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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

A este lado del paraíso (4 page)

BOOK: A este lado del paraíso
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La casa de monseñor Darcy era una antigua y confusa residencia situada en lo alto de una colina que dominaba el río, donde su propietario vivía —cuando no tenía que viajar a todas las partes del mundo católico— como un Estuardo en el exilio, esperando en todo momento ser llamado a gobernar su tierra. Monseñor tenía entonces cuarenta y cuatro años, era una persona bulliciosa, que rebosaba salud, con una brillante y contagiosa personalidad. Cuando entraba en una habitación, vestido de púrpura de pies a cabeza, parecía un crepúsculo de Turner y atraía atención y respeto. Había escrito dos novelas: la primera, violentamente anticatólica, un poco antes de su conversión, seguida de otra cinco años más tarde, en la que había transformado todos sus hábiles argumentos contra los católicos en —más hábiles todavía— sátiras contra los episcopalianos. Era muy ceremonioso, con grandes dotes dramáticas: amaba a Dios lo bastante como para seguir célibe y se llevaba bien con sus vecinos.

Los niños le adoraban porque era uno más entre ellos; los jóvenes disfrutaban de su compañía, porque siendo uno de ellos, de nada se escandalizaba. De haber nacido en su país y en su siglo podría haber sido un Richelieu; pero en verdad se trataba de un hombre muy honesto, muy religioso (aunque no beato), que envolvía en grandes misterios sus desgastadas influencias y que —aunque no disfrutara de ella— sabía apreciar la vida en toda su extensión.

Desde el primer momento él y Amory se entendieron a la perfección. A la media hora de conversación entre aquel prelado jovial y brillante, capaz de deslumbrar la concurrencia de un baile de embajada, y aquel joven atento, de ojos verdes, en sus primeros pantalones largos, ambos se consideraban como padre e hijo.

—Hijo mío, te he estado esperando durante años. Siéntate ahí que tenemos para rato.

—Vengo del colegio. St. Regis, ya sabe usted.

—Me lo dijo tu madre, ¡qué mujer notable! Coge un cigarrillo, estoy seguro de que fumas. Bueno, si te pareces a mí, no te gustarán las ciencias ni las matemáticas…

—No me gustan nada. Ni el inglés, ni la historia…

—Naturalmente. El colegio no te gustará al principio. Pero me alegro de que vayas a St. Regis.

—¿Por qué?

—Es un colegio para caballeros; no te infectarás de democracia tan pronto. Ya tendrás de eso en la universidad, para dar y tomar.

—Me gustaría ir a Princeton —dijo Amory—. No sé por qué pero me parece que todos los de Harvard son un poco niñas, como yo lo era antes; y todos los de Yale llevan jerseys azules y fuman en pipa.

Monseñor sonrió.

—Yo soy uno de ellos, ya lo sabes.

—Pero usted es distinto. Los de Princeton son todos unos vagos, guapos y aristocráticos como un día de primavera. Harvard tiene un tufo a interior…

—Eso es.

Los dos se dejaban deslizar hacia una intimidad de la que nunca habían de liberarse.

—Yo era partidario del príncipe Charlie —informó Amory.

—Naturalmente, y de Aníbal. —Sí, y también de la Confederación del Sur. En cambio, no estaba demasiado seguro acerca de los patriotas irlandeses (se temía que ser irlandés era algo vulgar), pero monseñor le aseguró que Irlanda era una causa perdida pero romántica y que los irlandeses, gente encantadora, constituirían uno de sus principales apegos.

Tras una densa hora, con unos cuantos cigarrillos más, en la cual supo monseñor para su sorpresa, ya que no para su horror, que Amory había sido educado en el seno de la religión católica, le anunció que esperaba a otro visitante. No era otro que el honorable Thornton Hancock, de Boston, ex ministro en La Haya, autor de una erudita historia de la Edad Media y último vastago de una distinguida, patriótica y brillante familia.

