—¿Y qué vas a hacer? ¿Les has dicho ya que sí?
Alek se encoge de hombros. Es obvio que lo hará. No lo dice en voz alta, pero no es por la pasta, es una cuestión de lealtad, tal y como la entienden los colombianos. Alek metió la pata con la Chamonix y todavía no ha terminado de pagar por su error.
Jorge Régula fue puntual hasta el último momento, siempre un minuto por delante del horario previsto. A las 12:04 su vuelo aterrizó en Madrid procedente de Bogotá. Bajó fresco del avión, volaba en primera. A las 12:26 pasó los controles de inmigración y recogió su equipaje.
—¿Razón del viaje?
—Negocios.
Siempre negocios. Jorge Régula tiene un visado temporal de 90 días con sello de la embajada, días de sobra; hizo falta un soborno para presentar un certificado de penales limpio, pero de esas cosas siempre se ocupa el abogado.
—Aquí tiene su pasaporte, puede pasar.
12:57. Ya está montado en un BMW alquilado, camino de la oficina de correos del paseo del Prado. No es su primera visita, aunque aún necesita el GPS del coche para orientarse. Madrid está vacío esta semana. Régula no se ha dado cuenta, pero una moto le sigue desde el aeropuerto. 13:23. Recoge la correspondencia del apartado postal: un teléfono móvil de prepago sin desembalar y 30.000 euros en billetes. 14:12. Al fin caras conocidas en un chalé de la urbanización Montepríncipe, en Boadilla.
—¿Cómo le fue?
—Bueno, tuve buen vuelo.
—Bienvenido a Madrid. ¿Por qué no come con nosotros? Cocina Lisseth.
—Claro que sí.
16:37. Jorge Régula sale del chalé con nueve kilos de cocaína sin cortar en una bolsa de deporte. Ha bebido algo de cerveza en la comida así que intenta conducir despacio, no es el mejor día para tener un accidente en la carretera. Sigue sin saber nada, pero la moto que le sigue desde que salió del aeropuerto aún está detrás de él. 17:12. Deja el BMW en el aparcamiento de la plaza del Carmen. Ya no lo conducirá más. Recoge su maleta, la bolsa de deportes con la coca, el teléfono móvil y el dinero. 17:18. Pide su última Coca-Cola en la cafetería del hotel Liabeny mientras espera a la chica de la agencia. 17:32. Llega la chica, firma los papeles pendientes del piso y recoge la llave.
—Le acompaño y le enseño el apartamento.
—No, no es necesario. Seguro que estará todo bien.
17:46. Régula llega al apartamento de la calle Tres Cruces: salón, una diminuta cocina, un baño con plato de ducha y una habitación. No es demasiado grande pero está limpio, bien decorado y es céntrico, con una ventana desde la que se puede ver la Gran Vía. Deja su maleta, el dinero y la bolsa de deporte al lado de la cama, saca el móvil de la caja y lo pone a cargar. Sus instrucciones son claras: debe esperar en el apartamento hasta que el móvil suene y le indiquen qué hacer con la cocaína. Tiene algo de sueño, el cansancio del avión. Enciende la tele, se quita los zapatos, se suelta el último botón de la camisa y se tumba en el sofá del salón.
21:32. Alek sale de su casa, un adosado en Alpedrete, cerca de la sierra de Guadarrama. Carga dentro de una mochila un chaleco antibalas, una tres cuartos de cuero, un pasamontañas, unos guantes, un cuchillo y una pistola Tokarev semiautomática, calibre 7,62, con ocho balas dispuestas y otros dos cargadores más. Monta en su todoterreno negro y conduce hacia Madrid. 22:14. Llega al aparcamiento de la plaza del Carmen. 22:16. Entra en el portal de la calle Tres Cruces; los colombianos le dieron una copia de las llaves. Llama al ascensor. Entra en él y pulsa el botón de la última planta. Mientras sube, aprovecha para colocarse el chaleco antibalas, la chupa de cuero, los guantes y el pasamontañas. Sexta planta.
¡Ding
! Se abre la puerta del ascensor.
22:18. Alek esconde el cuchillo en su bota y empuña su pistola Tokarev. Termina de prepararse, se ajusta el chaleco antibalas, bloquea la puerta del ascensor con la mochila para que se quede en esa planta y llega al apartamento 6º D. La puerta está entreabierta, alguien ha forzado la cerradura. Alek le quita el seguro a su Tokarev y entra con todo el sigilo que le permiten sus dos metros. Se oyen ruidos en la casa; la tele está encendida. No hay rastro ni del dinero ni de la coca: solo una enorme mancha de sangre en la pared y, bajo ella, el cadáver de Jorge Régula. En la calle suena una sirena de policía.
A Alek solo le quedan unos pocos segundos para decidir qué hacer. Lleva una pistola en la mano, un pasamontañas y un chaleco antibalas bajo una chupa de cuero en pleno agosto. Tiene un pasaporte polaco caducado, entrenamiento militar, un cuchillo dentro de la bota, una sirena de policía sonando en la calle y un cadáver calentito con una enorme herida de bala en la cabeza a dos metros de su punto de mira. También tiene la certeza de que él y su pistola serían declarados inocentes en una prueba de balística porque él no disparó, de eso está seguro; pero no piensa quedarse para explicarle a la policía que esto no es lo que parece.
