—Por aquí, señorita. —Mellowman o como fuera que se llamara le hizo un gesto para que lo siguiera—. Bienvenida a la furgoneta del espacio, mi casa que se levanta y viene cuando la casa que tengo se ha levantado y se ha largado.
—Estás vendiendo una vacuna, ¿no es así? ¿Funciona de verdad? —Nilla dio una vuelta hasta la parte trasera abierta de la furgoneta para mirar dentro. El interior, atestado de cajas, estaba tapizado de una tela de peluche brillante y había un par de estrechos colchones plegables. Al parecer, Mellowman y sus socios dormían en su droguería móvil cuando no estaban promocionando sus cápsulas.
—¿Qué te parece si te doy una muestra gratuita y así lo descubres por ti misma? —Mellowman recogió una caja y se la colocó bajo el brazo. Debajo apareció un bote lleno de las brillantes cápsulas que había visto cómo se repartían.
—Eh, colega, venga, no hagamos esto —dijo uno de sus socios, el flaco y nervioso. Nilla lo atravesó con la mirada. Cuando se dio media vuelta, Mellowman tenía una de las cápsulas en la enorme palma de su mano izquierda.
Nilla se preguntó qué sucedería si se la tomara. ¿Mataría el virus o el microbio o lo que fuera que la había reanimado? ¿Se desplomaría y se convertiría en un amasijo inerte? Probablemente no le haría nada. Levantó el bote y lo agitó. Las cápsulas repicaron con un ruido agradable.
—¿Esto es todo lo que tienes?
—Hasta que hagamos más. Mi
aide du medecin
aquí, lo llamamos Mike
Morfina,
es el hombre de la receta mágica.
«Guau», pensó Nilla. Esto iba a ser muy fácil. Tira las cápsulas y mata al tipo que las ha hecho. Mael estaría satisfecho. Quizá incluso la dejara irse.
Colocó de nuevo el bote en la furgoneta y se dio media vuelta para anunciarles que iba a detenerlos a todos.
Se halló mirando los cañones gemelos de una escopeta recortada. Debía de estar en la caja que Mellowman había cogido. Las OO negras de la boca de la escopeta parecían un símbolo de infinito.
—Tú, zorra estúpida, ¿quién te crees que nos envía aquí? Estoy en el comité directivo de la maldita Cámara de Comercio. No sé quién eres, creyendo que puedes venir aquí y robarnos, pero has cometido un error verdaderamente estúpido.
Tenía tiempo suficiente para volverse invisible, pero estaba aterrorizada y no recordaba cómo hacerlo. En su lugar, chilló. El dedo de Mellowman se curvó en los gatillos del arma y ella oyó un ruido como si se hubiera abierto el infierno.
{fursuit19} hay alguien ahí
{fursuit19} hola
{fursuit19} hola
*fursuit19 SE HA DESCONECTADO*
[Transcripción de mensajería instantánea de AOL, 18/04/05]
El Black Hawk sobrevoló a poca altura y velocidad el arroyo salpicado de enebros que rodeaba la prisión. Clark rozó el brazo del civil y le señaló el Pike’s Peak. Cuando se acercaron más, dijo:
—Déjeme darle la bienvenida oficial a la Grande. —Se sentía extrañamente orgulloso del correccional de máxima seguridad, a pesar de que sin duda no lo había construido él, ni le gustaba especialmente. Sin embargo, se había convertido en su centro de operaciones y, en cierto sentido, en su casa.
El civil parecía excitado.
—¿Es cierto que tenéis a Pineapple Face? Ya sabes, Noriega. ¿Y a Unabomber?
—Todos los prisioneros fueron eliminados el primer día de la epidemia.
El civil pareció decepcionado, pero cuando dieron la última vuelta para hacer la aproximación definitiva fueron las expectativas de Clark las que se vinieron abajo. Cuando se había marchado, la prisión era un estructura discreta y segura, cuidadosamente escondida tras sus múltiples hileras de alambradas inexpugnables.
