Días después, descubrí que había otra razón de gran calibre por la que Velasco estaba tan seguro de que Alek no había matado a Jorge Régula.
No supe de Alek en dos días y al tercero se plantó con su todoterreno negro en la puerta de mi casa, en la calle Sodio. Parece que todos en la Premium sabían dónde vivía mejor que yo.
—Periodista, monta en el coche, anda.
—Espera, que subo a por el móvil y la cartera, que me pillas bajando la basura.
—No hace falta, si es un minuto.
Dudo un momento. Mi móvil es mi seguro de vida. El teléfono emite una señal con mi posición y la policía también puede escuchar todo lo que pasa cuando lo llevo encima. Sin él, voy desnudo. Alek insiste y sale del coche.
—Venga, que tengo que hablar contigo.
Ciento diez kilos y casi dos metros de polaco con ojeras y sin afeitar: es mejor por las buenas.
—¿Cómo estás? ¿Qué te ha pasado estos días? —pregunto después de un silencio incómodo. Me asusta que Alek se dé cuenta de que estoy acojonado. Me hace parecer culpable.
—Mal, tío. Me la han jugado.
Alek sale a la M-30, dirección sur. Anochece, la carretera está casi vacía y pronto entramos en los túneles del Manzanares. Alek empieza a hablar mientras conduce, está muy cabreado. Me cuenta lo que pasó en la calle Tres Cruces. Que el tal Jorge Régula al que tenía que robar por orden de los colombianos ya estaba muerto cuando llegó; que no había rastro ni de la coca ni del dinero; que alguien avisó a la poli; que se coló en el piso de al lado y que mató a un viejo mientras huía; que ahora tiene un gato y un montón de problemas. Que va a hablar con los colombianos.
—¿Con los colombianos? ¿Y qué les vas a decir?
—La verdad, tío, no tengo otra. Pero para eso te necesito a ti.
—¿A mí? Yo no pienso hablar con esos tíos.
—No, si no es eso. Con ellos ya hablo yo. Si te lo cuento es porque quiero que vayas a la poli si me pasa algo.
—¿Y qué le digo yo a la policía? ¿Que tú no mataste a Régula y que ahora no sé dónde estás?
—No, no tienes que decir nada de lo que pasó en Tres Cruces, tú de eso como que no sabes nada, ¿vale? Si me pasa algo, les tienes que contar a la poli que don Benito está en este chalé de Boadilla. —Alek me pasa un folio doblado de papel con una dirección escrita con mala letra, como la de un niño pequeño. Hay también varios nombres y algunos números de teléfono—. No olvides el nombre: don Benito. Si tardo más de 48 horas en llamarte, se lo tienes que pasar a la poli. Les dices que el folio te lo ha pasado una fuente, pero no cuentes nada más.
—¿Sabes ya quién mató a Jorge Régula?
—No lo sé. Lo he pensado mucho pero no lo sé, tío. Hay dos opciones: o fueron los colombianos o fue alguien que se enteró y me tendió una trampa. A la poli la tuvieron que llamar en cuanto entré en el edificio, no tardaron nada en aparecer. El que se cargó a Régula quería que me pillaran allí mismo, con el cadáver. Me libré de puta casualidad.
—¿Quién sabía que estarías allí?
—Los colombianos, Velasco y tú. Nadie más. Aunque los únicos que sabían todos los detalles, el sitio y la hora, eran los colombianos. Yo me enteré de la dirección del piso esa mañana, cuando me pasaron las llaves del apartamento, y no se lo conté a nadie. ¿No contarías tú algo? ¿Lo hablaste con alguien más?
—No, tío. ¡No jodas! —Estoy mintiendo. Hay una tercera persona que lo sabía, la primera que me habló de todo esto: Vicky, la camarera.
—Nah, no te preocupes. Sé que tú no has sido. No te lo tomes a mal, periodista, pero no te veo yo cargándote a un narco para robar nueve kilos de cocaína. No te va mucho.
—¿Y Velasco? ¿Puede haber sido él?
—Pues no te creas que no lo he pensado, pero no, no jodas. Velasco es un puto cabronazo, pero no me haría nunca una cosa así. Además, él tampoco sabía la dirección del piso de Tres Cruces. Aunque me la hubiese querido jugar, no se me ocurre cómo habría podido dar ese palo. Tienen que haber sido los colombianos, joder. Se querrían cargar a ese pavo y me han usado para que me comiese el marrón.
—¿Y estás seguro de querer ir a verlos? Si han sido ellos, te la pueden jugar otra vez.
—Ya, tío. Pero de los colombianos no me puedo escapar. De estos tíos uno no se escapa. ¿Adónde me voy a ir? ¿A la legión extranjera? Además, otra posibilidad es que sea una de sus pruebas de lealtad, que me hayan hecho esta para que les deba una gordísima y tenerme pillado, lo mismo que me habían encargado con Régula pero al revés. Tengo que ir a verlos, no tengo otra. Pero por eso te necesito a ti. Tú puedes ir a la poli si no te llamo en dos días. Si me pasa algo, te dejo que cuentes toda la historia en el periódico si quieres. Pero, por favor, guarda ese papel, ahí está todo. Eres mi seguro de vida.
