1280 almas (23 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Intriga

BOOK: 1280 almas
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Rose me miró a través del espejo. Me observó durante un buen rato, desconcertada, rabiosa, asustada, hasta que se encogió de hombros e hizo girar los ojos.

—¡Muchacho! —dijo—. ¡Vaya artista de pacotilla!

—Hostia, Rose, tú —dije—. Piensa solamente un poco en ello y verás como te parece la mar de sensato. ¿No es lógico que yo apareciera aquí, en Potts County, que está tan cerca del culo de la creación que puedes tocarlo sin siquiera extender un dedo? ¿Y no tengo que ser un individuo más, un hombre cualquiera, como al principio? ¿Y no he de conducirme como tal, al igual que cualquier otro? Cuando estéis en Potts County, haz lo que vieres, que dijo aquel. Y si quieres promover la gloria de uno, bueno, pues hazlo en privado, porque la gente quiere explicaciones lógicas de todo, particularmente del milagro de promover la gloria de los individuos.

Rose hizo un pedo con la boca.

—¡Muchacho! —dijo otra vez—. ¡Estás de mierda hasta el coco!

—Eh, no digas eso, Rose —dije—. Por favor, por favor, no lo hagas. He estado mucho tiempo imaginando cosas y por fin he llegado a la solución; he acabado por explicármelas, Rose, porque de lo contrario me hubiera vuelto loco. Incluso ahora, de vez en cuando, encuentro que se me deslizan dudas, y no puedo soportarlo, sinceramente no puedo soportarlo. De modo que, por favor, querida, por favor, no... no...

Me di la vuelta y fui a mi cuarto tambaleándome.

Recé mucho, no tardé en recuperarme y se desvanecieron mis dudas. Recé mucho y recuperé las fuerzas, sin apenas darme cuenta de que en aquel momento Rose me insultaba y maldecía. Podía hasta haberle dado un beso de despedida cuando se fue, y quizá le hubiera dado un par de pellizcos si no me hubiera amenazado con romperme la crisma si la tocaba.

XXIV

Fui a la iglesia, como siempre, y se me pidió que cantara en el coro, como había estado haciendo hasta el momento en que pareció que Sam Gaddis iba a derrotarme en las elecciones. Así que canté con voz clara y fuerte, gritando elogios al Señor, y que me cuelguen si prácticamente no llegué al techo cuando Amens, el cura, se puso a predicar. Supongo que canté, recé y grité más que nadie en la iglesia; y después que todo pasó, el cura me tomó de la mano y me llamó «hermano» y dijo que veía que el espíritu habitaba en mí.

—¿Y dónde está hoy la buena hermana Myra? Espero que no esté enferma.

—Bueno, no, creo que no —dije—. Ella y Lennie fueron a ver a la hermana Rose Hauck anoche, y hasta esta mañana no descubrí que el caballo se había escapado y vuelto solo al pueblo. Creo que eso es lo que ha tenido que ocurrir, porque el caballo está en el establo y ella y Lennie no han vuelto todavía.

—¿De veras? —arrugó el entrecejo—. Pero, has telefoneado a la casa Hauck?

—Oh, no vi necesidad de hacerlo —dije—. No habría podido ir a recogerla, claro, antes de venir a la iglesia, y yo no quería perderme la misa. Creo que la traeré a tiempo de que asista al oficio de la tarde.

—Sí —dijo, aún con el ceño fruncido—. Bueno...

—¡Aleluya! —dije—. ¡Alabado sea el Señor, hermano!

Me fui a casa y me preparé un poco de comida. Lavé la vajilla, la puse en su sitio, y una vez hecho esto fui a mi cuarto y me tumbé en la cama. Me quedé tumbado sin hacer nada en particular y sin preocuparme gran cosa por esto.

Descubrí que me salía de la nariz un pelo largo, me lo arranqué y me lo quedé mirando, pero no parecía particularmente interesante. Lo tiré al suelo, preguntándome si la caída de los pelos de la nariz de la gente se notaba igual que la caída de los gorriones. Me incorporé sobre un glúteo y solté uno de esos pedos largos y ruidosos que nunca se pueden echar cuando se está en compañía. Me rasqué las pelotas considerando en qué momento se abandonaba el acto de rascarse para continuar con una paja. Una cuestión muy discutida, supongo, y que no es probable se resuelva en el futuro próximo.

Presté atención, esforzándome por oír los ruidos de Myra en la cocina. Empecé a preguntarme dónde estaría Lennie, y a pensar que quizá debiera salir a buscarle antes de que se metiera en líos. Consideré si debía ir a ver a Rose para gozar con ella un rato en caso de que Tom no estuviera en casa.