En su ausencia se había convertido en un barrio de chabolas. Habían levantado tiendas y primitivas casuchas de acero corrugado en un semicírculo abierto alrededor de la fachada de la prisión que daba a la carretera. Se extendían estrechos callejones entre las destartaladas chabolas y éstas estaban llenas de gente vestida de civil. Más de uno saludó al Black Hawk cuando su motor rugió por encima de sus cabezas. Parecían bastante sanos. También había niños y algunos animales: perros, ovejas e incluso unos cuantos caballos. Un trecho de la inclinada colina había sido desbrozado y convertido en un aparcamiento para docenas de vehículos. No sólo los autobuses y furgonetas del convoy que había liderado Clark personalmente desde Denver, sino también pequeños utilitarios y motos, bicicletas y unas cuantas avionetas de un solo motor.
El Black Hawk aterrizó en una plataforma situada en el patio principal de la prisión, donde Vikram y el sargento Horrocks los esperaban para recibirlos. Vikram tenía su brazalete de hierro y había añadido un nuevo accesorio, un cuchillo extrañamente curvado que era lo bastante largo para ser clasificado como una espada corta. Horrocks se había vestido con el uniforme completo, como si esperara que Clark le fuera a exigir una inspección inmediata de las tropas. Clark presentó al civil y luego señaló a la pequeña ciudad que había surgido fuera de las puertas.
—Supongo que ha corrido la voz. ¿Cuándo comenzó esto?
—Se trata de un fenómeno reciente —le aseguró Vikram—. Pero llegan más cada día. No les permitimos cruzar al interior de la alambrada, pero no parece importarles. Dicen que han venido en busca de la protección del héroe de Denver. No podemos echarlos, como ya imaginas.
Clark negó. ¿Ahora era famoso? No quería esta nueva carga.
—Esto supone nuevos conflictos de seguridad, todo un nuevo perímetro que vigilar, por no mencionar los problemas sanitarios a los que se enfrentarán sin las condiciones de salubridad adecuadas. Ni siquiera tenemos provisiones para nuestra propia gente.
El civil le cogió del brazo.
—Venga, ya está, alégrate. Te lo has ganado.
Condujo a Clark a la entrada principal. Horrocks ordenó que les abrieran las puertas y revelaron una multitud de gente apiñada cerca de la entrada tan pronto como fueron cerradas. Un hombre en un andrajoso traje se adelantó a la carrera y cogió la mano de Clark.
—Capitán, soy Jim Jesuroga. Tengo que darle las gracias, mi familia no podría conseguirlo sola.
—¡Déjeme darle un beso! —chilló una mujer, una matrona de mediana edad con el pelo teñido de color granate. Colgó los brazos del cuello de Clark y le plantó un beso en la mejilla. Apestaba a transpiración y lavanda artificial. Sus hijos llegaron detrás, sus ojos brillaban de esperanza mientras entraban otras personas, todos con el deseo de aproximarse, de tocarlo, de hablar con él aunque fuera un momento.
Clark pasó cerca de una hora con ellos, escuchando sus historias. Le impresionó lo que descubrió. Había sobrevivido tan poca gente, habían muerto y vuelto a la vida tantos. Iba mal, mal en general, y el único modo de sobrevivir parecía que era salir, dirigirse al este. Dado que eso resultó no ser tan buena idea (los muertos ya habían llegado a Nueva York y Atlanta estaba tomada, por lo que se enteró), el último recurso parecía el ser correccional de máxima seguridad de Florence.
Cuando concluyó su reunión con los supervivientes, ya demasiado exhausto para recibir más, se retiró a la prisión. Las puertas se cerraron de nuevo y el civil se acercó.
—Es bastante agradable, ¿verdad? Lo de ser un héroe y todo eso.
—Yo… supongo que sí —reconoció Clark.
—Sí, así que será mejor que no la cagues y muera toda esta buena gente.
