el interior de Amory.
—¡A ti sí que te importa! Lo que a ti te importa es Froggy Parker, todo el mundo lo sabe.
—No es verdad —muy suavemente.
Un silencio mientras Amory se estremecía. Había algo fascinante en Myra, encerrada en la intimidad del coche y al abrigo del aire frío y oscuro. Myra, un pequeño paquete de ropa, unas guedejas de pelo dorado que se desenroscaban bajo el gorro de lana.
—Yo también me he enamorado… —se detuvo porque oyó a lo lejos las risas de los jóvenes y, escudriñando la calle iluminada a través del cristal empañado, llegó a divisar la oscura silueta de los trineos. Tenía que actuar con rapidez. Se volvió con violencia y decisión y apretó la mano de Myra, su pulgar, para ser exactos.
—Dile que vaya derecho al Minnehaha. Tengo que hablar contigo. Necesito hablar contigo.
Myra alcanzó a ver los trineos, tuvo una fugaz visión de su madre y —adiós las buenas costumbres— contempló los ojos que estaban a su lado.
—Tome la primera bocacalle, Richard, y vaya derecho al Minnehaha Club —dijo por el telefonillo. Amory reclinó la espalda contra los almohadones con un suspiro de alivio.
«Ya la puedo besar —pensaba—. Apuesto a que la puedo besar».
El cielo estaba casi cristalino, un poco brumoso, y toda la fría noche vibraba de rica tensión. Desde la escalinata del club se extendían los caminos, pliegues oscuros sobre la blanca sábana. Grandes montones de nieve se acumulaban a los lados, como el rastro de gigantescos topos. Por un instante se detuvieron en los escalones, contemplando una luna blanca en fiestas.
—Ante una luna pálida como esa —Amory hizo un gesto lleno de vaguedad— la gente se vuelve más misteriosa. Pareces una bruja cuando te quitas el gorro, ese pelo enredado —ella quiso arreglarse el pelo—. Pero déjalo, está muy bien así.
Subieron la escalinata y Myra dirigió sus pasos a la habitación que él soñara, un fuego acogedor ante un profundo sofá. Unos años más tarde aquel rincón había de ser para Amory la cuna y el escenario de muchas crisis sentimentales. Por un momento estuvieron charlando acerca de trineos.
—Siempre hay un grupo de tímidos —comentó él—, sentados en la cola del trineo para espiarse, cuchichear y darse empujones. Y nunca falta tampoco esa chica bizca y rara —hizo una imitación terrible— que está siempre dando gritos a su carabina.
—Qué divertido eres —se admiró Myra.
—¿Qué quieres decir con eso? —dijo Amory, preocupado de nuevo del terreno que pisaba.
—Nada, que siempre estás diciendo cosas divertidas. ¿No quieres venir mañana a esquiar con Marylyn y conmigo?
—No me gustan las chicas durante el día —dijo secamente; pensando que había sido un tanto rudo, añadió—: Pero tú sí que me gustas. —Se aclaró la voz—: Primero me gustas tú, segundo tú y tercero tú.
Los ojos de Myra se volvieron soñadores. ¡Lo que iba a contar a Marylyn! El estar aquí, en el sofá, con aquel chico encantador, el fuego, la sensación de estar solos en todo el edificio.
Myra capituló. El ambiente era muy apropiado para ello.
—Y a mí me gustas primero tú hasta veinticinco —confesó ella, con voz temblorosa—; y Froggy Parker el veintiséis.
Froggy no tenía idea de que había perdido veinticinco puestos en una hora.
En cambio, Amory, sobre la marcha, se inclinó con decisión y la besó en la mejilla. Nunca hasta entonces había besado a una muchacha y paladeó los labios con curiosidad, como para degustar una fruta desconocida. Los labios de los dos se rozaron, como flores campesinas mecidas por el viento.
—Somos terribles —Myra suspiró con ternura. Deslizó su mano entre las de él y apoyó su cabeza en su hombro. Una repentina repugnancia se apoderó de Amory; disgusto y hastío por todo el incidente. Deseó frenéticamente estar muy lejos, no volver a ver a Myra, no volver a besar nunca más; atento a sus dos caras, a sus dos manos entrelazadas, deseó escabullirse fuera de su cuerpo para esconderse en cualquier lugar seguro y oculto, en el más apartado rincón de su mente.
—Bésame otra vez —la voz de ella parecía llegar desde un extenso vacío.
—No quiero —se oyó decir a sí mismo. Hubo otra pausa—. ¡No quiero! —repitió apasionadamente.
Myra se incorporó, las mejillas encendidas, la vanidad herida. La nuca le temblaba nerviosamente.
—¡Te odio! —gritó—. ¡No te atrevas a dirigirme otra vez la palabra!
—¿Cómo? —tartamudeó Amory.
—Le voy a decir a mamá que me has besado. ¡Se lo diré! Se lo voy a decir. ¡Y no me dejará más salir contigo!
Amory se incorporó para contemplarla indefenso, como si se tratara de un animal de cuya presencia en la tierra no se hubiera percatado hasta ese momento:
La puerta se abrió inopinadamente y la madre de Myra apareció en el umbral.
—¡Vaya! —empezó, ajustándose los impertinentes—. Me dijo el conserje que estaban aquí arriba. ¿Cómo estás, Amory?
Amory observó a Myra mientras esperaba el estallido, pero no ocurrió nada. Los pucheros se evaporaron, empalideció el rojo y la voz de Myra era tan plácida como un lago de verano cuando contestó a su madre.
—Salimos tan tarde, mamá, que pensé que era mejor…
De abajo llegaban los gritos y risas —mientras Amory seguía a madre e hija bajando las escaleras— mezclados con el insulso aroma de los bizcochos y el chocolate caliente. El sonido del gramófono era acompañado por las voces de muchas chicas que tarareaban la canción, cuando sintió nacer y extenderse por encima de él un pálido fulgor.
Instantáneas del joven ególatraCasey Jones subió a la cabaña,
Casey Jones, con las órdenes en la mano.
Casey Jones, subió a la cabaña
para marchar hacia la tierra de promisión.
Casi dos años estuvo Amory en Minneapolis. Durante el primer invierno usaba mocasines que en un principio se pusieron amarillos pero que sucesivas aplicaciones de polvo y grasa los devolvieron a su natural tono, un pardo verdoso y mate; vestía un corto balandrán gris y una gorra roja de tobogán. Su perro, el «Conde del Monte», se comió la gorra roja, y su tío le tuvo que regalar una gris que le tapaba toda la cara. Lo malo era que, al respirar a través de ella, se le helaba el aliento; un día con aquella maldita gorra se le helaron las mejillas. Se las restregó con nieve, pero siguieron conservando un tono azul oscuro.