1280 almas (19 page)

Read 1280 almas Online

Authors: Jim Thompson

Tags: #Intriga

BOOK: 1280 almas
11.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rose, Myra, Lennie y yo almorzamos juntos aquel domingo. Al parecer, Rose tenía que volver a su casa aquella misma tarde, y yo dije que me sentiría orgulloso de acompañarla en cuanto hubiera descansado un rato. Pero, naturalmente, no la llevé.

No podía, ¿sabéis? Porque sólo podía verla una vez más. Solo una vez para hacer algo tocante a ella.

Porque el plan había resucitado, el plan aquel que la comprendía a ella, a Lennie y a Myra al mismo tiempo. Pero no era nada que pudiese hacer durante la tarde del sábado ni durante ninguna tarde. Tenía que ser por la noche. Y, claro, tenía que pensármelo un poco más.

Myra me llamó una hora después, aproximadamente. Acto seguido entró en mi habitación y me llamó otro poco, zarandeándome hasta que casi se cayó la cama de lado. Y, por supuesto, no le sirvió de nada.

Hasta que se incorporó, volvió a la otra habitación y oí que se excusaba ante Rose.

—Es que no puedo despertarlo, querida. Está como muerto. No es de extrañar, digo yo, si se tiene en cuenta el sueño que ha perdido.

Rose dijo que sí, que no era de extrañar, su voz un tanto desafinada. —Bueno, realmente no tenía pensado quedarme aquí esta noche, pero...

—Y no tienes por qué hacerlo —afirmó Myra—. Se lo diré a Lennie, y entre los dos te llevaremos a casa.

—Pero si no es necesario —dijo Rose en el acto—. No me importa...

—Y a mi no me importa llevarte. De veras que no, querida. De modo que prepárate... Lennie, ve a lavarte la cara, y nos pondremos en camino al instante.

—Bueno —dijo Rose—. Bueno, está bien, Myra, querida.

Se marcharon al cabo de pocos minutos.

Bostecé, me desperecé y me puse de costado, preparado por fin para dormir de verdad. Di unas cabezadas, pero no hice más que empezar a darlas, porque en aquel momento oí que alguien subía por las escaleras.

Era un hombre, a juzgar por los pasos. Volví a acomodarme otra vez, pensando: «bueno, a la mierda con él, es domingo por la tarde y tengo derecho a descansar un poco.» Pero no se puede hacer caso omiso de nadie cuando se es comisario. Sea domingo u otro día cualquiera. Así que saqué las piernas de la cama y me levanté.

Salí a la sala de estar y abrí la puerta del recibidor en el momento mismo en que el individuo iba a llamar.

Era un tipo con ropa de ciudad, alto, delgado, con una nariz como un anzuelo y una boca tan grande como el culo de una abeja.

—¿Comisario Corey? —me enseñó una tarjeta de identificación—. Me llamo Barnes, soy de la agencia de detectives Talkington.

Sonrió ampliamente su boquita de piñón lo suficiente para enseñar un diente: fue como vislumbrar un huevo que saliera de una paloma. Dije que tenía muchísimo gusto en saludarle.

—Así que usted es de la agencia Talkington —dije—. Anda, que me cuelguen si no he oído hablar de ustedes a manta. A ver, a ver... ustedes acabaron con aquella huelga ferroviaria, ¿verdad?

—Exacto —y volvió a enseñarme el diente—. La huelga del ferrocarril fue uno de nuestros trabajos.

—Toma, la leche, pues eso exige fibra, ¿eh? —dije—. Los obreros tirándoles trozos de carbón y regándolos con agua, y ustedes sin nada con que defenderse más que escopetas y fusiles automáticos. ¡Sí señor, hostia! ¡Hay que reconocer que lo hacen ustedes cojonudamente!

—Un momento, comisario —su boca se arrebujó como un ojal—. Nosotros nunca...