Clark parpadeó, conmocionado. «Algo a tener en cuenta», se dijo a sí mismo.
El nuevo estudio sobre angiogénesis promete bastante… la terapia con células madre podría ser la clave. Hoy he palpado el neoplasma y era del tamaño de un huevo de petirrojo. Humor: Animada, aunque se ha negado a comer. [Notas de laboratorio, 12/09/02]
Dick oyó voces y supo que había comida en los alrededores. Pero ahora no era hora de comer. Se ocultó lo mejor que pudo, y esperó.
—¡Dios! ¿Qué es ese olor?
—Demonios, no lo sé, pero tenemos que salir de aquí.
—Es como un atún de hace un mes o algo así. Pis de gato cerrado en un Tupperware para que macere.
—Van a entrar aquí. Creo que no lo entiendes. Ahora mismo están en las puertas y no hemos tenido tiempo de cerrarlas. Van a salir a esta pista y entonces no podremos despegar.
—Mmm. Vale, vale. ¿Queso azul en un radiador? Ayúdame a cerrar esta puerta.
La oscuridad se deslizó por la forma oculta de Dick. Se hundió más en el material de embalaje de su caja. Tenía hambre, oh, cuánta, y había comida a tan sólo unos centímetros, pero la Voz lo había dejado muy claro. Todavía había trabajo por hacer.
Todo su cuerpo vibró cuando la avioneta militar de mercancías despegó.
¡No aceptaré esto! Dicen que no hay esperanza. Me dicen que la mantenga cómoda. Disfruta del tiempo que te queda. ¡No! Soy científica y creo que todos los problemas se pueden resolver dedicándoles el tiempo y la atención adecuados. Soy científica y me niego a aceptar lo inevitable. [Notas de laboratorio, 20/09/02]
Fuera, más allá de la alambrada, los equipos de construcción trabajaban sin descanso en las instalaciones de agua y luz en el barrio de chabolas. Bannerman Clark estuvo observando durante un rato cómo una excavadora hundía los dientes de su pala en la tierra de cultivo y luego regresó al espejo unidireccional que tenía tras él para escuchar otra historia.
—Teníamos barricadas en las carreteras, pero llegaron por las alcantarillas. Salieron de los conductos cubiertos de mierda, disculpe mi lenguaje. Cubiertos de aguas residuales, y no les importaba. Les veías los ojos, pero era como… Dios, ¿sabe a qué me refiero? Eso ya no son ojos. No son personas.
Ya que no podía permitir que los supervivientes entraran en la prisión, Clark se había propuesto hacer todo lo que pudiera por ellos. Les podía proveer de un entorno saludable, a Vikram le había encantado la idea de construir las infraestructuras, daba algo que hacer a los soldados aparte de pensar en su mortalidad. Ingeniero hasta la médula, el comandante sij se había metido en el duro y demoledor trabajo como si estuviera haciendo hoyos en un campo de golf.
—Mi cuñada nos dijo que mantuviéramos el coche en marcha, que saldría tan pronto como encontrara su pasaporte. Esperamos y esperamos y esperamos… consumimos la cuarta parte del depósito antes de que Chuck decidiera que teníamos que irnos. Lloré y lloré, pero no intenté detenerlo.
Dentro de la prisión, Clark supervisaba otro programa. Todos los supervivientes debían acudir para ser registrados. Se introducían el nombre y la información en una base de datos, se grababa el número del lote del barrio de chabolas y se llevaba a cabo una revisión médica rápida. Aquellos que lo deseaban podían quedarse y contar sus historias, que se grababan en cintas de audio. Parecía que todos querían.
—Seis días en mi oficina, y después se cortó el agua corriente. Tenía hambre y sabía que no podía pasar sin agua. Tenían tomado el aparcamiento, tocaban los coches, tocándolos sin más, como si estuvieran tratando de recordar para qué servían. Sabía que tenía que intentarlo.