Alek conduce de vuelta y me deja en el portal.
—Gracias, tío, te debo una muy gorda —se despide el grandullón con un abrazo que me deja sin respiración.
Busqué en Internet al tal don Benito: es el jefe del cártel del Norte del Valle, uno de los capos más peligrosos del mundo. El gobierno colombiano está peinando la selva con helicópteros para atraparlo y el tío está aquí, en la urbanización Montepríncipe de Boadilla. Me encanta hacer amigos nuevos.
Alek se equivocaba. Fue Velasco quien se la jugó, quien se cargó a Jorge Régula, quien se llevó los nueve kilos de coca y los 40.000 euros y quien llamó a la policía en cuanto vio a Alek entrar en el edificio de Tres Cruces. Velasco no sabía dónde sería la operación, pero tenía un nombre y los contactos suficientes como para completar la información. Un amigo del CNI le consiguió el número de vuelo de Régula y los datos de su pasaporte. Otro colega del aeropuerto le pasó la matrícula del BMW que había alquilado en Barajas. Bastó con esperar en el aparcamiento y seguirlo tranquilamente con una moto desde allí.
Solo dos cosas fallaron en el plan de Velasco. La primera, que Alek se escapó de la encerrona. Si le hubiesen detenido en el piso de Tres Cruces, con el cadáver caliente, hasta los colombianos habrían pensado que Alek había matado a Régula. La coca y la pasta no aparecerían en el atestado policial, pero tampoco sería la primera vez que la poli se queda con el botín, nadie habría sospechado nada raro en el cártel del Norte del Valle. A Alek le esperaría la cárcel y alguien se lo cargaría allí dentro en memoria de Jorge Régula. Descansen ambos en paz. Fundido a negro. Fin.
El segundo error de Velasco fue más difícil de evitar: era su propia naturaleza, su manera suicida de actuar. Si Velasco hubiese sido un poco menos estúpido, nada de esto habría pasado. Alek habría muerto esa misma tarde con los colombianos y yo seguiría vivo. No era tan difícil, lo más complicado lo había hecho ya. Le habría bastado con esconder los nueve kilos de cocaína unos meses hasta que todo se calmase. Pero no: a pesar del primer error, Velasco se siente infalible, seguro, intocable tras su placa de policía. Va sobrado, como esos soldados veteranos a los que la muerte siempre roza pero nunca mata, los que se lanzan contra la trinchera enemiga gritando «
banzai
». El tarado de Velasco se cree inmortal, como los supervivientes de un accidente de aviación. Siempre se apuntará a un bombardeo. En el papel de bomba, a ser posible.
Los estúpidos son imprevisibles, por eso siempre se les subestima. La estupidez kamikaze de Velasco nos explotó en las narices unos días después, cuando aún no habían pasado ni tres días desde que matase a Jorge Régula. El muy imbécil habló con el chavito Alejandro Escalante, uno de los mexicanos del cártel de Sinaloa, para venderle los nueve kilos de cocaína. «Qué onda, compa. Deja que pregunte si interesa allá y ahorita hablamos. Mañana mismo te digo el precio». A diferencia de Velasco, el chavito Escalante no era ningún estúpido. Pasó de los suyos, porque sabía que habría menos comisión, y se fue a platicar con Isabel Duro, la dueña de la sala Colt. La Duro le dijo que bueno, que a cuánto, que sí, que tal vez. Y como ella era colega de los búlgaros y nueve kilos son muchos kilos, preguntó a Georgi si quería la mitad. Georgi respondió que vale. Pero que a 25.000 el kilo como mucho. La Duro llamó al chavito, «que ok», mientras Georgi empezó a preguntar para colocar el kilo «a 35.000, que está sin cortar». Tres horas después, Georgi el búlgaro pasó el recado a los colombianos del Norte del Valle: que si querían cinco kilos de coca a 35.000, que si interesaba podía conseguir hasta nueve kilos de la misma partida, que es muy pura, que es de primera calidad.
—Nueve kilos, dice. Pues ya es casualidad.
Don Benito baja al sótano.
—Suéltenlo, que el
man
está diciendo la verdad.
Y sobre Alek se abre el cielo, aunque ahora mismo, después de tantas patadas en la boca del estómago y tanto tragar agua en la bañera, ya no sabe distinguir entre el arriba y el abajo. Lo agarran de los hombros, lo ponen erguido, le quitan las esposas.
—Te la voy a dejar facilita: tenés dos semanas para recuperarme el polvo. Hablate con el pirobo de Georgi el búlgaro, que acaba de llamar pa’ ofrecernos nuestra propia merca. Averíguate quién se bajó a Jorge Régula, recupérame la merquita y le pasás la cuenta al malparido ese. Y que no se te olvide: dos semanas, papito. Ni un día más.
Alek llamó al día siguiente para avisarme de que aún seguía vivo. Qué detalle. Ya no hacía falta que fuese a la policía para contarles que el tal don Benito, el único capo que aparece con nombre y apellidos en el último informe del Congreso estadounidense sobre narcotráfico, está escondido en una peligrosa selva de enanos de jardín en la urbanización Montepríncipe, Boadilla del Monte, Madrid. Que alguien avise a Obama: ya no necesita siete bases militares en Colombia. Mejor que mande un taxi con cuatro marines desde Torrejón, le saldrá más barato.
