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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (29 page)

BOOK: Zombie Nation
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—Estás perdiendo el tiempo, corazón. Él prefería limpiar su propia arma, si entiendes lo que quiero decir. —Condujo a Clark a una barra al fondo de la sala, donde unos cuantos tipos con traje estaban absortos en una conversación. Una mujer que no llevaba más que bragas y un sombrero de piel ruso se balanceaba adelante y atrás lánguidamente sobre sus cabezas.

Clark se recuperó lentamente. Apretó los dientes e intentó de nuevo convencer a su benefactor del peligro.

—Se lo aseguro, el plan que acabamos de oír fracasará —gritó por encima de la música. El civil le hizo una seña con el dedo al camarero de la barra—. He visto cómo luchan esas cosas. Yo mismo he disparado contra ellos. Las ideas de Dunnstreet no nos sirven para nada.

—Palabras duras, Clark, para el gran héroe de Denver. Tú demostraste que era posible resistir contra los muertos, ¿o no? Ni una baja. Deberías estar más orgulloso de tus logros.

Las luces del club de
striptease
mareaban a Clark. Miró el vaso de martini que tenía en la mano, estaba seco al tacto.

—Se supone que debes llenarlo en la barra y llevárselo otra vez a ella. Eso significa que quieres ir con ella arriba, a la habitación Martini.

—¿Qué sucede en la habitación Martini?

—Muchos hombres desearían saber exactamente eso mismo —gritó el civil—, pero sólo los ricos lo saben. —Su sonrisa se esfumó cuando se dio cuenta de que Clark no lo había comprendido—. Te follan, Clark. Por dinero.

Clark depositó el vaso con cuidado en la barra, fuera del alcance de la bailarina. De repente, con una miríada de punzadas, echó de menos el restaurante del Brown Palace, con su decoro decimonónico y sus filetes de ternera perfectos. Ahora había desaparecido, probablemente para siempre. Con el resto de Denver.

—En cualquier caso —dijo, consciente de las palabras que escogía—, he demostrado que es posible que los veteranos de guerra más armados y mejor entrenados del mundo sobrevivan en medio de esas cosas, y eso dando por hecho que pueden batirse en retirada cuando la situación se calienta demasiado.

El civil le frunció el ceño, con una mirada fría y viperina que hizo que Clark sintiera el desagrado en su piel. Clark tuvo el súbito y repulsivo pensamiento de que finalmente estaba viendo la verdadera cara del civil, la que había detrás de la sonrisa pegada en su cara. Contemplarla era horrible.

—Hablas como si existiera una alternativa.

—¡Puede haberla! Y, en cualquier caso, cualquier cosa sería mejor que las órdenes de batalla de Dunnstreet. ¿Cómo puede tomarla en serio?

El civil le hizo un gesto a una mujer que llevaba un casco blando soviético de comandante de tanque para que viniera y se sentara a su lado. Ella se quitó el vestido y él se apoyó sobre sus pechos, frotando la cara contra su piel, inhalando profundamente, con fuerza.

—Bueno, en realidad existe una buena razón para eso.

—Me encantaría escucharla —respondió Clark.

El civil asintió mientras tomaba un trago de su bebida.

—Porque es el único plan que tenemos —dijo él, metiendo un billete de cincuenta dólares en el tanga de la mujer—. Nadie más lo ha pensado nunca a fondo. Lo digo en serio. No hay ningún grupo político, ningún equipo de planificación estratégica, nadie en el Pentágono o West Point o en una fuerza operativa o ningún otro lugar que se haya tomado de verdad la molestia de sentarse y pensar cómo librar una guerra en suelo norteamericano. Siempre ha sido impensable.

—¿Nadie?

El civil se tomó un vodka solo de un trago. Casi parecía desesperado por introducir todo el alcohol que cupiera en su organismo.

—Ha habido escenarios de juegos bélicos en los que Canadá invade el estado de Nueva York, digamos, o Francia ataca con armas nucleares. No es más que mierda de Dungeons and Dragons, y entre tanto Purslane Dunnstreet estaba trabajando duro ella sola, esperando su gran día, haciendo los amigos apropiados, jugando el juego. Bannerman, a veces tienes que pasar por el aro. Acabas de escuchar lo que tenemos planeado. Es hora de que decidas para qué equipo juegas. Escucha, tengo que ir a mear todos los Red Bulls que me he bebido esta mañana. Procura que las chicas estén calientes para mí, ¿lo harás?

El civil se levantó y se abrió paso entre la multitud. No sin muchas dificultades, Clark pidió un whisky con soda en la barra y se lo tomó a sorbos con una tranquilidad malhumorada. Estudió la multitud; nunca había estado en un club de
striptease
y sentía curiosidad, bueno, una curiosidad moderada por qué tipo de personas los frecuentaban. Además, escudriñar a los clientes era menos embarazoso que mirar al personal. La visión de tanta carne desnuda lo hacía ruborizarse.

No era el único oficial uniformado del club, ni era el de más alto rango, pero la mayoría de hombres llevaban trajes negros de funcionarios de carrera. Reconoció a bastantes, o eso creyó, no veía con claridad a más de tres metros en la oscuridad interrumpida por las luces estroboscópicas.

