A este lado del paraíso (8 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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—¡Dios mío! —gritó de repente y escuchó el sonido de su voz en el aire tranquilo. Rompió a llover. Durante un minuto permaneció inmóvil, con las manos crispadas. Se incorporó de un salto y se palpó la ropa.

—Estoy completamente empapado —dijo en voz alta dirigiéndose al reloj de sol.

Historia

La guerra mundial estalló el verano siguiente a su primer curso. Aparte un interés puramente deportivo en el avance alemán hacia París, el asunto no llegó a inquietarle ni a interesarle. Con la actitud de quien presencia un melodrama, confiaba en que la guerra sería larga y sangrienta, pues de otra forma se sentiría tan defraudado como el airado espectador de un combate famoso en el que los contendientes rehusan enzarzarse.

Esta fue su actitud.

¡Ja, ja, Hortense!

—¡Vamos, mulas!

—¡A moverse!

—¡Eh, mulas! A ver si dejan de hacer el idiota y mueven un poco las caderas.

—¡Vamos, mulas!

El director de escena fumaba desconsolado, y el presidente del Triangle Club, el ceño fruncido por la ansiedad, prodigaba furiosas explosiones de autoridad y arrebatos de cansancio temperamental, hasta que cayó en gran desmayo, imaginando cómo demonios iba a poder hacer la
tournée
de Navidad.

—Bueno, bueno. Vamos ahora con la canción del pirata.

Las mulas echaron una última chupada a sus cigarrillos y se colocaron en sus puestos; la primera actriz se adelantó al escenario, pies y manos con gestos afectados; el director de escena palmeó, pateó, silbó y aulló hasta que iniciaron la danza.

El Triangle Club era un enorme e hirviente hormiguero. Todos los años representaba una comedia musical, viajando con actores, coro, orquesta y escenarios en las vacaciones de Navidad. Tanto la letra como la música eran obra de los estudiantes, y el club era una de las instituciones de mayor influencia; cada año aspiraban a formar parte de él unas trescientas personas.

Amory, tras una fácil victoria en el concurso organizado por el
Pricentonian
, ocupó la vacante del papel de «Boiling Oil, un teniente pirata». Durante la última semana, todas las noches desde las dos de la tarde hasta las ocho de la mañana, ensayaban
¡Ja, ja, Hortense!
en el casino, con ayuda de mucho café cargado y dormitando en los descansos. Un lugar singular, aquel casino. Era un gran auditorio, como un granero, lleno de estudiantes disfrazados de piratas, de mujeres o de niños. El escenario se montaba en medio de gran violencia; el luminotécnico ensayaba lanzando diabólicos haces de luz a unos ojos irritados, y por encima de todo, el soniquete constante de la orquesta o el alegre bum-bum de la canción del Triangle. El autor de la letra permanecía en un rincón, mordiendo un lápiz, con veinte minutos para meditar un ripio; el gerente del negocio discutía con el secretario acerca del dinero que se podía gastar en «aquellos malditos trajes de lecheras»; y el viejo ex alumno, presidente que fue en el 98, encaramado en un palco, consideraba cuánto más simple era todo aquello en su tiempo.

De qué manera se lograba producir la revista del Triangle resultaba un misterio, un turbulento misterio, cualquiera que fuese el servicio que uno prestara y que había de permitirle, en su día, usar un pequeño triángulo de oro en la cadena del reloj.
¡Ja, ja, Hortense!
se escribió media docena de veces, por nueve colaboradores distintos, cuyos nombres figuraban en todos los programas. Todas las revistas del Triangle pretendían ser «algo totalmente diferente, no la simple comedia musical»; pero cuando los nueve autores, el presidente, el director de escena y el comité de la facultad la daban por terminada, lo que allí aparecía era la eterna comedia musical del Triangle, con sus chistes familiares y el gran actor que era despedido o caía enfermo antes del viaje y el hombre de barba poblada y negra que formaba parte del ballet y al que «no le daba la gana de afeitarse dos veces al día, ¡qué demonio!»

