Read 31 noches Online

Authors: Ignacio Escolar

Tags: #Novela negra

31 noches (9 page)

BOOK: 31 noches
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Después de los dos postres salimos por Malasaña. Fuimos a La Realidad, en la Corredera Baja de San Pablo. Más tarde nos pasamos por Chueca, por un sitio que nunca me acuerdo de cómo se llama, y acabamos cantando en el Toni2, un piano bar donde los camareros llevan pajarita, saben cómo servir un
gin-tonic
y siempre se merecen la propina. Nos emborrachamos como adolescentes en el viaje de fin de curso y a las seis de la mañana dejamos de dar la nota y nos fuimos a su casa.

Vicky vive en la calle Casino, por Lavapiés, en uno de esos apartamentos minúsculos que se pueden visitar sin que sea necesario cruzar la puerta de entrada. Follamos en la cocina, en el salón y en el dormitorio sin salir del mismo sofá cama. No había otra habitación; y allí mismo, agotados, nos quedamos dormidos con las persianas bajadas para evitar la luz del amanecer.

Ding, dong
. Alguien llama al timbre de la puerta y me despierta. Vicky también se despereza. Cojo mi móvil para mirar la hora pero no consigo encenderlo. Mierda, se ha acabado la batería.

—Voy a ver quién es —me dice Vicky, que se pone las bragas, se levanta, se tapa con una bata roja con letras japonesas y va hacia la puerta mientras yo recupero mis calzoncillos bajo el sofá cama—. ¿Quién es? —pregunta.

—Soy yo.

Vicky abre la puerta antes incluso de que me dé tiempo a poner cara a esa voz. Entra Velasco mientras me hago pequeño sobre las sábanas con mis ridículos calzoncillos estampados. Vicky no parece ni incómoda ni sorprendida. Da un pico en los labios a Velasco, que la agarra del culo como si yo no estuviese delante.

—¿Qué pasa, periodista? Ya sabía yo que andarías por aquí.

—Yo... tío... ¿Cómo estás?

—Bien, tronco, bien. Venga, cuerpo escombro, vístete, que he quedado con el Alek. Te vamos a invitar a una barbacoa en un chalé de la sierra para celebrar lo bien que te portas. Te va a encantar.

XXIX
PAPEL DE REGALO

La habitación está forrada de plástico, está envuelta para regalo. Dentro hay un cubo lleno de ácido sulfúrico, una mochila con nueve kilos de cocaína y un idiota que se ha cagado en los pantalones, amordazado y atado a una silla con cinta americana. Yo soy el idiota. Yo soy parte del regalo. Pronto llegarán los colombianos y podrán cobrarse su venganza. Aún sigo vivo. Ahora mismo preferiría no estarlo.

«Para meter a alguien dentro del cubo antes tienes que trocearlo», decía hace un rato Velasco. «Para eso está el plástico, claro, para no mancharlo todo». Me balanceo para intentar soltarme pero solo consigo caerme de espaldas y darme un golpe en la cabeza. La cosa no mejora desde el suelo y, aunque consiguiese desatarme, no sé cómo podría escapar: la puerta está cerrada con llave y la única ventana, que también está tapada con plástico, tiene una reja.

Está anocheciendo y, a medida que la habitación se oscurece, me voy sintiendo un poco más muerto. «Chaval, no vas a salir de esta», me repito a mí mismo en voz alta para intentar darme valor, pero soy demasiado cobarde como para aceptar lo inevitable. Huelo mi mierda y es como si ese olor fuese el avance de mi propia e inevitable putrefacción. Soy un zombi, un muerto viviente.

—Lo siento, tío —me dijo Alek unas horas antes, cuando puso su mano sobre mi hombro mientras yo, horrorizado, contemplaba la habitación de plástico.

—Vaya, periodista, veo que has descubierto nuestra sorpresa antes de tiempo —se burló Velasco justo antes de darme un puñetazo que me partió el labio—. Joder, qué gusto, qué ganas tenía de soltarte una hostia.

Alek salió de la habitación, no lo volvería a ver. Fue Velasco quien se ocupó de empaquetar el regalo, de atarme a la silla y de dejar la cocaína en el cuarto.

—Pues nada, tronco, que ya nos veremos —se despidió y cerró la puerta con llave. Al rato escuché cómo los dos coches salían del chalé.

Pienso en mi mujer, y en los niños. Pienso en Vicky, y en la cara que tenía, tan tranquila, cuando Velasco llegó a buscarme. Pienso en el periódico. Esto va a ser lo más cerca que he estado de una exclusiva en casi un año. Con suerte, será otro el que la publique, el que cometa al menos tres errores de los que Velasco se burlará cuando lea la noticia. ¿Qué dirán los diarios cuando haya muerto? Probablemente nada. Tal vez ni se enteren, para eso está ahí el ácido, para convertirme en un desaparecido más, de los que se fue a por tabaco y no volvió. Velasco lo explicó muy claro: «Si no hay cadáver, no hay asesinato». Miro el cubo y recuerdo la conversación con el gordo cabrón: «El ácido está para deshacerte del cuerpo. Aunque si te pones en plan hijo puta, también puedes matar a alguien con ácido. Te tienen que haber hecho una putada muy gorda, eso sí». Pienso en el chavito mexicano, uno de los que arrasó el Chamonix, al que encontraron desangrado en una alcantarilla, con quemaduras de ácido, con la polla cortada y sin varios dedos en los pies. ¿Cómo de gorda era la putada que les hizo a los colombianos? ¿Más que cargarse a Jorge Régula? ¿Más que robarles nueve kilos de cocaína? «¡Mierda, mierda, mierda!», sollozo en el suelo mientras pienso en cómo puedo acabar con esto ya, sin esperar a lo peor.