—Y aquellos muertos de hambre que trabajaban en el ramo textil —dije—. Joder, los apañaron ustedes, ¿eh? Gente que malgastaba un salario semanal nada menos que de tres dólares dándose a la mala vida y que luego se quejaba porque tenía que comer basura para sobrevivir. Pero ¡qué hostia!, eran extranjeros, tú, y si no les gustaba la basura norteamericana, ¿por qué no volvían al lugar de donde habían venido?

—¡Comisario! ¡Comisario Corey!

—¿Sí? —dije—. ¿Tiene algo que decirme, señor Barnes?

—¡Pues claro que tengo algo que decirle! ¿Por qué otra cosa habría venido, si no? Ahora...

—¿Quiere usted decir que no ha venido para charlar un rato? —dije. ¿Ni siquiera para enseñarme sus medallas por disparar a la gente por la espalda y...?

—Estoy aquí para investigar acerca de un antiguo vecino de Pottsville. Un hombre llamado Cameron Tramell.

—Jamás he oído ese nombre —dije—. Adiós. —Fui a cerrar la puerta. Barnes me lo impidió.

—Tiene que haberlo oído —dijo—. Se le conocía aquí con el nombre de Curly y era macarra.

Dije que ¡oh! Dije ¡oh, sí claro! Claro que había oído hablar de Curly.

—Hace días que no lo vemos, ahora que lo pienso. ¿Qué tal le va?

—Mire, comisario —me sonrió con los ojos— no discutamos.

—¿Discutir? ¿A qué se refiere? —dije.

—Me refiero a que Cameron Tramell, alias Curly, está muerto, como usted sabe bien. Y que sabe además quién lo mató.

XX

Lo hice pasar y nos sentamos en la sala de estar mientras se explicoteaba acerca de Curly. Al parecer habían rescatado los cuerpos, el de Moose y el de Curly. Pero nadie estaba interesado en Moose, mientras que sí lo estaban y mucho en Curly. Y la gente que estaba interesada en él era su propia familia, una de las mejores familias del sur. Sabían, naturalmente, que no era bueno; de hecho le habían pagado para que se fuera. Pero el muchacho seguía siendo familia —parte de los otros— y querían que se ahorcara a su asesino.

—Así que aquí estoy, comisario... —Barnes se esforzó por sonreír—. Puede que no estemos completamente de acuerdo en todo, pero, bueno, no soy hombre rencoroso y estoy seguro que ninguno de los dos quiere que haya un asesino suelto.

—Tenga por seguro que yo no —dije—. Si veo a cualquier asesino que ande suelto, lo detendré y lo meteré en la cárcel.

—Perfecto. De modo que si usted me dice el nombre del que mató a Curly...

—¿Yo? —dije—. Yo no sé quien lo mató. Si lo supiera, lo detendría y lo metería...

—¡Comisario! Usted si sabe quién lo mató. Lo ha admitido.

—Yo no —dije—. Usted, no yo, fue quien dijo que yo lo sabía.

Encogió la boca otra vez e hizo lo propio con los ojos. Con aquella nariz en forma de anzuelo, su cara parecía un banco de arena con tres terrones y un arado surcándolo.

—Hace aproximadamente una semana, a la mañana siguiente de que mataran a Curly...

—Eh, ¿cómo sabe usted que fue la mañana siguiente? —dije—. Eso no puede decirlo nadie que no sea el tipo que lo mató.

—Lo sé comisario. Sé que su amigo, el comisario Ken Lacey, se jactó abiertamente por las calles de este pueblo de que se había encargado de Moose y Curly, dando a entender que los había matado. Y usted estaba con él en el momento de estas fanfarronadas, de estas afirmaciones de que había matado a aquellos dos hombres, y usted lo aprobaba de todo corazón.

—Ah, sí —dije riéndome—, ya me acuerdo. Aquello fue una broma de Ken y mía. Nos divertimos mucho con ella.

—Mire, comisario...

—¿Cree que no es así? —dije—. ¿Cree usted que un tipo que ha matado a dos hombres se pasearía por las calles jactándose de ello y que yo, un funcionario de la ley, le palmearía la espalda por lo mismo?