Había en
¡Ja, ja, Hortense!
un pasaje muy original. Es una creencia tradicional en Princeton que dondequiera que uno de Yale, miembro de la muy conocida asociación «Calaveras y Huesos», oye una referencia burlesca a su sagrada institución, se ve obligado a abandonar el lugar. También es una creencia que los miembros de esa asociación acostumbran triunfar en su madurez, amasando fortunas o votos o cupones o cualquier cosa que decidan amasar. Así pues, para cada representación de
¡Ja, ja, Hortense!
se reservaban media docena de butacas que debían ser ocupadas por los seis vagabundos de peor cariz que se pudieran encontrar en la localidad, tras una ligera adaptación a peor por el experto en maquillajes. En aquella escena en que «Firebrand, el jefe pirata» señalaba su negra bandera y decía: «Soy uno de Yale, reparad en mis huesos y calavera», los seis vagabundos tenían instrucciones de abandonar la sala con miradas de profunda melancolía y herida dignidad. Se asegura, aunque nunca llegó a probarse, que en una ocasión los seis vagabundos fueron seguidos por uno verdadero.

Durante las vacaciones representaban la comedia para los elegantes de ocho ciudades. A Amory le gustaron, sobre todo, Louisville y Memphis; allí sabían recibir a los forasteros: les proporcionaron un extraordinario ponche e hicieron gala de un asombroso ramillete de bellezas. Chicago le gustó también por cierto entusiasmo que hacía olvidar su ingrato acento; sin embargo, era una ciudad de Yale, y como el Yale Glee Club era esperado la siguiente semana, para el Triangle sólo hubo división de opiniones. En Baltimore, Princeton se sentía como en casa y toda la expedición se enamoró. Se registró a lo largo de todo el recorrido un alto consumo de bebidas fuertes e, invariablemente, un hombre bien tomado subía al escenario porque su particular interpretación de un pasaje requería su colaboración. Usaban tres vagones privados, pero solamente se podía dormir en uno, llamado el «vagón del ganado», donde viajaban todos los músicos de viento de la orquesta. La gente se sentía tan apresurada que apenas tenían tiempo de aburrirse; pero cuando llegaron a Filadelfia, casi al término de las vacaciones, encontraron un gran descanso al abandonar aquel ambiente cargado de flores y pinturas grasientas, y las mulas se despojaron al fin de sus corsés con dolores abdominales y suspiros de alivio.

Cuando llegó la desbandada, Amory escribió apresuradamente a Minneapolis, porque la prima de Sally Weatherby, Isabelle Borgé, iba a pasar el invierno allí mientras sus padres viajaban por el extranjero. Se acordaba de Isabelle, una criatura con la que a veces había jugado cuando llegó por primera vez a Minneapolis. Ella se había ido a vivir a Baltimore donde, al parecer, se había hecho con un pasado.

Amory galopaba, confiado, nervioso y lleno de júbilo. Escabullirse a Minneapolis para ver a una chica que había conocido de niño le parecía la cosa más interesante y romántica; así que sin el menor escrúpulo telegrafió a su madre que no le esperase… y subió al tren para pensar en sí mismo durante treinta y seis horas.

«Caricias»

En el transcurso del viaje con los del Triangle, Amory había entrado en constante contacto con ese extraño fenómeno tan generalizado en los Estados Unidos que es el juego de las caricias.

Ninguna de las madres victorianas —y casi todas las madres eran victorianas— tenía la menor idea de la facilidad con que sus hijas se habían acostumbrado a ser besadas. «Las sirvientas son de tal condición» —decía la señora Huston-Carmelite a su muy solicitada hija—: «se dejan besar primero y después oyen las propuestas matrimoniales».

