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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos (36 page)

BOOK: 32 colmillos
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—Será invulnerable a las balas —terminó la frase él—. Pero me he quedado sin ideas. Yo digo que le disparemos de todos modos.

Clara se encogió de hombros.

—A mí me parece bien.

Malvern bajó flotando unos cuantos metros más por el sendero, y luego se detuvo. En el claro, bastantes brujetos dejaron lo que estaban haciendo para mirar. Patience continuaba exhortándoles a huir, pero parecían paralizados. Clara sabía que los vampiros tenían el poder de hipnotizar a sus víctimas. Incluso podían controlar a las personas hasta cierto punto; en una ocasión, un vampiro había obligado a Glauer a atacar a Claxton, y él había sido incapaz de resistirse. Sin embargo, se suponía que los brujetos tenían encantamientos contra esas cosas, y Clara se preguntó si estarían hipnotizados o, simplemente, tan dominados por la curiosidad ante lo que sucedería a continuación, que esa curiosidad había anulado sus facultades racionales.

Sobre la ladera de la cresta, Simon Arkeley avanzó unos pocos pasos vacilantes, hasta quedar delante de Malvern. Empezó a hablar, pero estaba tan lejos que Clara no entendía lo que estaba diciendo.

Por el semblante de Malvern pasó una sombra de irritación. Entonces se movió a la velocidad del rayo y aferró a Simon por la garganta. Glauer cambió de blanco, y por un segundo Clara pensó que podría disparar, y al diablo con el alcance, pero Malvern soltó a Simon con la misma rapidez con que lo había asido.

Cuando volvió a hablar, todos pudieron oírlo con claridad. Su voz no parecía amplificada por un megáfono, pero sus palabras eran perfectamente comprensibles. Si bien un poco dementes.

—Ella sólo quiere a Caxton —dijo—. Me ha prometido que algunos de nosotros podríamos vivir. Patience. —Volvió otra vez la vista hacia Malvern, pero ella ni siquiera lo miró—. Patience, dijo, de manera específica, que tú y yo podríamos marcharnos, y que no nos seguiría. Creo que lo dice de verdad. Patience, deberíamos salir de aquí. No va a ser un lugar seguro.

Patience no usó ningún hechizo para hacer oír su réplica. Se limitó a gritar.

—Ella ya nos ha costado demasiado. No obedeceré sus órdenes.

Simon se frotó la cara con las manos. ¿Estaría muerto, de hecho? ¿Lo habría convertido en un medio muerto, pero él aún no había tenido tiempo de arrancarse la cara con las uñas? No, comprendió Clara. Sólo estaba perdiendo contacto con la realidad. Y no es que hubiera tenido nunca un contacto muy firme con ella.

—¿Recuerdas lo que me dijiste? ¿Qué tú y yo íbamos a… a casarnos? ¿Qué yo iba a ser tu marido?

—Lo recuerdo —dijo Patience.

—Pero eso significa que viviremos. Quiero decir que tenemos que hacerlo, ¿verdad? Tú y yo tenemos que sobrevivir para hacer que eso se convierta en realidad. Tu profecía…

Patience lo interrumpió:

—No me sermonees, Simon, sobre el uso correcto de la adivinación. —Clara nunca había oído a la muchacha hablar enfadada antes de ese momento; por lo general era espeluznantemente serena—. Prefiero desafiar al destino y sufrir las consecuencias, antes que darle a ella la satisfacción de verme huir con el rabo entre las piernas. O bajas ahora mismo aquí y resistes con nosotros, o no eres un hombre.

La cara de Simon se puso blanca como una sábana. Blanca como un fantasma. No tan blanca como la piel de Malvern, pero casi.

—No puedo —dijo con una voz tan llorosa que hizo que Clara sintiese vergüenza ajena. Negó con la cabeza y alzó las manos como para protegerse de un destino terrible.

Ni que decir tiene que con eso no bastó.

Malvern lo asió con las dos manos. Por un momento, su vestido se agitó con violencia, como si estuviera a punto de estallar en llamas. Luego lanzó a Simon contra un árbol, y él chocó con tanta fuerza que no fue necesaria amplificación mágica ninguna para hacer que el impacto se oyera abajo.

Darnell se encontraba de pie justo detrás de Clara. Ella no lo había oído avanzar hasta esa posición, pero en ese momento habló por un
walkie-talkie
.

—Tengo línea de disparo libre —dijo—. Ahora mismo.

—Aprovéchela —le ordenó Fetlock por la radio.

El fusil de Darnell disparó con un ruido tremendo. Clara saltó hacia un lado para evitar que la hirieran en un fuego cruzado, aunque la bala ya estaba en el aire. A juzgar por el ruido, Darnell tenía que haber disparado una bala del calibre 50, mucho más grande de las que podían utilizar la mayoría de los fusiles modernos. La bala impactó justo a la izquierda del pecho de Malvern, exactamente sobre el corazón. Darnell era un tirador condenadamente bueno.

Cuando la bala llegó hasta Malvern, explotó en una nube de fuego y humo. No pareció en absoluto un disparo normal.