—Viene aquí a descansar —dijo monseñor en tono confidencial, como si Amory fuera un contemporáneo suyo—. Yo soy como un sedante para las fatigas del agnosticismo y creo ser la única persona que sabe que esa vieja y seria cabeza ha naufragado y busca ansiosa una tabla firme —como la de la Iglesia— a la que agarrarse.

Aquel primer almuerzo fue uno de los acontecimientos memorables de la juventud de Amory. Estaba radiante y le dedicó todo su peculiar encanto. Monseñor, a fuerza de preguntas y sugerencias, supo sacarle lo mejor que llevaba dentro, y Amory conversó con ingenio y agudeza acerca de mil impulsos y deseos, anticipaciones, esperanzas y temores. El y monseñor llevaron el peso de la charla, mientras el anciano —con su mentalidad menos receptiva y complaciente pero no más fría— parecía contento con escuchar y recibir el cálido resplandor que emanaba de los otros dos. Monseñor siempre había hecho, a mucha gente, el efecto de un rayo de sol, y —aunque más en su juventud que en su madurez— lo mismo le ocurría a Amory, que nunca se mostró tan espontáneo como en aquella ocasión.

«Un chico brillante —pensó Thornton Hancock, que había conocido la crema de dos continentes y había tenido ocasión de hablar con Parnell, Gladstone y Bísmarck, para añadir más tarde a monseñor—: pero no se debería confiar su educación ni a una escuela ni a un colegio».

Sin embargo, durante los cuatro años que siguieron, la mejor parte del intelecto de Amory estuvo concentrada sobre temas mundanos y sobre las triquiñuelas del sistema universitario y de la sociedad americana representada por los tés de Baltimore y las canchas de golf de Hot Springs.

… En suma, una semana maravillosa, testigo de la consagración de la mente de Amory, de la confirmación de un centenar de sus teorías y de la cristalización de su apetito de vivir en mil habitaciones diferentes. No es que la conversación fuera un tanto académica —¡no, por Dios! Amory sólo tenía una idea muy vaga de quién era Bernard Shaw—, pero monseñor supo representar tanto al «amado vagabundo» como a «sir Nigel», cuidando de que Amory se sintiera siempre a sus anchas.

Pero ya estaban sonando los clarines que anunciaban la primera escaramuza de Amory con su propia generación.

—No te duela marcharte. Entre gente como nosotros —dijo monseñor— nuestro lugar está precisamente donde no estamos.

—Qué lástima…

—Nada de lástima. No hay en el mundo persona imprescindible para ti o para mí.

—Bueno…

—Adiós.

El ególatra abatido

Los dos años de St. Regis, con sus altos y bajos de fracasos y triunfos, significaron en la vida de Amory lo poco que todo colegio preparatorio, aplastado bajo el peso de las universidades, supone para la vida americana en general. En América no existe un Eton donde se cimente la conciencia de la clase gobernante; en lugar de eso no hay más que colegios limpios, insulsos e inocuos.

Al principio todo le fue mal; era universalmente detestado y considerado al mismo tiempo despreciable y arrogante. Jugaba al fútbol intensamente, simultáneamente impulsado por una brillante audacia y una tendencia a rehuir el peligro en cuanto un mínimo de pudor lo permitiera. En una ocasión en que era preso de un terror pánico, rehusó luchar con un chico de su tamaño, ante un coro de insultos. Sin embargo, una semana más tarde se enfrascó en una lucha con otro mucho mayor, de la que salió machacado pero orgulloso de sí mismo.

Era rencoroso con toda clase de autoridad, lo que, combinado con la pereza y el desinterés por el trabajo, exasperaba a sus profesores. Fue perdiendo el humor y se tenía a sí mismo por un paria; andaba enfurruñado por los rincones y se dedicaba a leer después de la queda. Con miedo a quedarse solo, se hizo unos cuantos amigos, que, como no eran la crema del colegio, los utilizaba tan sólo como espejos de sí mismos, para adoptar ante ellos —lo que era esencial para él— sus posturas de siempre. Era desesperadamente desgraciado, se encontraba intolerablemente solo.