No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero hasta un idiota como yo es capaz de atar los cabos cuando le dan en la cabeza con ellos. Es cuestión de tiempo, los colombianos no tardarán en llegar. La cocaína, mi mierda y yo somos parte del mismo regalo, cortesía de Alek y Velasco; un final feliz en el que todos quedan en paz menos yo, que acabo muerto. Los colombianos se vengan y recuperan su coca, Velasco recupera su vida y Alek recupera a su única familia, a Velasco. El gordo cabrón es un hijo de puta, pero es su hijo de puta: lo más parecido a un amigo que el polaco gigantón ha tenido en los casi veinte años que lleva en España. En cuanto a mí, no solo interpreto el papel de tonto útil, de cabeza de turco. También soy el testigo molesto, el bobo que sabía demasiado, el periodista indeseable.

XXX
MUERTO

Tras una eternidad en silencio, el ruido de un coche llega hasta la habitación de plástico y mi corazón se dispara. El motor se apaga. Tengo la oreja derecha pegada al suelo desde hace horas porque no me puedo mover y con ella escucho los pasos lentos de alguien que arrastra algo pesado, como un fardo o un saco. Como un cadáver. La puerta se abre.

—Joder, periodista, vaya olor a mierda —dice Velasco con un hombre a sus pies—. Mira, te presento a Alejandro Escalante. Dale las gracias, que te va a hacer el favor de tu vida.

El puto pinche güey está desfallecido. Lleva dos días sin agua, encerrado en un contenedor abandonado bajo el sol de agosto en el secarral de Seseña. Está al borde del desmayo y delira con la cara enrojecida y los labios resecos. Velasco me desata.

—Dame tu cartera y sal de la habitación, lo que viene ahora no te va a gustar.

Obedezco a medias y desde el umbral de la puerta veo cómo Velasco se pone unos guantes de plástico, guarda mi cartera con toda mi documentación en el bolsillo del chavito, saca una navaja, le corta la lengua y la tira al cubo con ácido. Vomito mientras escucho los alaridos de Escalante, que paran solo un instante, cuando Velasco sumerge su cara en el ácido. Su rostro se quema entre gritos.

—Te dije que salieses, joder. Venga, vámonos.

—Mira, periodista, vamos a hablar claro —me dice Velasco mientras conduce en la noche—. Si te he salvado el culo es porque voy a ofrecerte un trato. Sé que eres un soplón, te vi en la comisaría. —Velasco desvía sus ojos de la carretera y me mira—. Por cierto, gracias por hablarle de mí al inspector.

Me quedo callado mientras froto mis manos dormidas que ahora hormiguean después de tanto tiempo atado. Intento encajar las piezas. Velasco sabe que será el primer sospechoso si yo muero. No sé por qué le toleran sus excesos en la comisaría, pero está claro que matar a un periodista es otra cosa. Después de lo que le conté al inspector, Velasco no se puede permitir que muera. Todas las pistas, desde Vicky hasta mi madrugada en la comisaría de Canillas, conducirían hacia él.

—Es muy fácil —continúa Velasco—. Tú ahora estás muerto. Alek cree que estás muerto y los colombianos, dentro de un rato, también lo creerán. Yo creo que te interesa morirte con tanta gente empeñada en matarte, ¿no? Solo te pido tres cosas: que me cuentes dónde está don Benito, que te calles la boca sobre mí y que sigas muerto una temporada más; yo me ocupo de arreglarlo todo con el inspector.

Sigo en silencio. La autovía está casi vacía a esta hora y miro hipnotizado las líneas de la carretera, como si todo esto no fuese conmigo. Velasco continúa hablando.

—Sé que tienes un papel que te dio Alek, con la dirección de la casa donde se esconde don Benito y varios nombres y teléfonos de su organización. Me lo contó Vicky. Cuando lleguemos a tu casa, me tienes que bajar ese papel. Y no te preocupes, que no me vas a volver a ver jamás. Tu mujer tampoco se tiene que enterar de lo de Vicky, ella no dirá nada, yo me ocupo de eso también. Tú solo haz lo que te pido y no te preocupes de nada más.

—¿Y si no lo hago? —contesto al fin con la voz noqueada.

—Pues tú mismo. Si no hay trato o lo incumples, que sepas que los colombianos sabrán de ti, de tu mujer y tus hijos. No creo que sea tan difícil de decidir. Tú verás si prefieres pasar por muerto o morirte de verdad.