—¿Qué demonios tiene esa munición? —le preguntó Glauer.

—HEIAP —respondió Darnell. Al principio, Clara pensó que era una especie de exclamación gutural, como el «hum» que Urie Polder siempre decía. Pero era el acrónimo inglés del cartucho conocido como «alto explosivo incendiario perforante de blindaje», del tipo que se usaría contra un tanque ligero. Munición militar seria.

Malvern bajó la mirada hacia su pecho, y alzó una mano para tocar un pequeño agujero que había aparecido en la pechera de su vestido. Entonces, su sonrisa se ensanchó.

—Sin efecto —dijo Darnell, por el
walkie-talkie
.

Pero se equivocaba. El disparo tuvo un efecto muy concreto. Una vez que acabó de disfrutar de la bromita, Malvern bajó de la cresta a la velocidad de un tren de carga.

2002

A veces, lo único que hacía falta era una sola mirada
.

Malvern ya había conocido suicidas antes. Nunca había conocido a uno tan desgraciado como Efraín Zacapa Reyes. No tenía nada, ni familia ni amigos. Sin esperanzas para la vida ni oportunidades de morir. La artritis de los pies hacía que cada paso que daba fuese una nueva exploración del sufrimiento, pero su falta de estudios significaba que cada día se veía obligado a trabajar de pie. La estricta educación católica le había enseñado que el suicidio era un pecado mortal. Acabar él mismo con su vida sólo empeoraría las cosas; cambiaría la insoportable pero finita existencia en la Tierra, por una eternidad de sufrimiento en el Infierno
.

Cuando ella lo conoció, él meditaba sobre cuál de las dos cosas podría ser la peor
.

Tenía un empleo, por así decirlo, como electricista de medio pelo. Trabajaba en una variedad de servicios: desmantelando viejas instalaciones obsoletas de propiedades públicas. Sacando cables de dentro de las paredes de edificios que iban a ser derribados
.

Cambiaba bombillas quemadas en sanatorios medio ruinosos
.

Una suerte enorme conspiró para ponerlo en el camino de ella. El doctor Hazlitt, sustituto del doctor Armonk, había dejado abierta la tapa de su ataúd. También había ordenado instalar luces azules donde ella dormía, porque la luz azul era menos dañina para su piel. Querido doctor Hazlitt. Reyes sufrió un accidente de poca importancia, otro golpe de suerte para ella. La escalera de mano que usaba no era lo bastante alta como para llegar hasta las luces de la habitación. Tuvo que hacer equilibrios sobre el escalón superior, a pesar de todas las normas contrarias a esa práctica. En un momento dado tropezó y estuvo a punto de caer. Logró sujetarse a tiempo, pero en el proceso su mirada cayó sobre el ojo de ella, que lo estaba observando desde abajo
.

Apartó la vista con rapidez. No estaban solos; un par de guardias armados la vigilaban desde la puerta. Si aquella mirada mutua se hubiese prolongado, si él le hubiese susurrado algo a ella, los guardias se lo habrían llevado del lugar de inmediato
.

Sin embargo, en aquel único momento de conexión, Reyes entendió que había encontrado lo que había estado buscando. Que su dolor y sufrimiento llegaban a su fin
.

En toda la experiencia de Justinia, nadie había aceptado tan voluntariamente la maldición. Nadie la había abrazado así, sin ni siquiera un momento de vacilación
.

Al cabo de una semana, Reyes se encontraba en un trabajo diferente, desmantelando una subestación eléctrica situada a medio estado de distancia. Se encontraba ante las tripas de un viejo grupo de condensadores. Su trabajo era descargarlos de cualquier electricidad residual, para que pudieran destrozarlos con mazos y venderlos como chatarra
.

Esa vez no había nadie observándolo
.

Sabía qué tenía que hacer. Sabía qué significaba. Resucitaría. No moriría, y no iría al Infierno, y el dolor desaparecería. Era casi demasiado bueno para ser verdad
.

A esas alturas, ya había recibido las instrucciones. Debía crear otros cuatro vampiros en cuanto tuviese la fuerza necesaria para hacerlo. Debía seleccionarlos con cuidado, pero no debía perder tiempo. Cuando se hubiera formado ese pequeño ejército de caballeros protectores, debían atiborrarse de sangre —llenarse al máximo de la deliciosa sustancia—, y luego llevársela a ella para que pudiera restablecerse. Era un plan muy simple. Podía hacerse todo antes de que Jameson Arkeley se diera cuenta de qué se traía Malvern entre manos
.

Todo dependía de Efraín Zacapa Reyes. Iba a ser alguien importante. Iba a ser querido. Lo único que tenía que hacer era quitarse los zapatos de suela de goma, despojarse de los guantes aislantes y alargar las manos para tocar un cable pelado. Después de eso, todo llegaría de manera natural
.

Justinia había sido muy clara al respecto
.

En Arabela Furnace, el lugar donde estaba encarcelada, Jameson le estaba haciendo una de sus visitas semanales. Observaba mientras Hazlitt le hacía pruebas de tonicidad muscular, o más bien de falta de ella. Observaba mientras la alimentaban. La observaba con tanta atención que vio cómo le cruzaba los labios la débil contracción de una sonrisa
.