La policía. El sonido histérico de la sirena le recuerda que ya ha gastado cinco segundos y que aún sigue ahí, mirando la mueca idiota de Jorge Régula al morir. La muerte, qué hija de puta. Alek, te presento a Jorge Régula. Jorge, te presento a Aleksander Kowalski. Jorge, no te molestes en levantarte, que para eso tú estás muerto. Alek se ríe de su propio chiste y baja la pistola. Le entra vértigo por un segundo y se apoya en la pared. «Joder, joder, joder».
La sirena ni se acerca ni se aleja, así que ya están aquí. Alek reacciona al fin. Sale del apartamento, se asoma por el hueco de la escalera y ve a dos polis que suben a pie, sin esperar el ascensor. Tiene suerte: ellos no le han visto. Pero su suerte termina ahí. El sexto piso es el último. No hay más, y sus segundos se acaban.
Alek oye un ruido a su espalda, se gira y apunta. Desde el momento en el que cruzó la puerta del piso de Régula no ha guardado su pistola. Un vecino asustado, un cotilla de rellano, tiembla frente al cañón de su Tokarev con la puerta de su casa entreabierta, la puerta del paraíso. Alek avanza hacia él, le amenaza con el arma, hace un gesto con el dedo para que esté calladito y entra en el piso mientras cierra la puerta sin mirar atrás, sin hacer mucho ruido.
El vecino está cagado. Él y su gato, que maúlla detrás de los pantalones de su pijama. Las paredes son de papel y tras la puerta se escucha la conversación de los polis, que ya están en el sexto. «Fijo que es una falsa alarma, y ya van tres hoy». Alek no deja de mirar a los ojos del vecino entrometido, que se está meando en los pantalones mientras en voz baja dice: «Por favor, no me mates». Alek está casi tan nervioso como él; no baja la pistola y con el índice de la mano izquierda vuelve a hacerle un gesto para que se calle, joder.
La poli ya ha descubierto a su amigo el colombiano. Los oye pedir refuerzos por radio. «Esto va en serio, tenemos un cadáver, un muerto por arma de fuego. Hay que bloquear la calle y registrar el edificio. Nos acaban de llamar hace dos minutos y es probable que el asesino siga por aquí. Hemos encontrado en el ascensor una mochila con dos cargadores de pistola dentro».
Alek saca el cuchillo de su bota. Llaman a la puerta de la casa mientras el meón entrometido sigue mascullando que no le mate, que no le mate. Como si le dejase alguna otra opción con el ruido que está haciendo.
Alek no tendría que haber matado al viejo histérico. Ha sido una estupidez. Con un buen golpe en la cabeza habría bastado para que se callase. Ya tenía suficientes problemas como para sumar un asesinato a la lista. El edificio está lleno de polis. Han vuelto a llamar al timbre mientras Alek aguantaba la respiración y el puto gato maullaba junto a su amo degollado. No han insistido más y él ya lleva dos horas así, noqueado, sentado en el suelo, en penumbra, con la espalda apoyada en la puerta del piso y la pistola Tokarev en la mano.
La casa es pequeña y está vacía. El viejo vivía solo con el gato, que ahora está mordiendo los dedos de los pies al cadáver, a ver si así despierta. Pobre animal. Alek se quita un guante y rasca al minino detrás de las orejas. Es casi un cachorro, pelirrojo, patilargo y desgarbado. Ronronea y frota su cabeza contra la manaza del asesino. «Si salgo de esta, te prometo que tú te vienes conmigo. Te voy a llamar
Ratón»
. Alek coge al huerfanito, es poco más grande que su mano. Se levanta del suelo y revisa otra vez el piso mientras acaricia la barriga de
Ratón
; le tranquiliza.
El apartamento limita al norte con un patio interior minúsculo e impracticable, lleno de aparatos de aire acondicionado; al este con la calle Tres Cruces, abarrotada de coches de policía; al sur con una pared y al oeste con el rellano contiguo al escenario del crimen, al apartamento donde alguien mató a Jorge Régula. Alek lleva más de dos horas escuchando a la poli interrogar a los vecinos del edificio. «El 6º D lo lleva una agencia», cuenta uno de ellos. «Lo alquilan por semanas a turistas. Casi siempre extranjeros que quieren conocer Madrid. Tienen otros dos apartamentos más en el bloque, el 5ºA y el 3º B».
También sabe que ya han identificado al colombiano, encontraron su pasaporte en una bolsa de mano.
—Un ajuste de cuentas —dice uno de los polis.
La frase le tranquiliza. A ojos de la Policía, el difunto Régula es casi tan culpable como su asesino. Es viernes y no tardarán mucho en largarse de allí.