—Lo que yo piense no tiene importancia, comisario. Los sucesos que le he contado tuvieron lugar, efectivamente, y la noche anterior a dichos sucesos, la única noche que el comisario Lacey pasó en Pottsville, estuvo en el prostíbulo del río y allí se jactó ante las inquilinas de que había dado su merecido a Moose y a Curly, de que les había ajustado las cuentas, etcétera. En otras palabras, hay pruebas irrefutables de que aproximadamente una semana antes de que encontrase muertos a Moose y a Curly, en la única noche que el comisario Lacey paso en Pottsville, se llamó a si mismo asesino de los precitados Moose y Curly.

—Ajá —dije, haciendo como que estaba verdaderamente interesado—. Bueno, y esa prueba irrefumétrica que dice usted. ¿Sería a eso la palabra insostenible de las tías de la casa putas?

—¡No es insostenible, caramba! están las bravatas del comisario Lacey de la mañana siguiente y...

—Pero si era todo de broma, señor Barnes. Yo se lo propuse.

La cabeza de Barnes sufrió una sacudida y sus ojillos avezados se me quedaron mirando. Se echó adelante entonces, como si fuera a engancharme con la nariz.

—¡Escúcheme usted, Corey! ¡Escúcheme bien! ¡No tengo intención de... de...! —se interrumpió de súbito, sufrió una sacudida como la de un caballo que se espanta las moscas. Su cara se retorció. Se hizo un nudo, lo deshizo, y que me cuelguen si no esbozó una sonrisa—. Por favor, discúlpeme, comisario Corey; he tenido un día más bien agotador. Me temo que por un momento he perdido el dominio de mí mismo y he olvidado que ambos somos igual de sinceros y que estamos igualmente absortos en nuestro afán de justicia, aún cuando no pensemos ni nos comportemos del mismo modo.

Asentí y dije que creía que tenía la razón, toda. Me sonrió bonachonamente y prosiguió:

—Bueno, usted hace años que conoce al comisario Lacey. Es un buen amigo suyo. Y usted siente, naturalmente, que tiene que protegerle.

—Ah, eh —dije—. No es amigo mío y, aunque lo fuera, no iba a atribuirle la gloria de haber cometido dos asesinatos que yo habría estado orgulloso de cometer.

—Pero, comisario...

—Fue amigo mío —dije—. Dejó de serlo una noche apacible en que vino al pueblo, me sacó de la cama y me hizo que le enseñase el camino del burdel.

—¡Luego fue allí! —Barnes se frotó las manos—. ¿Puede usted testificar voluntariamente que el comisario Lacey fue al prostíbulo durante la noche en cuestión?

—Toma, claro que puedo —dije—. Es la pura verdad, ¿por qué no iba a dar fe de ello?

—¡Pero esto es maravilloso! ¡Maravilloso, comisario! ¿Y le dijo Lacey por qué quería ir al...? No, un momento. Dijo él algo que indicara que iba al prostíbulo con la intención de matar a Moose y a Curly?

—¿Entonces, dice usted? ¿Aquella noche? —negué con la cabeza—. No, aquella noche no dijo nada.

—¡Pero si en otra ocasión! ¿Cuándo?

—Aquel mismo día —dije—, cuando fui a su condado para hacerle una visita. Dijo que donde estaba él no podían estar los macarras, y que creía en matarlos por principios generales.

Barnes se puso en pie de un salto y empezó a pasear por la habitación. Dijo que lo que le había contado era maravilloso, y que era precisamente lo que le hacía falta. Entonces se me paró delante y agitó un dedo un tanto juguetonamente.

—Es usted un guasón, comisario. Casi me ha hecho perder la cabeza hace poco, y soy hombre que se enorgullece de su autodominio. Poseía usted toda esta información desde el principio y sin embargo hacía como que defendía a Lacey.

Dije que, bueno, que así era yo, todo un carácter. Consultó su reloj y me preguntó que a qué hora podía tomar un tren para la capital.

—Bueno, tiene tiempo de sobra —dije—. Quizá de aquí a un par de horas. Lo mejor que puede hacer es cenar con nosotros.