Pero también tenía algunos consuelos. Cuando se hallaba deprimido, su vanidad era lo último en irse a pique; era una gran satisfacción oírle decir a «Wookey-wookey» —el viejo portero sordo— que él era el chico más guapo que había visto en su vida. E igualmente le había complacido convertirse en el hombre más joven y rápido del equipo de fútbol, o que el doctor Dougall asegurase, al término de una acalorada conferencia, que si se lo propusiera podría obtener las mejores notas de la clase.

Abatido, aislado y enemistado con sus compañeros y profesores, transcurrió su primer curso. Pero en Navidad regresó a Minneapolis, los labios crispados e incomprensiblemente contento.

—Al principio lo extrañaba todo —le dijo a Froggy Parker con aires paternales—, pero enseguida me impuse. El más rápido del equipo. Deberías ir a un colegio, Froggy. Es una gran cosa.

Incidente con el bienintencionado profesor

La última noche que pasaba en la escuela al final de su primer curso, Mr. Margotson, el profesor encargado, ordenó a Amory que se personara en su habitación. Amory sospechó que le venía una reprimenda y se propuso recibirla cortésmente porque el tal Mr. Margotson siempre había demostrado una buena disposición para con él. Tosió unas cuantas veces y le miró afablemente, consciente de que pisaba un terreno delicado.

—Amory —empezó—, te he mandado llamar para una cuestión personal.

—Sí, señor.

—Te he venido observando todo el curso y… yo te aprecio. Creo que hay en ti condiciones para… para llegar a ser una gran persona.

—Sí, señor —Amory logró pronunciar. Le repugnaba la gente que le trataba como a una calamidad.

—Pero he observado —continuó el profesor, impasiblemente— que no tienes muchos amigos entre tus compañeros.

—No, señor —Amory humedeció sus labios.

—Ah, creía que no ibas a entender de qué se trata…, lo que ellos piensan. Te lo voy a decir, porque yo creo que cuando un joven conoce sus dificultades está mejor capacitado para… resolverlas, para llegar a ser lo que los demás esperan de él. —Carraspeó de nuevo con delicada reticencia y continuó—: Los chicos piensan que eres… demasiado novato…

Amory no pudo aguantar más. Se levantó del asiento controlando su voz a duras penas.

—¡Ya lo sé! ¿Cree usted que no lo sé? —levantó la voz—. Sé de sobra ló que piensan. No es necesario que usted me lo repita —se detuvo—. Ya estoy…, tengo que volver…, espero no haber sido demasiado violento.

Abandonó la habitación apresuradamente. En el aire fresco de la noche, al volver hacia su cuarto, se regocijaba de haber rechazado aquella ayuda.

—¡Maldito viejo! —gritaba ferozmente—. ¡Cómo si yo no lo supiera!

Con todo, decidió que aquello constituía una excelente excusa para no volver aquella noche al estudio; así que, tranquilamente, se metió en la cama, mordisqueó unos nabiscos y terminó de leer
La compañía blanca
.

Incidente con la joven maravillosa

Su buena estrella brilló nuevamente en aquel febrero. Nueva York resplandecía en el aniversario de Washington con el esplendor de un acontecimiento largo tiempo esperado.

Aquella blancura contra el cielo azul oscuro había dejado una impresión que rivalizaba con la de las ciudades soñadas de Arabia. Pero esta vez llegó a verla con luz eléctrica; el romance fluía desde los luminosos de Broadway hasta los ojos de las mujeres del Astor, donde él y el joven Paskert, otro de St. Regis, habían ido a cenar. Cuando atravesaron el patio de butacas, saludados por los nerviosos y brillantes acordes de los violines desafinados y la fragancia, pesada y sensual, de tanta pintura y polvos, sintió que se movía en una esfera de epicúreas delicias. Todo le encantaba. La obra era
El pequeño millonario
, con George M. Cohan, y actuaba una asombrosa morenita, cuya danza le dejó sentado, extasiado y absorto.

