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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (22 page)

BOOK: Zombie Nation
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—Puto imbécil —dijo un soldado, y se cargó la boca para soltarle un escupitajo a Wylie. El sargento Horrocks se puso frente al soldado y lo miró hasta que él tragó visiblemente.

Clark se ajustó el gorro y se dio media vuelta.

—Sargento, por favor, encuentre un lugar para este civil en uno de los vehículos —ordenó por encima del llanto del bebé—. Y encuentre a alguien que se ocupe de esto. De este bebé. —No podía oírse pensar. Solo, se alejó caminando de los vehículos y se detuvo en el arcén de la carretera. Miró por encima de los pintorescos y altísimos edificios victorianos las cumbres cubiertas de nieve hasta que los músculos de su abdomen dejaron de latir bajo su camisa del uniforme. Había servido en dos guerras internacionales y en cerca de media docena de conflictos de pequeña escala, y nunca había logrado acostumbrarse a la sensación. Hasta entonces había creído que viviría la crisis actual sin que llegara a suceder. Los infectados tenían los dientes afilados y las manos largas, y él había visto cómo mataban, pero de algún modo había sido un revólver de cincuenta dólares lo que le había enseñado el miedo de verdad.

El convoy se puso en marcha de nuevo antes de que Clark estuviera listo para seguir. Observó pasar el HEMMT y dos vehículos del grupo de asalto. Luego la fila de minifurgonetas, camionetas y autobuses escolares; cualquier cosa que encontraran, cualquier civil que pudiera llevar a unas cuantas personas. El último de los vehículos del grupo de asalto cubría la seguridad a la cola. Clark saltó al compartimento de atrás y se sentó sobre la torreta, sintiéndose mejor a medida que el viento le daba en la cara.

El civil le había ordenado que fuera a un lugar fortificado y esperara. Clark había escogido Florence, el lugar mejor fortificado que conocía, y antes o después llegaría allí. Pero nunca antes de haber rescatado a cada superviviente que encontrara entre Denver y el correccional de máxima seguridad.

EE. UU. avanza hacia la ley marcial, los locos conspirativistas de todas partes se corren en los pantalones.

La fiscalía general pide poderes extraordinarios, bueno, ¿qué tiene eso de nuevo? Pero con el ejército al mando de prácticamente la mitad del Oeste de Estados Unidos y la seguridad de la circunvalación convirtiendo cada viaje a Starbucks en una divertidísima ronda de luz y color de «ponga nombre a esta pistola», está comenzando a parecer un asunto de verdad. Brr.
[Entrada de blog, wonkette.com, 09/04/05]

Nilla se sentó con las piernas colgando en una silla de mimbre casera, con las manos sobre la mesa. El hombre giró una última vez el abrelatas y puso una lata de carne envasada entre ellos. Parecía comida de gato.

—Mmm, ah, soy Jason Singletary. —Reveló una extensión de dientes marrones y horribles. Ella supuso que era una sonrisa o algo así.

—Nilla —dijo ella.

—Lo sé. —El hombre se apartó de la mesa y movió las manos delante de su cuerpo, tocándose los dedos como si estuviera contando—. Sé muchas cosas sobre ti. Creo que sé lo que te propones. Tenemos mucho que discutir.

Nilla frunció el ceño. Esto era un sinsentido. ¿Cómo podía saber su nombre? No lo había visto nunca. Al menos no después de morir y perder la memoria. Si él la hubiera conocido en vida, seguiría sin saber el nombre que había elegido para sí misma. Estaba mintiendo.

Pero por otra parte podía verla cuando era invisible, lo cual significaba que a lo mejor él tenía fuentes de información de las que ella no podía disponer fácilmente.

Ella pasó un dedo por la superficie de color pardo rojizo de la carne enlatada y lo limpió con la lengua. No podía negar que era sabrosa. Después de todo, en algún momento había sido la carne de un animal. Hundió una cuchara demasiado afilada que él le había dado y comenzó a comer.