Pero la hija moderna entra en relaciones cada seis meses entre sus dieciocho y veintidós años; incluso durante su compromiso con el joven Hambell, de Cambell y Hambell —quien pomposamente se considera a sí mismo como su primer amor—, y entre pequeños devaneos, la hija moderna (seleccionada por el sistema de cambio de parejas que favorece la supervivencia del más apto) se las arregla para no desperdiciar una serie de sentimentales besos a la luz de la luna, a la luz del fuego o en las mismas tinieblas.

Amory había visto cómo las mujeres de su edad hacían cosas que ni siquiera en la imaginación había juzgado posibles: tomar un bocado, a las tres de la madrugada, después del baile, en cafés de mala nota, y hablar de lo divino y de lo humano con un aire mitad modesto, mitad burlón, pero con una tal excitación que para Amory era síntoma real de su decadencia moral. Y hasta que lo vio, en las ciudades entre Nueva York y Chicago, no había comprendido lo extendido que estaba, como una gigantesca conjura juvenil.

Una tarde en el Plaza, el crepúsculo invernal aletea fuera, viene de más arriba un repique apagado… Se pasean y dan vueltas por el vestíbulo, se toman otro cóctel elegantemente vestidos…, esperan. Se abren las puertas, y tres bultos envueltos en pieles entran con afectación. Después, es el teatro, y más tarde, una mesa en el Midnight Frolic —naturalmente, con su madre, que sólo sirve para hacerlo todo más secreto y sugerente, sentada en mesa aparte y pensando que, después de todo, tales diversiones no son tan malas como ella había pensado, un tanto aburridas nada más—. Pero la hija moderna se ha enamorado de nuevo —qué raro, ¿no?—, y aunque en el taxi había sitio de sobra para todos, la hija moderna y el joven de Williams se sienten demasiado apretados y necesitan ir en coche aparte. ¡Vaya! ¿Te das cuenta de qué colorada viene la hija moderna por llegar siete minutos tarde? Pero la hija moderna sabe salir siempre del paso.

La «nena» se convierte poco a poco en la «coqueta», la «coqueta» se convierte en la «vamp». La «nena» tiene cada tarde cinco o seis llamadas de pretendientes. Si por un extraño accidente sólo tiene dos, la cosa empieza a ponerse fea para el que no tiene cita para ese día; y en el intervalo de dos bailes una docena de hombres la rodea. Trata de encontrar a la hija moderna entre dos bailes, anda, trata de encontrarla…

Siempre la misma muchacha… en lo más profundo de un ambiente de música de jungla y cuestiones sobre el código moral. A Amory le parecía fascinante que a cualquier joven moderna que le presentaran antes de las ocho se la podía besar antes de las doce.

—¿Qué demonios hacemos aquí? —le preguntó a la chica de las peinetas verdes una noche, en la
limousine
de un amigo, a la puerta del Country Club de Louisville.

—Yo qué sé. Tengo el demonio en el cuerpo.

—Vamos a ser sinceros, no nos volveremos a ver. Quería estar aquí contigo porque me has parecido la más bonita de todas. A ti te da lo mismo que nos volvamos a ver o no ¿verdad?

—No. ¿Es eso lo que dices a todas las chicas? ¿Qué he hecho yo para merecer tal honor?

—¿Así que ni estabas cansada de bailar ni querías un cigarrillo ni todo eso que dijiste? Lo único que querías…

—Vamos para adentro —interrumpió ella—, si tanto te gusta analizar. No hablemos más de eso.

Cuando se puso de moda aquel tipo de jersey de punto, sin mangas, Amory en un arranque de inspiración lo bautizó como «camisa de besuqueo». El nombre viajó de costa a costa en labios de conquistadores e hijas modernas.

Descriptivo

Amory había cumplido los dieciocho años, medía algo menos de un metro ochenta y era excepcionalmente hermoso. Tenía una cara juvenil, con una expresión ingenua contrastada por sus penetrantes ojos verdes, orlados de largas pestañas oscuras. En cierto modo carecía de ese intenso magnetismo que acompaña siempre a la belleza del hombre o la mujer; su personalidad radicaba sobre todo en algo mental, y no estaba en su poder abrirle o cerrarle el paso como si se tratara de un grifo. Pero la gente no olvidaba su rostro.