¿Qué te traes entre manos? —preguntó
.

Pero no sospechaba de verdad. Aún no tenía ni la más remota idea de lo que le estaba reservado. Habían pasado casi veinte años desde que él la había sacado del fondo del río. Era el tiempo que había tardado en dar fruto el último plan de Justinia. No iba a estropearlo dejando que él viera sus cartas antes de que estuviesen hechas las apuestas
.

Así pues, como cualquier buen jugador, borró de su cara la sonrisa antes de que pudiera delatarla más
.

48

Malvern hendió la multitud de brujetos, y dejó un rastro de muerte tras de sí, destrozando con sus manos como garras a cualquier ser humano lo bastante necio como para interponerse en su camino.

—Marchaos, marchaos, largaos de aquí —gritaba Clara, que instaba a los brujetos que quedaban a escapar como pudieran. La mayoría recibieron el mensaje.

Uno de los últimos policías de cazadora azul que quedaban logró distraer a Malvern durante uno o dos segundos cuando le vació todo un cargador de fusil en la cara. Ella esperó hasta que hubo acabado, y luego lo atravesó con su propia arma de fuego.

Más atrás, cerca de los vehículos, a unas docenas de metros de distancia, Clara no podía hacer nada más que poner a punto su arma y prepararse para correr la misma suerte.

Urie Polder tenía sus propias ideas sobre qué hacer. Alzó en el aire el brazo humano y comenzó a murmurar algo en alemán. Pero antes de que pudiera lanzar cualquier hechizo que tuviera en mente, Darnell le asió el brazo y se lo bajó a la fuerza.

—Todavía no. ¿Piensa que no nos hemos preparado para esto?

—¿Tienen alguna otra cosa, muchacho? —preguntó Polder a voz en grito—. Será mejor que la usen ahora.

La puerta del centro móvil de mando de Fetlock se abrió, y el federal saltó fuera.

—Vamos muy por delante de usted —dijo—. Darnell, atraiga la atención de ella.

El agente del ojo de serpiente asintió y efectuó otro disparo con el fusil. La bala fue directamente hacia una de las puntiagudas orejas de Malvern. Se vio una nubecilla de humo y un pequeño destello, pero ningún daño aparente.

—Logro perforar su armadura, pero eso es todo —dijo Darnell.

¿Armadura? ¿Qué armadura? ¿Hablaba acaso de la peluca que llevaba Malvern? Clara estaba confundida, pero también tenía demasiado terror para decir nada.

—Dispare otra vez —dijo Fetlock.

El siguiente disparo de Darnell fue hacia la garganta de Malvern, con el efecto habitual, es decir, nada en absoluto.

Salvo que esta vez pareció fastidiarla lo bastante como para que se volviera. Se encaró con Fetlock y Darnell, con una sonrisa socarrona en los labios.

—Señorita Malvern —gritó Fetlock—. Tengo lo que usted quiere. —Levantó el
walkie-talkie
hasta los labios y dio una orden tensa que Clara no logró entender. Luego se volvió a mirar otra vez a Malvern—. Caxton está por este lado… si consigue llegar hasta ella.

La vampira le dedicó una ancha sonrisa que dejó a la vista todos sus horribles dientes. Comenzó a flotar hacia Fetlock y el centro móvil de mando… y el furgón celular que estaba detrás. Se tomó su tiempo.

La sorpresa de Fetlock fue inmediata. Clara sintió que se le echaba encima algo parecido a una tormenta. Un instante después oyó el ruido de las aspas del helicóptero que hendían el aire. Sin embargo, en lugar de pasar zumbando por encima de La Hondonada y alejarse volando otra vez, se quedó suspendido directamente encima de ella.

Malvern le dedicó una mirada momentánea, pero no se detuvo.

—Ahora —dijo Fetlock por el
walkie-talkie
.

Malvern abrió la boca como si quisiera decir algo. No tuvo oportunidad de hacerlo.

Clara no le había echado una buena mirada al helicóptero antes. No había reparado en el lanzamisiles que colgaba debajo del fuselaje. Se produjo un chisporroteo y un ruido sibilante, como si encendieran fuegos artificiales. El misil dejó una estela en el aire que hendió al ir hacia Malvern a tal velocidad que Clara ni siquiera pudo seguirlo con los ojos.

Una onda de presión y llamas estalló en el claro y sacudió las casas, al tiempo que prendía fuego a los cadáveres. La oscuridad fue desterrada por una luz repentina, y luego llegó el ruido, un trueno lo bastante potente como para lanzar a Clara al suelo.

—¡Joder! —gritó, pero ni siquiera ella misma pudo oír la palabra.

Cuando se atrevió a abrir los ojos otra vez, vio que estaba rodeada de personas que habían caído, algunas de las cuales aún se movían. Glauer yacía junto a ella, y cuando se irguió cayó de su espalda y su pelo una cascada de diminutos fragmentos de metralla humeante. Sujetó a Clara por un brazo y señaló hacia el lugar donde había estado Malvern.

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