Alek prepara su coartada: una bolsa de basura. Mete en ella el chaleco antibalas, la pistola y el cuchillo. Se asoma otra vez a la ventana que da a Tres Cruces, son casi las dos de la mañana y ya no se ven coches patrulla allí abajo. El pasillo también parece despejado. Guarda a
Ratón
en el bolsillo de su chupa de cuero. Coge la bolsa con su basura y las llaves del piso. Sale del apartamento. Respira hondo. Seis pisos más abajo está la noche, la libertad.
Los escalones se hacen eternos. Alek no llama el ascensor ni enciende la luz porque se ha quitado los guantes y prefiere no tocar nada sin ellos. No hay nadie en la escalera y al fin llega al portal.
—Hola, buenas noches —le dice un policía que le abre la puerta de la calle—. ¿Le han tomado ya declaración?
—Buenas noches, agente. Sí, ya he hablado con un compañero suyo.
—¿De qué piso viene?
—Estoy en el 5ºA —improvisa Alek—. Lo he alquilado por dos semanas a una agencia mientras busco algo más permanente, acabo de mudarme a Madrid.
—Muy bien, gracias.
—Gracias —responde Alek, mientras cruza el umbral, justo en el momento en el que el gato comienza a maullar.
Nunca llegué a enterarme de lo que pasó al final con el cadáver del viejo. Alek nunca me lo contó. Supongo que volvería unos días después a la casa de Tres Cruces para poder enterrarlo en otro sitio donde se pudiese pudrir a gusto. O puede que lo dejase ahí, a 40 grados sobre la moqueta, y que nadie lo echase de menos a pesar de ese hedor que, día tras día, debió de apoderarse del pasillo del sexto piso. ¿Cuánto tarda un cadáver en apestar un edificio?
Lo busqué en Internet y hay casos de ancianos que se mueren solos en casa y que pasan más de un mes pudriéndose hasta que alguien se entera por el olor. Durante el resto de agosto revisé los periódicos para ver si decían algo del viejo. No vi nada. Tal vez lo encontraron en septiembre, aunque para entonces ya daba igual. Para entonces yo también estaba muerto.
Del otro cadáver, del colombiano Jorge Régula, sí se supo mucho más. La peste de su muerte atufó los telediarios al día siguiente. A diferencia del tiroteo de la Premium, que apenas se llevó un par de breves, el crimen de la calle Tres Cruces fue como agua de mayo para el aburrido agosto de las televisiones. Era el tercer asesinato en pocas semanas relacionado con las drogas: dos colombianos a tiros y un mexicano torturado, desangrado en una alcantarilla. Los medios relacionaron los tres casos y los convirtieron en un titular. «Guerra de bandas de narcos», decían, mientras especialistas salidos de no se sabe dónde teorizaban sobre la delincuencia organizada en Madrid.
Yo tuve la exclusiva de la muerte de Jorge Régula un día antes de que el asesinato invadiese las pantallas. Si no fuese por ese micrófono en mi teléfono móvil, ese pequeño detalle que me convierte en un soplón policial, hubiera sido el primero en dar la noticia. Como siempre, la prensa libre e independiente llegó tarde y encima lo contó mal. Hay una teoría que dice que, siempre que conoces un hecho porque eres protagonista o porque lo has visto de cerca, lo normal es encontrar una media de tres errores en cualquier información publicada sobre ese asunto. Por corto que sea el texto, siempre hay tres errores cuando lees algo de lo que sabes y que no te lo tienen que explicar. La teoría de los tres errores es una de las causas por las que nadie cree ya en los periódicos: el lector, que en esa ocasión sí conoce la verdad, se pregunta, con razón, cuántos otros errores habrá en esas otras noticias de las que ni sabe ni puede contrastar; cuántas mentiras le cuelan cuando le explican lo que pasa en La Moncloa, en la Bolsa de Madrid o en la invasión de Libia. La noticia sobre el asesinato de Jorge Régula también tuvo tres errores: el becario que firmó la información puso mal la hora, el lugar y hasta el nombre del muerto. Según mi periódico, un tal José Recula fue asesinado a primera hora de la mañana de un disparo en el portal de su edificio, cuando salía a desayunar. El texto pasó por mis manos, por la mesa de cierre. Dejé los tres errores sin corregir, no quería dejar pista alguna en la redacción sobre lo que sabía de la fauna y flora de la Premium.
Alek no vino a trabajar esa noche y Velasco, cara larga, no paró de salir a la puerta de la Premium para hablar por el móvil. Fue él quien me lo contó.
—Joder con el Alejandrito. Se ha metido en un lío de cojones.
—¿Lo han detenido? ¿Le ha pasado algo?
—Que yo sepa no, aunque no me coge el teléfono. Pero el colombiano al que tenía que robar está muerto.
—¿Lo ha matado? Pero ¿por qué? ¿No tenía que robarle sin hacerle nada?
—No, si Alek no ha sido, fijo que no. Me cuentan en la comisaría que al colombiano se lo han cargado con una nueve milímetros, y él no gasta esa munición. Alek lleva una Tokarev de puta madre, calibre 7,62. Puede atravesar un chaleco antibalas.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque esa pistola se la regalé yo.