—¿Por qué vives…? —comenzó a decir Nilla con la intención de preguntarle por qué vivía en un lugar tan desolado, pero él reaccionó como si le estuviera chillando al oído, alejándose de sus palabras con una mueca de dolor en el rostro, sujetándose la cabeza con ambas manos. Entró corriendo en la pequeña cocina de la casa y cogió un rollo de papel de aluminio con el que se envolvió la cabeza hasta que formó un tenso y reluciente casco.

—Perdona, ¿qué ha sido eso?

—Yo… iba… a preguntar —dijo Nilla, intentando pronunciar de forma suave y en voz baja las palabras— por qué vivías en este sitio tan remoto. En medio del desierto.

Él sonrió de nuevo.

—Nevada tiene la población menos numerosa de los cincuenta estados —le explicó él, recitando algo que había leído en un libro de la escuela a juzgar por cómo sonó—. Hay mucho menos parloteo. Lo llamo parloteo, como las transmisiones de fondo que se oyen en las radios, los radiooperadores las llaman parloteo.

Él dio un paso atrás y chocó con la pared de madera de su cabaña.

—Yo soy, bueno, psíquico.

—No, en serio —dijo Nilla, metiendo el dedo en la lata en busca de los últimos resquicios de carne del fondo. No recordaba habérsela comido, francamente, había sido tan rápido y…

Sí, en serio,
pensó ella, interrumpiendo su propio hilo de pensamientos.

Lo cual debería ser imposible, juzgó. A fin de cuentas nadie podía pensar dos cosas a la vez, y por lo tanto,
soy psíquico de verdad. Soy yo a quien oyes. Suena igual que tu voz interior.
El sonido era suave y como el del papel, apenas audible en su cabeza. Como él había dicho, sonaba exactamente igual que su propio monólogo interior. Como si estuviera hablando consigo misma.

Nilla lo miró fijamente, tratando de no pensar en nada.
Eso es imposible, me temo. Siempre estamos pensando en algo, por abstracto o banal que sea. La mente no se puede quedar quieta. Tiene que mantenerse en movimiento o muere. Como un tiburón. Los tiburones se asfixian si dejan de nadar.

—No hagas eso de nuevo —le dijo ella—. Es muy desconcertante.

—Imagínate cómo me siento —replicó él en voz alta. Levantó las manos para que viera cómo temblaban. Luego se agachó y más o menos se alejó de ella, como si no pudiera soportar mirarla—. Tengo este, todo este ruido en mi cabeza todo el tiempo, es, es, es… es muy difícil tenerte aquí. Lo siento, pero tenía que decirlo. Pensaba, bueno, que tal vez con el estado de tu memoria, quizá serías menos, oh, Dios, menos ruidosa, pero pero pero estás llena. Llena de preguntas. Llevo viviendo aquí mucho tiempo. Consigo todo lo que necesito por correo. Tú eres mi primera visitante en veinte años. —Mientras hablaba no dejaba de rascarse la piel de alrededor de los ojos y de la superficie de la nariz, como si algo del interior de su cabeza estuviera intentando salir. Nilla clavó la vista en sus manos y él las dejó caer a los lados.

Miró alrededor de la única estancia de la cabaña por primera vez de verdad, estudiando en serio cómo vivía Singletary. Vio su cama en una esquina, un jergón cubierto de revistas viejas y rotas y una caja de pañuelos de papel. Vio su cocina, una caja blanca oxidada que estaba muy apartada de las paredes. Encima vio las estanterías llenas de latas. Vio los botes naranjas, que sirven para pastillas en todas partes, esparcidos a la altura de los pies, alineados con orden al borde de la mesa, intercalados con la comida. Cogió uno y estudió la etiqueta:

TEGRETOL (Carbamazepina), 1600 mg.