Una hilera de estrechas salas de interrogatorio ocupaba el espacio al otro lado del espejo unidireccional. En cada sala había un superviviente sentado con un entrevistador uniformado y hablaba a un micrófono. Las sillas eran incómodas, las salas muy pequeñas y deprimentes, diseñadas para los presos comunes. No parecía que le importara a ninguno de los supervivientes. Las experiencias que habían vivido eran tan traumáticas y colosales comparadas con la banal rutina de sus vidas anteriores que necesitaban sacarlas, necesitaban purgarse de lo que habían visto y ninguno se quejaba o daba por acabada la entrevista antes de tiempo.
—Estaba en una cabaña de pesca en el lago Mojave, yo y otros tres tipos… Ellos querían marcharse, ir a casa con sus familias. No podía negarme, aun cuando sabía que estábamos más seguros allí. Cargamos la camioneta, teníamos unos treinta kilos de pescado en el maletero embalado en hielo, supusimos que podríamos comérnoslos si no encontrábamos otra cosa. Dio igual. Estuve en el desierto dos días antes de que ese camión del Servicio de Inmigración me recogiera.
Querían que alguien los escuchara. Clark estaba contento de hacerles ese favor. Cuanta más información del mundo exterior pudiera reunir, mejor, por supuesto. Y al principio ése era su propósito: reunir información, datos en su forma más primitiva. Sin embargo, mientras escuchaba las entrevistas desde su refugio oculto en el edificio administrativo, descubrió que no podía huir. Necesitaba escuchar esas historias tanto como ellos necesitaban contarlas.
Necesitaba saber que sobrevivir era posible. Necesitaba saber que las personas que no eran soldados todavía tenían una oportunidad.
—Así que llegamos a esta ciudad, y Charles estaba bastante mal, paré y aparecieron perros por todas partes. Me refiero a manadas enteras, mmm, grupos, ¿sabe? Supongo que cuando la gente se marchó no podían llevarse a sus perros. Estaban por todas partes, sonriendo y meneando la cola, al principio estaba preocupada, pero eran tan monos… Aunque estaban hambrientos, se notaba. Intenté darles de comer, pero había demasiados. Encontré comida de perro en la tienda de comestibles. Dentro estaba totalmente a oscuras, pero supuse que era seguro. Si los perros estaban bien, corriendo por ahí, no podía haber gente muerta. Encontré la comida de perro, y estaba buscando un abrelatas cuando oí ese ruido. No era un grito, y tampoco eran ladridos. Vale, bueno, todos los perros estaban ladrando, siempre lo hacen. Pero el suyo era un sonido agradable, parecían contentos. Sin embargo ése era diferente. Los perros se estaban volviendo locos. Alguien estaba en peligro de verdad.
Clark acercó una silla y apoyó los codos en la barandilla que había delante del espejo. La chica que había en la sala tenía el cabello oscuro, largo y manchado de sangre. ¿Cómo demonios había sucedido eso, y por qué nadie la había llevado a la sala de duchas? Quizá había rechazado el ofrecimiento. Había visto comportamientos extraños en los supervivientes. Muchos dormían sentados en sillas, o en sus coches, demasiado acostumbrados a trasladarse continuamente como para volver a tumbarse otra vez. Algunos no usaban las instalaciones a menos que hubiera alguien vigilando la puerta. El infierno había descendido sobre ellos, y ellos habían aprendido a vivir en el infierno.
—Di la vuelta a la esquina y los perros estaban por todas partes, saltaban sin parar, mordiendo el aire, realmente alterados. Traté de calmarlos, pero había tantos. Después miré y vi que estaban alrededor de nuestro coche. La puerta de atrás estaba abierta y Charles… No sé en qué estaba pensando. Supongo que ellos, ya sabe, no piensan mucho. Tan sólo están hambrientos y merodean. Charles había intentado bajar del coche, pero se había enredado en el cinturón de seguridad. Los perros. —La chica se quedó callada durante un rato—. Los perros.