Cuanto más pensaba en ello más me parecía una gran idea. Me encontré en la salita antes de que el recuerdo me asaltara de pronto. Me dejé caer bruscamente en una silla y hundí la cara entre las manos. Procurando aclarar las cosas. Procurando que encajasen entre si de la única manera que tenían sentido.

Entró Buck, ya sabes, el suplente de Ken Lacey. Me quedé aturdido durante unos instantes, tan absorto en la recomposición de las cosas que apenas si tenía lugar para él. Pero vi la pistola que le colgaba de la cadera y la insignia de funcionario de policía, y su cara alargada y correosa, de modo que recordé al instante.

Nos dimos la mano y le dije que se sentara.

—Apuesto a que te has encontrado a mi mujer en el pueblo —dije— y te ha dicho que entres sin llamar porque no me molesta, a que sí.

—Ni hablar —dijo Buck.

—¿Quieres decir que no?

—Sí —dijo Buck.

—¿Sí?

—Sí —dijo Buck—. Lo que pasó es que me he puesto a buscar una rata, y cuando me pongo a buscar una rata no soporto las ceremonias. Voy derecho a donde la huelo.

—Bueno —dije—. Bueno, tu... ¿Cómo aguantas el clima?

—Vamos tirando. Simplemente tirando.

—¿Crees que hará más calor?

—Sí —dijo Buck—. Sí señor, va a hacer mucho calor. No me sorprendería si el calor se debiera a cierto tipo que no ha cumplido el pacto que tenía conmigo, pacto que naturalmente no fue capaz de cumplir.

Cogí una botella de la alacena y llené un par de vasos. Cogió el que le tendí y lo estrelló contra la pared.

—Es para tener las manos libres —me explicó—. Una especie de costumbre que tengo cuando estoy con un tipo que no mantiene su palabra.

—Buck —dije—, ¡es que no pude hacerlo! Lo deseaba, pero me fue del todo imposible.

—No, no lo fue —dijo Buck—. A pesar de todo no lo fue.

—¡Es que no lo entiendes, joder! Me fue absolutamente imposible porque...

—No me interesan tus excusas, tus motivos ni tus intenciones —dijo Buck—. Tú y yo hicimos un trato y yo cumplí mi parte al hacer que Ken viniese a Pottsville. Ahora tienes que cumplir la tuya poniéndole la soga al cuello, porque de lo contrario la pondré en el tuyo.

Le dije que sería un truco digno de verse, pero que quizá fuera mejor no intentarlo.

—Puede que se te quedara alrededor del tuyo.

—Puede —dijo Buck—.

—Pero entonces no lo sabía. Creía que podía representar un papel, después de la experiencia obtenida con Ken Lacey.

—¿Cómo cuál? —dije.

—Como el caer en un estado de temor y nerviosismo tal que no podía ni aguantarme cuando me dijiste que ibas a matar a los dos chulos. Además de asustarme y ponerme a temblar, fui un idiota y no me di cuenta de que no había forma de acusarte hasta que se nos presento el tío ese, el George Barnes, al que no le gustaste ni un pelo; y me imaginé que podía demostrar la verdad si yo se la decía y también juraba lo dicho.

—Buck —dije—. Escúchame, Buck...

—Nanai —Buck negó con la cabeza—. He aguantado mecha día tras día desde que me puse a trabajar para Ken Lacey. He tragado tanta mierda que puedo sentir que me rezuma el cuerpo. Y apenas podía aguantarlo, porque ni abrazaba a mis hijos ni me acostaba con mi mujer por temor a mancharlos de algo que no podrían limpiarse nunca, porque yo tampoco iba a quedar nunca limpio. Bueno, mira, el caso es que tengo la oportunidad de dejar de ensuciarme y de enterrar a Ken Lacey bajo dos metros de mierda. Y no intentes impedírmelo, Nick. Inténtalo y para mí serás como Ken Lacey; porque eres su hermano gemelo y me metes la mierda en la boca cada vez que la abro, y ya no puedo comer más. Santo Dios, no puedo, ¡YA NO PUEDO COMER MÁS MIERDA! ¡NO... NO PUEDO...!

Cerró la boca bruscamente. Se limpió la nariz con la manga, sus ojos fijos en los míos y rezumando fuego.

—Así están las cosas, Nick. Preferiría que fuera Ken, pero va a tener que ser o él o tú.

Bebí un sorbo de mi vaso y le di tiempo para que se calmase un poco.

Entonces le dije por qué no podía hacerlo, revelándole quien era yo por vez primera. No pareció demasiado sorprendido, si dejamos aparte el alzamiento de cejas que hizo durante un segundo. La cosa consistía, supongo, en que pensaba probablemente que yo estaba loco o me estaba cachondeando, sin que le importase mucho el qué. Y supongo que debería habérmelo esperado —porque, ¿qué otra cosa podía pensarse?—, pero aún así me quedé un tanto frustrado.