XXXI
EL FINAL DEL VERANO

Septiembre llegó como una de esas resacas en las que no sabes distinguir qué parte es verdad y qué parte has soñado. Desperté del verano tan lejos de la Premium que las únicas noticias fueron las de los periódicos, notas de prensa editadas por algún becario mal pagado, probablemente una sombra de lo que de verdad ocurrió.

Por la prensa me enteré de que le dieron una medalla al cabrón de Velasco y encima fui yo quien le dio el empujón. Los titulares pregonaron la detención del peligroso capo internacional, el narco don Benito. Fue tal el éxito del intrépido policía Velasco que lo mismo acaban convirtiendo su vida en una teleserie basada en hechos reales. Entre los cargos contra la organización de don Benito, sumaron mi asesinato; mi cuerpo, el de Escalante mejor dicho, apareció unos meses después cerca del pantano de San Juan, en un pinar sembrado de cadáveres donde también encontraron al rapaz gallego que se rajó cuando los mexicanos asaltaron el Chamonix. Pobre chaval.

Alek tampoco tuvo suerte: ni recuperó a su viejo amigo ni superó su pasado. Probablemente Velasco se la volvió a jugar. Después de detener a los colombianos, la policía registró su casa y encontraron un montón de billetes de todos los tamaños cuya procedencia no supo explicar. Y también una pistola: la Glock 17 con munición de 9 milímetros Parabellum que mató a Jorge Régula. El gigantón polaco está ahora en prisión y en los periódicos dicen que en su declaración acusó al héroe Velasco de ser el asesino de Régula, pero nadie le creyó.

En cuanto a mí, la muerte me sentó fatal. Mi mujer me dejó y se quedó con los niños. Le conté toda la verdad de ese verano, Vicky incluida; no pude mentir más. Ella no me pudo perdonar. Al menos no tengo que pasar la pensión de divorcio, cobra la de viudedad.

Ahora vivo en Berlín, una ciudad con un montón de cosas que hacer cuando estás muerto. Los niños vienen conmigo una semana de cada mes. No estaba en condiciones de negociar nada mejor con mi mujer. Tengo sitio de sobra para ellos y les echo mucho de menos las otras tres semanas que no están. Al menos en Berlín las casas son grandes y baratas, de algo tiene que servir ser la única ciudad de toda Europa que tiene hoy menos habitantes que antes de la Segunda Guerra Mundial. Vivo en el barrio de Neukölln, en el antiguo Berlín occidental. Pago 400 euros al mes por un alquiler caliente, con calefacción, de un piso de tres habitaciones. Mi casa está muy cerca del viejo aeropuerto de Tempelhof, el edificio más grande del mundo hasta que se construyó el Pentágono. Cerró sus pistas hace algunos años y la primavera pasada volvió a abrir, transformado en el mayor parque de la ciudad. Cuando hace bueno, paseo con los niños por allí.

No sé si algún día volveré a pisar Madrid. Siempre seré el periodista que se fue de la lengua, el bocazas, el chivato. En España no existe un programa de protección de testigos: no te ponen una escolta, ni siquiera hay algo de dinero para que puedas buscarte una nueva vida. Al menos tuve suerte con el traslado, el propio ministro del Interior intercedió con el periódico y salí de la mesa de cierre con los pies por delante. Firmo bajo seudónimo como corresponsal en Alemania, como
freelance
. Al principio me pagaban a 120 euros la pieza. Después bajó a 90 euros y ahora son solo 60; si es una apertura a doble, sube hasta 100 euros, pero eso no suele pasar. Me publican tres o cuatro cosas a la semana: el periódico cada vez tiene menos páginas y no hay tantas grandes noticias en Berlín para el poco papel que el director dedica a la sección de Internacional. También escribo por mi cuenta un blog sobre libros. Tiene bastantes seguidores, pero es un esfuerzo aún más ruinoso: en el último mes, los ingresos por la publicidad de google ascendieron a la increíble cifra de 23 euros con diez céntimos. Prometí que no volvería a pisar una discoteca jamás, pero no lo cumplí. Aquí no es fácil para un español que no habla apenas alemán, así que completo lo poco que gano como periodista con un
minijob
: trabajo un par de noches a la semana de recogecopas en el Berghain Panorama, una discoteca gigantesca dentro de una antigua central eléctrica de diseño soviético, de los años de la RDA.

Me quedan varias incógnitas, las otras historias de aquel agosto que jamás aparecieron en las notas de prensa de la policía. No sé si Alek fue alguna vez mi amigo o solo me utilizó; si Velasco trabajaba también para los mexicanos, además de para la poli y para sí mismo; si Vicky me la jugó desde el primer momento o si alguna vez piensa en mí. Tampoco sé qué pasó con
Ratón
, el gato de Alek. Pero lo que más me preocupa es qué falló en mi cabeza para no salir huyendo de la Premium la segunda noche. Otro verano se acaba y aún no sé la respuesta.

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