—Eso es un poco machista —dijo Caxton, al tiempo que se recostaba con aire indiferente contra el marco de la puerta.
—En absoluto. Las mujeres piensan con el corazón, pero los hombres piensan con la polla. —Malvern encogió los hombros de Clara con una elegancia que Clara nunca había poseído—. Todavía tengo que conocer a una criatura que de verdad use el cerebro. ¿Vas a alguna parte?
Caxton había reculado un paso a través de la puerta. Sonrió y se encogió de hombros.
Malvern rió entre dientes, un sonido grave y enervante.
—Haz tu jugada —dijo la vampira.
Caxton corrió hacia atrás, sin apartar la mirada de Malvern/Clara. La vampira no pareció moverse en absoluto mientras Caxton se precipitaba al interior de la cocina y abría la puerta del armario. Casi esperaba encontrarse con el contenido transformado, por lógica onírica, en una caverna de serpientes o tal vez una explosión de fuego. En cambio, vio allí colgada su chaqueta, la de agente de carreteras. El sombrero del uniforme se encontraba en el colgador habitual. Y su pistola, bien colocada dentro de la funda, colgaba exactamente donde ella siempre la dejaba.
Recogió la Beretta, le quitó el seguro con el pulgar, y comenzó a volverse hacia la puerta del dormitorio.
Antes de que pudiese siquiera levantar el arma, Clara estaba sobre ella, toda dientes destellantes y un ojo ardiente, clavándole los dedos en la carne, atravesando con los colmillos venas y arterias para chupar la sangre de su cuerpo, y Caxton gritó, sabedora de que estaba muerta, sabedora de que…
… se encontraba de pie ante una sepultura vacía. El cementerio era una vasta extensión de onduladas montañas amarillas donde la hierba seca chispeaba a causa de la escarcha incluso a una hora tan avanzada de la mañana. La mayor parte de la nieve se había fundido o la habían retirado. Los muertos yacían en ordenada formación en torno a Caxton, ocultos bajo interminables senderos flanqueados por obeliscos y criptas familiares. Lápidas más pequeñas y modestas se alzaban en hileras perfectas.
La lápida que tenía justo delante era una placa de granito sencilla y sin pulir. En la superficie se veía cincelada una inscripción mínima.
JAMESON ARKELEY
12 DE MAYO DE 1941 — 3 DE OCTUBRE DE 2004
No decía «Amado padre» ni «En paz descanse», porque esas cosas habrían sido mentiras, y la gente que había colocado la lápida sabía que Arkeley habría querido la verdad, incluso en ese momento.
Caxton recordaba ese día. Recordaba que se había sentido estúpida por asistir a la ceremonia. A fin de cuentas, en aquel momento Arkeley ni siquiera estaba muerto. No técnicamente. Aquello era un cenotafio, un memorial para un hombre que se había negado a morir.
De pie justo detrás de la lápida estaba Vesta Polder, toda vestida de negro y con un velo ante el rostro. Se arrugaba en la brisa invernal, ocultándole un ojo. A ambos lados de ella había otras personas que se miraban los pies y dirigían la vista hacia los árboles distantes. Ninguna quería mirar a Caxton.
La escena parecía congelada en el tiempo, aunque la brisa continuaba tirando de la ropa de Caxton y agitando la seca hierba amarilla.
—Déjame adivinar —dijo Caxton—. Éste es otro momento en el que yo habría podido escoger una vida diferente. En el que habría podido renunciar.
Vesta Polder le sonrió. O, más bien, Malvern le sonrió a través de la cara de Vesta.
—Tal vez, aunque imagino que tu devoción para con la causa nunca fue tan grande como en este preciso momento. Tu propio mentor transformado en maligno y suelto por el mundo. No podías decir que no, en este momento no.
—Me sentía responsable de que se hubiera transformado. A fin de cuentas, lo hizo para salvarme.
—¿Tan segura estás de eso? —preguntó Malvern. Su ojo centelleó—. Atrapado en un cuerpo quebrantado al que el tiempo y las circunstancias habían vuelto frágil… Tantas cosas dejadas por hacer, y sin que le quedaran fuerzas para hacerlas… No olvides que yo estaba con él al final. Conocía todas sus dudas. Y todos sus defectos.
Caxton sintió que la sangre afluía a su rostro.
—Era un hombre bueno. Tal vez se comportaba como un gilipollas, a veces, pero era un buen… un buen hombre. —Cerró los puños—. Continuó luchando. No le importó que la gente lo odiara por eso. No le importó cuánto le costaría, continuó luchando, hasta el mismísimo final, justo hasta que…
—Hasta que fracasó —dijo Malvern.
Caxton volvió la cabeza porque no quería que Malvern viera la angustia que le contorsionaba la cara.
—Fracasó, Laura. Siempre lo hacen. Y mira el coste que tuvo su fracaso. Su fracaso, y el tuyo. Echa una mirada.
—No —dijo Caxton, negándose a volver otra vez la cabeza.