Volví a decírselo sólo para asegurarme de que me había oído bien. Cabeceó y dijo que sin duda estaba yo equivocado.

—Probablemente te has confundido con el otro tipo —dijo—. Con el que se llama igual que tú.

—Exacto, Buck —dije—. Exacto. Yo soy los dos, ¿no te das cuenta? El que es revelado y el que lleva a cabo la revelación, dos hombres en uno. No pareció muy convencido tampoco aquella vez. Me puse en pie y fui a la ventana pensando que acaso viere una señal. Pero lo único que vi fue un par de perros jugueteando y olisqueándose el uno al otro.

Me quedé mirándolos, y creo que me eché a reír sin darme cuenta.

—¿Te hace gracia todo esto? —dijo Buck con pesadez—. Pues estás con un pie en la tumba, ¿sabes?

—Estoy mirando un par de perros que hay ahí fuera —dije—. Me han hecho recordar algo que oí una vez. ¿No lo has oído nunca, Buck? ¿O sea, por qué los perros andan siempre olisqueándose el culo mutuamente?

Buck dijo que no lo había oído.

—Tampoco puedo decirte que tenga mucho interés en oírlo; lo digo por si piensas contármelo.

Le dije que, bueno, según el cuento, todos los perros del mundo sostuvieron un conciliábulo al principio de los tiempos para establecer una norma de conducta, por ejemplo que no estaría bien que se pegasen bocados en los cojones y cosas así. Y había un perro que tenía un manual de urbanidad que había conseguido no sé dónde, quizá en el mismo sitio donde Caín consiguió a su mujer. De modo que automáticamente se convirtió en presidente y lo primero que hizo fue nombrar comité del culo a todos los reunidos. Compañeros —dijo—, chuchos de la sala. No quiero pisar la pata de ningún perro honorable, de manera que diré lo que sigue. Cuando volvamos a entrar en las habitaciones llenas de humo para organizarnos políticamente, estoy seguro de que no querremos otro olor que el del humo, así que pienso que lo mejor será que amontonemos nuestros ojetes en el exterior; y si alguien quiere presentar una moción al respecto, la secundaré con mucho gusto. Bueno, pareció a todos una idea tan excelente, que todos y cada uno de los perros de la convención se levantaron para presentar la moción, así que el presidente la juzgó aprobada por unanimidad y hubo una breve demora mientras todos los perros salían a amontonar sus ojetes. Luego volvieron a entrar para encarar sus asuntos. Y que me cuelguen si no estalló una tormenta de mil diablos y tan violenta, que se llevó y esparció los ojetes por todas partes, confundiéndolos tanto que ningún perro pudo encontrar el suyo. Por eso siguen todavía hoy olisqueando culos y es probable que sigan haciéndolo hasta el fin de los tiempos. Porque un perro que ha perdido el culo no puede ser feliz, aunque todos los culos se parezcan bastante y el que tiene funcione a la perfección.

—Lo que quiero decirte, Buck —dije—, es que te contentes con tu propio culo y dejes en paz el de Ken. A pesar de todo lo que sabes, puede que él coma algo peor que mierda, y acaso yo también lo haga, y tú serás mucho más feliz quedándote donde estás.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme? —dijo Buck, y yo pude oír que se levantaba de la silla—. ¿Estás seguro de que eso es todo lo que tienes que decirme?

Vacilé pensando que debía sugerir alguna cosa. Porque estaba todo tan claro para mí, Cristo sabía que estaba claro: ama a tu prójimo y no jodas a nadie a menos que se desmadre; y perdonémonos nuestros pecados porque puede que seamos los únicos que pensamos así. Por el amor de Dios, por el amor de Dios... ¿por qué otra cosa se me había ubicado en Potts County, y por qué otra cosa permanecía yo allí? ¿Por qué otra cosa, quién más, qué otro que Cristo Todopoderoso lo soportaría?

Pero yo no podía hacerle comprender esto. Era tan ciego como el resto.

—¿Y bien, Nick? No puedo esperar mucho.

—Y no tienes por qué hacerlo, Buck —dije—. No tienes que hacerlo porque he tomado finalmente una decisión. He tardado mucho en llegar a ella; es el producto de pensar, pensar y pensar, y de pensar un poco más. Y según lo mires será la decisión más requetecojonuda que se haya tomado nunca, o bien será la peor de las peores. Porque explica todo lo que pasa en el mundo: soluciona todo y no soluciona nada.

—O sea. Buck, que te lo voy a decir. Me puse a pensar y pensé, pensé y luego pensé otro poco; y por fin llegué a una conclusión: que en cuanto a saber qué hacer, no sé más que si fuera otro piojoso ser humano.

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