Tomar tres veces al día con comida.

—Eso es para los, los, los ataques —tartamudeó él, quitándole el bote—. Tengo atún enlatado, ¿te gustaría comer eso?

—Sí —aceptó Nilla. Lo escudriñó mientras se movía por la zona de su casa que se podría considerar la cocina—. Supongo que eso explica cómo fuiste capaz de verme, incluso con mi aura oculta. ¿Eres así desde que naciste? —preguntó ella.

Sus hombros se tensaron mientras manipulaba el abrelatas.

—Sí, creo que sí. Veía… veía fantasmas a veces, cuando era pequeño. Todavía los veo. Empeoró mucho durante la pubertad. No podía soportarlo, sencillamente no podía… Me mandaron a hospitales, pero los medicamentos sólo… algo va muy mal en mi cerebro, lo sé. ¡Lo sé! Gotea. Gotea. No lo hace siempre. No siempre funciona, el papel de aluminio no siempre funciona… Lo siento tanto. Estoy tartamudeando, ¿verdad?

—Veías fantasmas —dijo Nilla.

—Sí. —Depositó una lata de atún delante de Nilla y ella se la volcó en la boca como si fuera un chupito de whisky. Engañó su hambre durante unos cuantos segundos, pero luego regresó con más fuerza que nunca.

Él prosiguió, con las manos aferradas al borde de la mesa.

—Gente muerta. Los recuerdos de la gente muerta se quedan atrapados aquí. En este mundo. Nada se olvida nunca, ¿entiendes?, es como, como una vibración, una vibración en una especie, de, bueno, de cadena, y sigue vibrando eternamente, aunque se suaviza con el tiempo ya sabes, como la cuerda de un violín, al puntear. Seguirá vibrando y aunque no la escuches, después de un rato, sigue… sigue…

Sabía que había abierto mucho los ojos. No podía evitarlo.

Él estaba diciendo que los recuerdos nunca se perdían del todo. Por ejemplo, los suyos.

No la miraba. Cogió una lata de carne de la estantería y le quitó la tapa. La dejó en la mesa delante de ella. Al ver que no la tocaba, la acercó un centímetro en su dirección. Ella levantó la cuchara.

—No —dijo él, respondiendo a la pregunta que ella no había formulado.

—¿Por qué no, maldita sea? ¿Por-qué-no-joder?

—No puedo devolverte la memoria porque no la he visto. No he visto tu fantasma, Nilla. —Se había tranquilizado considerablemente. Quizá él le tenía miedo y su miedo lo mantenía sereno—. Yo no… elijo. Vienen a mí sin más. Si todavía estuvieras viva, quizá podría ver tu fantasma o… tu memoria. Pero en ese caso no te haría falta recuperar la memoria. Y no estarías aquí.

La lata que tenía delante estaba vacía. Ni siquiera recordaba el sabor de la carne.

Él se sentó en el borde de la mesa.

—Hay cosas que es necesario que sepas. No has venido aquí accidentalmente. Yo mismo te he conducido hasta aquí.

Nilla colocó las manos sobre el regazo.

—Quizá si lo intentaras de verdad. O tan sólo estuvieras abierto a la posibilidad. Si me quedo aquí durante un tiempo, quizá mi fantasma venga. Tal vez venga a buscarme.

—No funciona de esa manera, y tenemos cosas más importantes de las que hablar —le dijo él, descartando la idea de un modo que hizo que la rabia bullera en su interior. ¿Qué podía ser más importante que recuperar sus recuerdos?—. Por favor, no tenemos mucho tiempo. Te he guiado hasta aquí introduciendo algunos pensamientos en tu cabeza, diciéndote que bajaras ese valle o evitaras esa otra carretera. Hay algo que debes saber, Nilla. Hay un hombre en las, las, montañas al este de aquí. He tocado su mente muchas veces. Ha hecho algo horrible. Algo realmente terrible, como, veo un fuego, un fuego que prenderá en llamas el mundo. Él sabe lo que ha hecho. Lo consume la culpa y… y… y…

—Limítate a contestarme, ¿de acuerdo? —lo interrumpió ella. Se puso en pie muy rápido, lo bastante como para haberse mareado si su sangre todavía pudiera moverse—. Si sabes tantas cosas sobre mí, mi nuevo nombre, que soy una no muerta, qué me gusta comer, ¿por qué no puedes mirar el interior de mi cabeza y averiguar quién soy de verdad?