Malvern extendió uno de los brazos de Vesta Polder y sujetó la barbilla de Caxton, que no pudo resistir la presión. Sólo era humana, y aquella Vesta Polder tenía toda la fuerza de Malvern.
La vampira hizo girar la cabeza de Caxton para que pudiese ver toda la gente que había de pie detrás de la lápida. Todas las personas que habían estado allí aquel día… y algunas que no habían estado. Una pequeña multitud.
Angus Arkeley, el hermano de Jameson y el primero en morir. Bajo la gorra de béisbol, su cara estaba pálida a causa de la pérdida de sangre. Astarte, la mujer de Jameson, a quien Caxton no había podido salvar. Tenía desgarrada una muñeca de la que aún chorreaba sangre. Urie Polder, con la piel carbonizada. La propia Vesta, ahora con la cara arrancada, su cuerpo utilizado como arma contra Caxton. Glauer y Fetlock, ambos con el cuerpo tan destrozado que apenas podía mirarlos. Raleigh Arkeley, la hija de Jameson, transformada en vampira pero con un agujero donde debería haber tenido el corazón. Al final se encontraba Deanna.
Deanna, a quien Caxton había amado con todo el corazón. Su antigua pareja. Transformada, al igual que Raleigh, en una pálida y despiadada parodia de sí misma. Su cuerpo estaba herido en un centenar de sitios por cristales rotos.
Caxton no pudo evitar gritar cuando vio a Deanna.
—Tú los mataste a todos —gimoteó Caxton—. Da igual quién apretara el gatillo o… o quien los hiciera pedazos, o los quemara, o… o lo que fuera. Tú eres directamente responsable de la muerte de todos ellos.
—Lo soy —admitió Malvern, aún valiéndose de la boca de Vesta Polder, aunque ahora le habían arrancado los labios—. No me avergüenzo de eso. Pero ¿de verdad puedes decir, Laura, que no eres al menos un poquitín responsable de esto?
—¡Maldita seas! Si no hubiera luchado contra ti…
—Puede que estas personas aún estuviesen vivas —señaló Malvern.
—Otros habrían muerto. ¡Habría muerto muchísima otra gente!
—Pero nadie a quien tú conocieras. Nadie a quien amaras.
Caxton luchaba con desesperación para controlar sus emociones. Había pasado dos años endureciéndose contra todo eso, contra el coste de sus acciones. No era justo que Malvern pudiera desgarrarla ahora para hacer que saliera todo su dolor. ¡No era justo!
—¡Maldición, salvé a algunos! Algunas de las personas que estaban presentes el día en que lloramos a Jameson. Salvé a algunos. Salvé a Simon, y…
—Vuélvete —dijo Malvern.
Aunque sabía que era una mala idea, no tenía alternativa. Caxton obedeció.
Detrás de ella había tres personas vestidas de negro. Tenían un aspecto adecuadamente triste para un funeral, pero se encontraban bien. Se las veía ilesas, vivas y a salvo y… estaban vivas.
Simon Arkeley, Patience Polder y Clara. Clara, que estaba incluso guapa con la ropa de luto. Clara, con su flequillo, y su naricilla, y sus caderas delgadas, Clara, que…
—Estarán muertos antes de que salga el sol —señaló Malvern—. Después de matarte a ti, tengo que ir a ocuparme también de ellos. ¿Entiendes por qué? Porque son tus sustitutos potenciales, Laura. Tienen razones para perseguirme, y conocen algunos de tus trucos. Les has enseñado cosas. Lo bastante como para que sean peligrosos. Sería estúpida si les permitiera vivir.
—¡Que te jodan! —vociferó Caxton—. ¡No va a suceder de esa manera! ¡Te venceré… te he atraído al interior de mi trampa y te destruiré, perra! Te…
Caxton dejó de hablar porque un dolor se había apoderado de su pecho, un intenso dolor lacerante que no podía entender. Su cuerpo se dobló y cayó al helado suelo cuando, de repente, se quedó sin fuerzas hasta para mantenerse de pie.
Vesta Polder se inclinó sobre ella. Salvo que era una Vesta Polder que tenía un solo ojo. La otra cuenca estaba inundada de oscuridad, una negrura tan profunda como el abismo que separaba las estrellas.
—¿Qué… estás… haciendo? —gruñó Caxton, con los dientes apretados.
—Deteniéndote el corazón. Te he mostrado lo que habrías podido ganar si te hubieras apartado de esta senda. Te he mostrado cuál es el coste de ser humano. Ahora deja que te muestre lo que habría podido ser tuyo si no hubieses sido tan orgullosa.
Caxton tenía una idea bastante clara de lo que vendría a continuación. Pero no habría podido impedirlo ni con toda la fuerza de voluntad que poseía. El sueño no podría acabar hasta que Malvern permitiera que acabase. Su única posibilidad era dejarse llevar.
La oscuridad de la cuenca ocular vacía de Malvern creció y se expandió hasta ocupar todo el campo visual de Caxton. Sintió que su cuerpo volaba en la brisa como si fuera de polvo, sintió que incluso su consciencia se alejaba hasta desaparecer. Al cabo de poco no fue más que una mota de ego que flotaba en el vacío cósmico, una observadora desapasionada, desprovista incluso de capacidad crítica. No pudo hacer otra cosa que mirar la escena que le presentaron a continuación.