A pesar del caos general, Clark se las arregló para sorprenderse de algún modo cuando una joven vestida de pregonera de la época colonial entró en el club tañendo una enorme campana de mano. Llevaba un sujetapapeles de pinza del cual leía sin mucho entusiasmo a la vez que tañía la campana.

—Escuchad, escuchad, buenas gentes, es hora de hacer vuestras apuestas. Todas las apuestas se cerrarán hoy a medianoche. La porra de la muerte hoy es para Cleveland, Ohio. ¡Doblad vuestro capital si Cleveland es tomado antes de la medianoche de hoy! ¡Escuchad, escuchad!

Clark se había ruborizado antes. Ahora palideció. Dejó su bebida en la barra y se abrió paso a empujones entre los clientes; necesitaba salir a tomar aire fresco. Una mujer completamente desnuda con una estrella roja tatuada en cada pezón lo cogió por la cintura, pero él se revolvió hasta soltarse.

Mientras chocaba con los alegres intelectualoides de Washington, finalmente miró a algunos de ellos a los ojos y se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Esta gente no eran meros cínicos hastiados que estaban deseando sacrificar el país por sus propios intereses. Estaban sufriendo el agotamiento de la amenaza, igual que les había sucedido tras el 11-S. Un exceso de horror que requería toda tu atención todo el tiempo. Demasiada exigencia en el sentido de la seriedad y uno se rompía, se destrozaba, se hacía pedazos.

No era excusa suficiente, decidió. Tenían que recuperar la compostura y volver al trabajo. Pero no él no era quién para decírselo.

Fuera, en el aire de la noche, inhaló profundamente y levantó la vista adonde estarían las estrellas si la contaminación lumínica de la capital no las oscureciera.

El civil salió por la puerta detrás de él con una lata de cerveza helada en la mano.

—Queda tan poco tiempo… ¿Lo ha oído?, Cleveland está a punto de caer —le dijo Clark, con las manos apretadas dentro de los bolsillos—. No tengo ninguna duda de que la epidemia ya ha saltado a Asia, al otro lado del Pacífico. Pronto llegará a Europa y habrá cubierto todo el planeta.

—Un hombre muy sabio me dijo una cosa tiempo atrás: «Amigo, el tiempo sólo es valioso para los que lo cuentan». Supongo que eso significa que los muertos no necesitan relojes. Esto es lo que hay, Bannerman, la gran D, la gran A tal vez.

El Día del Juicio Final, quería decir el civil. La gran A podía ser el Apocalipsis o el Armagedón, podías escoger. Clark desdeñó la idea. Tenía un as en la manga.

—Hay una chica en alguna parte. En California quizá, aunque imagino que huyó a tiempo. Está muerta, pero puede hablar.

El civil abrió su lata con un sonido que se quedó a medio camino entre un pedo y un disparo.

Clark prosiguió.

—Denver cayó porque de alguna manera los muertos consiguieron organizar su comportamiento lo suficiente para saltar una alambrada de tres metros. La enfermedad se propaga por los campos de realojamiento más rápido de lo que nuestros modelos pueden plasmar. Aquí hay un juego más serio de lo que pensamos.

—Siempre lo hay —le dijo el civil.

—¿No lo entiende? Ahora sabemos cómo se propaga. Si encontramos a la chica, sabremos aún más. Es una apuesta arriesgada, pero debemos intentarlo.

—¿Quieres que respalde tu jugada? Lo siento mucho —dijo el civil, haciendo una pausa para hipar— si crees que has sido vendido. Pero, dime, ¿cuánto crédito debería conceder a un capitán de la Guardia Nacional, según los datos, que irrumpe aquí diciéndome que él y nada más que él solo puede salvar el mundo? Venga, ponte un momento en mis zapatos. Mmm. —Bajó la vista—. No les vendría mal un lustrado, la verdad. Límpialos mientras te los pones, ¿lo harás? —Él se echó a reír y estuvo a punto de ahogarse con otro hipo—. Venga. Conozco un sitio en el que te hacen pajas con toallas calientes. Mi regalo.

Bannerman apenas fue capaz de superar lo bastante el asco para negar con la cabeza. Miró por el callejón. La gente que había visto dentro, los intelectualoides y los generales, los hacedores de política y la gente que conocían todos los secretos. No tenían un plan. Al menos no uno de verdad.

Él, sí. Tenía que hacer que el civil se diera cuenta. Su benefactor lo veía como una ficha en un juego a más escala. Él lo veía como una forma de cubrir el culo colectivo del Departamento de Defensa. Por mal que se pusieran las cosas, el Pentágono podría aducir que había hecho todo lo que estaba en su mano, y Clark sería el símbolo de ese esfuerzo inútil.

Había llegado la hora de que Clark se convirtiera en un jugador y dejara de ser un peón. Hizo acopio de toda la resolución que poseía.

—Podemos salvar el mundo, pero tiene que creer en mí —dijo él.

La mirada del civil era completamente sobria. Era una mirada fría y calculadora.