Fui por un poco de whisky a la oficina y tomamos unos tragos, Se puso a hablar de sí mismo, de él y la agencia de detectives, yo dejando caer una palabrita de vez en cuando para tirarle de la lengua, y la voz comenzó a agriársele. Al parecer detestaba lo que hacía. Sabía con exactitud lo que era Talkington, y no podía encontrar excusas por ello. Se sentía una herramienta detestable que formaba parte de las composturas odiosas que hacía, y se odiaba a sí mismo por serlo.

—Es probable que sepa usted a qué me refiero, comisario. Hasta un hombre de su oficio tiene que cerrar los ojos ante muchas cosas malas.

—En eso tiene toda la razón —dije—. Tengo que cerrarlos si quiero seguir en el puesto.

—¿Y quiere de veras? ¿Nunca ha pensado en emprender otra clase de trabajo?

—No mucho —dije—. ¿Qué otra cosa podría hacer un tío como yo?

—¡Ahí está! —los ojos se le iluminaron y parecieron mucho mas grandes—. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Qué otra cosa podría hacer yo? Pero, Nick, y perdone la familiaridad, yo me llamo George.

—Encantado de conocerle, George —asentí—, y puede seguir llamándome Nick.

—Gracias, Nick —tomó otro trago de whisky—. Bueno, eso es lo que iba a preguntarle, Nick, algo que me preocupa mucho. ¿Puede disculparnos el hecho de que no podamos hacer otra cosa?

—Bueno —dije—, ¿disculpa usted a un poste por encajar en un hoyo? Es posible que haya una madriguera de conejos en el hoyo y que el poste los aplaste. Pero, ¿es culpa del poste el que entre en un agujero hecho para que encaje?

—No es un ejemplo muy exacto, Nick. Usted habla de objetos inanimados.

—¿Usted cree? —dije—. ¿No somos todos relativamente inanimados, George? ¿De cuánta libertad disponemos? Se nos controla por todas partes, nuestra estructura física, nuestra estructura mental, nuestro pasado; se nos moldea a todos en su sentido concreto, se nos determina para desempeñar cierto papel en la vida y, George, lo mejor es jugarlo, llenar el agujero o como mierda quiera usted decirlo, porque si no se derrumbarán los cielos y se nos caerán encima. Lo mejor es hacer lo que hacemos, porque si no, ocurrirá que nos lo harán a nosotros.

—¿Quiere decir usted que es cuestión de matar o ser muertos? —Barnes sacudió la cabeza—. Detesto pensar en esto, Nick.

—Puede que no me refiera a eso —dije—. Puede que no esté seguro que lo que quiero decir. Creo que me refiero principalmente a que no puede haber infierno personal, porque no hay pecados individuales. Todos son colectivos, George, todos compartimos los de los demás y los demás comparten los nuestros. O quizá, George, quiera decir que yo soy el Salvador, el Cristo en la Cruz que ha bajado a Pottsville porque Dios sabe que aquí me necesitan, y que voy por el mundo haciendo buenas obras para que la gente sepa que no tiene nada que temer, porque si se preocupan por el infierno no tendrán necesidad de buscarlo, Santo Dios, esto parece sensato, ¿no, George? Quiero decir que el deber no corre totalmente a cargo del individuo que lo acepta, tampoco la responsabilidad. Quiero decir que, bueno, George, ¿qué es peor? ¿El tipo que hace saltar una cerradura o el que llama al timbre?

George echó atrás la cabeza y se echó a reír. —¡Es asombroso, Nick! ¡Para morirse de risa!

—Bueno, no es del todo original —dije—. Como dice el poema, no se puede culpar al cántaro de la torcedura que causó el desliz de la mano del alfarero. Así que dígame quién es peor, si el que jode la cerradura o el que llama al timbre, y yo le diré qué quedó torcido y quien hizo la torcedura.

Other books

War by Shannon Dianne
Desire Becomes Her by Shirlee Busbee
The Meddlers by Claire Rayner
The Face in the Forest by Benjamin Hulme-Cross
Coming Home by Lydia Michaels
Diluted Desire by Desiree Day
Wicked Godmother by Beaton, M.C.