Era una imprudencia acercarse tanto, pero Justinia había perdido una gran parte de su cautela natural. El juego exigía correr ciertos riesgos
.
Y a veces simplemente deseaba ver las cosas con sus propios ojos
.
Se encontraba encima de una tienda que vendía prendas de lana e hilados en una pequeña ciudad llamada Bridgeville. Tenía un catalejo con el que podía observar cómo, abajo, una furgoneta llena de medio muertos salía a toda velocidad de la autovía y caía por un talud. Dentro del vehículo, los últimos supervivientes estarían haciéndose pedazos los unos a los otros, por orden de ella. No convenía dejar muchos de ellos intactos, porque se corría el riesgo de que los atraparan e interrogaran
.
Uno, sin embargo, se mantendría al margen. Uno, el conductor de la furgoneta, que esperaría hasta el momento adecuado
.
No tardaría en llegar. Más atrás, en la carretera, el coche rojo se meció sobre las ruedas, con la parte delantera abollada. Uno de los focos delanteros se encendió por un breve instante, y luego se apagó. Las puertas del coche se abrieron, y por ellas salieron dos de los viejos enemigos de Justinia. Hsu y Glauer, los ayudantillos de Laura
.
Sabía qué harían a continuación, pero observó con la paciencia que sólo puede reunir un cadáver de trescientos años de edad. Se acercaron a la furgoneta con las armas en la mano. Descubrieron los cuerpos destrozados del interior. Encontraron al conductor, pero no pudieron interrogarle
.
Hsu y Glauer no habían corrido, en ningún momento, un peligro real. No, eso habría sido una complicación para los planes de Justinia. Todo aquello debía hacerse de una determinada manera, con total exactitud si quería que funcionara
.
Necesitaba reunir a todos sus enemigos en un mismo lugar. A todos ellos: Urie Polder y su puñado de brujas; el marshal Fetlock y su grandiosa maquinaria de la ley; Caxton, ah, sí, Laura Caxton
.
Hsu y Glauer eran inteligentes para ser humanos. Sabía que no bastaría con una invitación directa. En lugar de eso tenía que sugerir, darles pistas. Hacer que pensaran que tenían una pista suya, que estaban a punto de encontrarla
.
Y durante todo ese tiempo estarían haciéndole el juego a ella
.
Cuando se hubo acabado, cuando el último medio muerto se arrancó la mandíbula de su propia cara desgarrada y medio putrefacta, Justinia se retiró por fin a un lugar seguro, a una tienda que daba a una calle situada en las proximidades. Las ventanas habían sido tapiadas con tablones, las puertas cerradas con llave. Se deslizó al interior a través de una ventana rota. Dentro esperaban más medio muertos, junto con las víctimas de aquella noche para Justinia. Un par de adolescentes que habían sido lo bastante estúpidos como para pensar que podían allanar su guarida y hallar en ella un poco de intimidad para sus escarceos amorosos
.
Estaban atados y amordazados. Forcejeaban con las ataduras y gimoteaban de miedo. Sabían que la muerte iba a por ellos. A pesar de la diversión que habría podido obtener, no les hizo esperar
.
Al principio, le resultó difícil distinguir los detalles. Se encontraba en un sitio muy oscuro, un lugar poblado por sombras. Podría haber sido un centro comercial abandonado, o tal vez los corredores de un instituto de enseñanza secundaria. Sólo un hilo de luz se filtraba a través de ventanas de cristales esmerilados y caía sobre el suelo de linóleo.
Entonces, el haz de una linterna hendió las tinieblas, tan brillante como un rayo láser en aquel sitio tan oscuro. Un segundo haz pasó a lo largo de una pared, a tal velocidad que no añadió ningún detalle a la escena.
Alguien habló en susurros, un sonido tan bajo que hasta un ratón habría tenido problemas para distinguir las palabras. Pero Caxton las oyó sin dificultad.
—Mantenga la pistola apuntando al suelo. Si anda agitándola de esa manera, es probable que acabe disparándome a mí por accidente.
Caxton conocía esa voz. Tan bien como conocía la voz que respondió.
—Estaría haciéndole un favor al mundo, Arkeley. ¿Seguro que están aquí?
Jameson Arkeley recorrió el techo con la luz. Parecía cansado, incluso exhausto. Estaba encorvado como un anciano. Pero estaba vivo… era humano y aún estaba vivo. Sus arrugados ojos estudiaron las placas del techo.
—Seguro —dijo.
—Porque los últimos tres sitios que miramos no tenían nada más que polvo y telarañas —replicó Clara—. Estoy segura de que usted se sentía como en casa, pero a mí se me estropeó una cazadora que estaba en perfectas condiciones.
Clara. Llevaba una cazadora de cuero. Empuñaba una pistola, una Beretta. La Beretta de Caxton. Y estaba trabajando con Arkeley. Cazando vampiros.