Isabelle

Se quedó inmóvil en lo alto de la escalera. Esas sensaciones atribuidas a los nadadores sobre los trampolines, a las primeras actrices la noche de su estreno o a los robustos y curtidos capitanes el día de su partido final, se acumulaban dentro de ella. Tendría que haber bajado entre un redoble de tambores o una discordante mezcolanza de temas de
Thais y Carmen
. Nunca había estado tan intrigada por su propia aparición, nunca se había sentido tan satisfecha. Hacía seis meses que tenía dieciséis años.

—¿Isabelle? —llamó su prima Sally desde el umbral del vestuario.

—Estoy lista —sintió un nudo en la garganta.

—He tenido que enviar a casa por otro par de zapatos. Estaré en un minuto.

Isabelle se dirigió al vestuario para un último toque ante el espejo, pero algo la empujó a permanecer allí y a observar la amplia escalera del Minnehaha Club. Giraba tentadoramente, y, en el salón de abajo, alcanzó a ver dos pares de pies masculinos. Calzados con escarpines negros, no daban el menor signo de identidad; pero ella se imaginó con anhelo que uno de los pares pertenecía a Amory Blaine. El joven, al que todavía no había visto, había jugado un importante papel aquel día, el primer día de su llegada. Al venir de la estación —en medio de una lluvia de preguntas, comentarios, revelaciones y exageraciones— Sally le había dicho:

—Te acuerdas de Amory Blaine, claro. Está loco por verte. Ha llegado de Princeton a pasar un día y va a venir esta noche. Ha oído hablar mucho de ti; dice que se acuerda de tus ojos.

Todo eso le complacía. Eso venía a poner las cosas en su sitio, aunque ella era muy capaz de representar sus propios romances con o sin propaganda previa. Pero a continuación del agradable cosquilleo producido por la anticipación tuvo una sensación deprimente que le llevó a preguntar:

—¿Qué será lo que ha oído acerca de mí? ¿Qué clase de cosas?

Sally sonrió. Al lado de su prima se sentía casi como un empresario de espectáculos.

—Sabe de sobra quién eres, lo guapa que eres y todo eso —se detuvo—, y supongo que sabe que te han besado.

Bajo el abrigo de piel el pequeño puño de Isabelle se crispó. Aunque acostumbrada ya a que en todas partes le siguiera su desesperante pasado, nunca dejaba de producirle el mismo resentimiento, a pesar de que en una ciudad desconocida una reputación así tenía sus ventajas. ¿Así que la consideraba una chica alegre? Pues iban a ver.

Isabelle contemplaba desde la ventana cómo caía la nieve fuera en la helada mañana. Esto era mucho más frío que Baltimore, tanto, que no se le podía comparar; el cristal estaba helado, en las esquinas del marco se acumulaba la nieve. Pero su mente seguía dando vueltas a un único objeto. ¿Iría él vestido como aquel muchacho que paseaba tranquilamente, en mocasines y prendas de invierno, a lo largo de aquella ruidosa calle comercial? ¿Qué era del Oeste? Pero él no podía ser así; estaba en Princeton, en segundo curso o algo así, aunque en realidad ella no tenía muy clara idea de él. Había conservado en su álbum de fotos una antigua instantánea suya, y aún le seguía impresionando con aquellos hermosos ojos que sin duda se habrían agrandado. Sin saber cómo, en el mes pasado, cuando se decidió su visita invernal a Sally, había adquirido las proporciones de un adversario de consideración. Los niños, los más astutos fabricantes de luchas, trazan sus campañas con gran rapidez, y Sally había interpretado con gran acierto la tonada que convenía al temperamento excitable de Isabelle. Isabelle durante algún tiempo había demostrado ser capaz de fuertes, aunque pasajeras, emociones…

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