—¿Porque una rubia californiana no era tan estúpida como la típica gente muerta?

Clark comprendió lo seria que era la pregunta.

—Sí.

El civil se frotó la cara con sus enormes manos y se echó el pelo hacia atrás.

—De acuerdo. Pero ¿qué se supone que debo decirle al presidente? —preguntó.

—Bueno —respondió Clark, notando su corazón latir en el interior de su pecho—, puede recordarle que soy el héroe de Denver.

La luz se esparció en la cara del civil como un torrente de sangre. Abrió los ojos como platos y también la boca.

—¡El puto fantasma de George Washington! —El civil tendió su cerveza hacia Clark en un saludo.

—Tomaré eso como un sí —dijo Bannerman, suspirando aliviado.

—Demonios, sí. Podemos mandarte de vuelta al Oeste esta noche. Y ¿sabes qué?, voy contigo. —Sonrió satisfecho al ver la expresión que eso había provocado en la cara de Clark—. ¿Tú crees, hip, que quiero quedarme aquí y esperar a que Purslane consiga que nos maten a todos?

SOS HIJA ENFERMA CUALQUIER AYUDA [Mensaje segado en un maizal en Iowa, 12/04/05]

Había ocurrido tan deprisa que Nilla no lo había pensando detenidamente de verdad. Sangre por todas partes. Se había acumulado bajo el chico, echando a perder su ropa. Él temblaba con movimientos espasmódicos debajo de ella y notaba su energía oscura como un paquete de hielo pegado contra su piel.

Nilla recordaba haberse despertado en un charco de su propia sangre no tanto tiempo atrás. Se preguntó qué sentía él, si es que sentía algo.

A su espalda, el perro ladraba una cacofonía irritada. Quería disfrutar de la sensación que le producía la energía del chico, la sensación de estar viva otra vez. El perro no la dejaba. Alargó la mano para coger su collar, con la intención de hacerlo callar, y se detuvo.

Era posible que Mael fuera el dueño de la mayor parte de su alma, decidió, pero no de toda. El perro no había hecho nada con mala intención. No lo mataría sólo porque era molesto.

Aunque el maldito animal no dejaba de ladrar. Alguien vendría a averiguar qué estaba pasando. Tenía que marcharse antes de que eso sucediera.

Se levantó y se puso en marcha, llevándose la gorra marrón del chaval con ella. Pensó que eso le protegería los ojos y la ayudaría a ocultar su cara. Avanzaba deprisa, casi corriendo, más rápida de lo que había sido, más ágil de lo que había estado desde el día que murió. La energía vital del chico latía a través de ella, su curso dorado descendía por sus terminaciones nerviosas. Se mantuvo en las sombras, intentando pasar desapercibida cada vez que cruzaba un trecho iluminado por farolas.

Detrás de ella, en la oscuridad, el perro dejó de ladrar. Ella oyó disparos y pensó en el chico. Habían encontrado al chico que se había comido, lo que quedaba de él, y lo habían sacrificado como a un animal con rabia. Ella sólo esperaba que nadie le hubiera reconocido antes de comenzar a disparar.

Sintió un deseo irracional de regresar y comprobarlo. Una estupidez, lo sabía. Siguió avanzando, a pesar de que echó un vistazo atrás por si alguien la estaba persiguiendo. No había nada excepto lúgubres sombras y los reflejos acuosos de las farolas en las ventanas a oscuras, la intermitencia naranja de una señal de
NO CRUZAR
que de repente se volvió blanca. Se dio media vuelta para proseguir y…

—¡Eh, tú! ¡Eh, tú, ven aquí!

Nilla se quedó helada donde estaba.

Tres hombres con gorras marrones estaban en la parte de atrás de una camioneta. Habían pintado con plantilla las letras LVCC en la puerta del conductor. Dos de los hombres llevaban mascarillas quirúrgicas y guantes de látex. El otro la miraba con una expresión peligrosa.

—¡Te he dicho que vengas aquí, joder! No voy a esperar toda la noche hasta que te decidas, imbécil. Vamos.

Nilla avanzó hacia ellos. El hombre tenía cicatrices de una enfermedad de la infancia por toda la cara y unas pestañas muy largas. Llevaba una pistola enfundada en la cadera. Si no actuaba deprisa, si no golpeaba lo bastante fuerte, él la mataría, e incluso entonces, incluso si lo derribaba, todavía tendría que preocuparse por sus dos amigos. Esto era todo, la valla al final del callejón. Fin de la partida.

No obstante, antes de que pudiera atacar, él dio un paso hacia ella y extendió las manos.

—Así —dijo él y le puso algo. Una mascarilla y un par de guantes de látex—. Esta noche estás en la Patrulla de Plaga. No me importa qué estabas haciendo antes, pero me faltan tres hombres y tengo un horario que cumplir.

Nilla no tenía ni idea de qué estaba sucediendo, pero se puso la mascarilla sobre la boca y la nariz. Quizá él no sería capaz de darse cuenta de lo que era a través del papel. Manipuló con torpeza los guantes, pero de alguna manera consiguió ponérselos.

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