Oh, tú, mujer maravillosa,

qué maravillosa mujer.

Cantó el tenor y Amory —en secreto pero apasionadamente— asintió.

Tus palabras encantadoras

me subyugan…

Los violines crecieron y tremolaron en las últimas notas, la morena se abatió en la escena como una mariposa, y una explosión de aplausos llenó la sala. ¡Ay, caer enamorado de tal manera, con la lánguida y mágica melodía de esa canción!

La escena final tenía lugar en una terraza; los violoncelos suspiraban a una luna musical mientras se sucedían en la escena las ligeras aventuras de una fácil y burbujeante comedia. Amory estaba sobre ascuas; no deseaba otra cosa que llegar a ser un habitual de las terrazas, encontrar una chica como aquella —o mejor, aquella misma, el pelo bañado del dorado resplandor de la luna—, al tiempo que tras ellos un camarero exótico servía el vino. Cuando cayó el telón por última vez dio un suspiro tan largo que el público a su alrededor sé volvió a mirarle y decir en alta voz:

—¡Qué joven tan notable!

Fue lo que le sacó de su ensimismamiento para preguntarse si realmente había de parecer interesante a la gente de Nueva York.

Paskert y él se dirigieron sin pronunciar palabra hacia el hotel. El primero rompió el silencio; su incierta voz de quince años turbó con sus acentos melancólicos las meditaciones de Amory.

—Me casaría con esa mujer esta misma noche.

No había necesidad de preguntar a quién se refería.

—Me sentiría orgulloso de llevarla a casa y presentarla a mi familia.

Amory, evidentemente, estaba impresionado. Le habría gustado decirlo en lugar de Paskert. Porque parecían palabras maduras.

—Pienso en esas actrices. ¿Serán todas malas chicas?

—No, señor, ni por asomo —respondió con énfasis el joven mundano—. Me atrevo a afirmar que esa chica es oro puro.

Pasearon mezclándose con la muchedumbre de Broadway, soñando con la música que remolineaba a la puerta de los cafés. Dentro y fuera llameaban caras nuevas como miríadas de luces, pálidas y encendidas, fatigadas pero sostenidas por su propia excitación. Amory las contemplaba fascinado. Ya estaba planeando su vida. Viviría en Nueva York, conocido en todos los cafés y restaurantes, elegantemente vestido desde la tarde hasta la madrugada, para dormir durante las largas y aburridas horas de la mañana.

—Sí, señor, me casaría con esa mujer esta misma noche.

En tono heroico

Octubre de aquel segundo y último año en St. Regis fue un hito en la vida de Amory. El partido con Groton se jugó desde las tres de una tarde chispeante y alegre hasta un enervado y otoñal crepúsculo. Amory, de medio centro, exhortando a sus compañeros con salvaje desesperación, ensayando imposibles maniobras, gritando órdenes con una voz que había quedado reducida a un áspero y violento rugido, sabía con todo sacarle el jugo a aquel ensangrentado vendaje alrededor de su cabeza y al esforzado y glorioso heroísmo de tantos miembros y cuerpos doloridos que se zambullían para golpearse entre sí. Durante unos minutos el coraje corrió como el vino en una tarde de noviembre, sintiendo en su interior al eterno héroe, el pirata sobre la proa de la galera nórdica, Rolland u Horacio, sir Nigel o Ted Coy, arañado y hecho jirones pero volviendo siempre a la brecha para rechazar la horda, mientras a lo lejos una tormenta de entusiasmo… hasta que, magullado y deshecho, pero siempre esquivo, después de dar toda la vuelta a la línea regateando y cambiando el paso y con los brazos extendidos…, cayó tras la meta del Groton con dos hombres agarrados a sus piernas, en el único tanto del partido.

BOOK: A este lado del paraíso
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