—¡Será por dinero! Vamos a quemar Madrid —me grita Velasco.
Yo también sigo vivo, por ahora. «Disfruta del momento, periodista». El pirómano Velasco pasó a buscarme por la redacción para tomar unas copas, «que con este calor no hay quien duerma». Son ya más de las tres. Voy en el asiento del acompañante de un Mercedes
coupé
descapotable conducido por un poli tarado que prepara dos rayas como gusanos de seda sobre una abultada cartera, curvada de billetes, mientras maneja el volante a 140 kilómetros por hora por la Castellana. Me pasa el turulo.
—¡Sonríe! —grita Velasco, mientras pega un acelerón para que salte el flash de uno de los radares de Castellana—. Mañana hablo con Tráfico y les pido la foto, fijo que has salido guapísimo.
Disfruta del momento, dice el psicópata. Y yo me aferro al reposabrazos como si colgase de él mientras calculo las probabilidades que tengo de salir vivo si chocamos a esta velocidad. Tira un dado: si sale cualquier número estás muerto.
—¿Te acuerdas de cuando me preguntaste por los conductores suicidas de la discoteca Chamán? —me dice Velasco.
—Sí, ¿por?
—¿Qué te apuestas a que llego desde aquí hasta Colón en dirección prohibida?
—¡Hijo puta!, ¡que nos matamos! Además, la gracia de esas apuestas es que las hagas conduciendo tú solo, no conmigo de copiloto.
—¡Mira que eres cagao!
Velasco me mira. Sonríe como el puto gato de Cheshire. Pega un volantazo y entra en el carril contrario, a la altura del puente de Juan Bravo. Hay apenas un kilómetro hasta la plaza de Colón, solo 30 segundos a la velocidad a la que vamos lanzados, pero mi sentido de la supervivencia entra en pánico y pasa a modo
bullet time
; cámara lenta, medio minuto eterno, mientras volamos a toda velocidad. Escucho chirriar los neumáticos de los coches que se apartan y frenan para no chocar contra nosotros y después el golpe que se da un Volkswagen Tiguan contra un Ford Fiesta al que arrolla al entrar en su carril para huir del nuestro. En el paseo de la Castellana, esta noche, a las tres de la mañana, ha quedado en evidencia qué papel le toca a cada cual. En este juego de la gallina, Velasco ha dejado claro a todos los que vienen en la buena dirección que está más loco que nadie y que tienen que ser ellos quienes se aparten porque él no va a ceder. El gordo cabrón grita como una sirena, algo como un «yuuuuu» mientras yo me aferro al cinturón de seguridad; como si a esta velocidad me fuese a salvar de un choque frontal. Al fin llegamos a Colón, vamos a una discoteca que está detrás de la Biblioteca Nacional. Velasco hace un trompo y aparca en doble fila. Los gorilas de la puerta se llevan la mano a la oreja y alguien desde el otro lado del pinganillo les dice que ni se les ocurra tocar al colgado de Velasco, que es un secreta. Subimos al reservado.
—¡Champán! —grita el nuevo rico mientras se pone otra raya.
Aún no soy consciente de dónde sale tanta pasta y tan buena coca. Creo que fui el último de todo Madrid en enterarme.
—Periodista, tenemos que hablar.
—¿Tenemos que hablar? ¿Qué pasa, vas a cortar conmigo? —bromeo mientras me agarro a mi móvil.
No me ha gustado la cara de Velasco al decir esa frase. Espero que el policía que está escuchando a través del teléfono no se haya ido a mear.
—Pues mira, justo va de eso. Conmigo no vas a cortar, carnal. Pero como vuelvas a tocar a la Vicky, te parto las piernas con una barra de plomo. Hazme caso, esa chica no te conviene.
La noche siguiente, con ella en su apartamento, descubrí por qué Velasco no quería que me acercase a Vicky. Era evidente: habían estado juntos. Ella misma me lo contó cuando saqué el tema. «Nada serio, fue hace unos meses». Tal vez aún follaban de cuando en cuando, no quise preguntar más. Pero no eran solo celos. Había otra cosa que preocupaba a Velasco: la información.
—¿De qué se conocen Alek y el bocazas de tu ex? —pregunto a Vicky mientras fumamos un porro en la cama, desnudos sobre las sábanas.
—Se conocen desde hace ya mucho, Velasco todavía no era poli. Curraban juntos en las puertas y dando palizas por encargo. Alek entonces no era tan tranquilito como ahora, que se ha empeñado en ser una buena persona. Y Velasco...
—Estaba igual de tarado, ¿no? Ya te vale liarte con él.
—Nene, que yo nunca me arrepiento de nada. —Vicky me da un beso y pone morritos—. ¿Qué pasa? ¿Estás celoso?
—¿De ese bruto psicópata? Para nada. Yo nunca he criticado que al Taj Mahal de la India le hayan puesto nombre de puticlub.