—Te lo he dicho, no… Nilla, Nilla, tienes que, que… Ese hombre culpable, él. —Se estremeció violentamente y ella se preguntó si estaba a punto de tener convulsiones. Un bajo y mugiente sonido ascendió de su interior hasta el exterior. Ella podía oler su miedo, la adrenalina invadiendo su sudor, amarga, acre—. Tú, tú, tú…

—¡Cálmate! —Rodeó la mesa y lo agarró por los hombros. El hambre rugía en sus entrañas y ella realmente quería arrancarle el cuello, su energía dorada—. Ya sé que ahora doy miedo, sé que debe de ser monstruoso para ti, pero tienes que calmarte.

Le soltó asqueada cuando se le pusieron los ojos en blanco. Él cayó al suelo. Sentía el deseo de ayudarlo, de llevarlo a su cama, pero probablemente sólo se alteraría más. Había un montón de preguntas para las que necesitaba una respuesta, pero iba a tener que esperar a que se le pasara el ataque.

En una estantería encima de la cocina encontró una lata de sardinas que pensó que podría abrir incluso con los dedos entumecidos. Regresó a la mesa y se sentó, más que dispuesta a darle el tiempo que necesitara. En el suelo, cerca de sus pies, Jason Singletary gemía lastimeramente y se rodeaba con los brazos como si tuviera mucho, mucho frío.

JESÚS VENDRÁ para comerse tu pierna [Grafiti en un servicio de hombres en el restaurante Arby’s, Grand Rapids, MI, 08/04/05]

El correccional de máxima seguridad de Florence estaba en medio de una cuenca invadida por la maleza. En los campos que rodeaban la prisión no crecían los árboles, sólo había rocas y malas hierbas. No se permitía que nada ganara altura suficiente para ocultar a un fugitivo. La misma prisión era de poca altura en aquel agujero vacío, la mayor parte de su estructura estaba oculta bajo la tierra, como un animal enterrándose para protegerse de la amenaza del cielo azul. Las nubes pasaban rápidamente, empujadas por vientos que las deshacían en pedazos al llegar aullando desde las montañas.

Clark entró en la prisión de máxima seguridad a la cabeza de un convoy de sesenta vehículos. El lugar tenía un aspecto más espeluznante de lo que le habría gustado; los refugiados de las minifurgonetas y los camiones articulados ya habían pasado por un montón de cosas y le horrorizaba llevarlos a un sitio tan terrorífico, pero no había alternativa. Por lo que él sabía, la prisión podía ser el último emplazamiento seguro en un radio de quinientos kilómetros.

En su ausencia se había hecho un gran trabajo para reforzarlo contra el desastre imperante. Clark asintió complacido cuando vio los cambios efectuados mientras no estaba. Los presos habían sido evacuados y habían limpiado la prisión, los perros estaban otra vez controlando el perímetro, las puertas de acceso reforzadas y bien vigiladas. Los dominios de Desirée Sánchez, la Bolsa, habían sido trasladados al interior de una segunda hilera de alambradas, donde estarían a salvo.

Vikram Singh Nanda lo esperaba en la puerta principal de la prisión. Clark despidió al sargento Horrocks para que organizara a los soldados. Saludó a su viejo amigo con un breve abrazo. Algo repiqueteó contra las cremalleras de su uniforme y levantó la muñeca de Vikram para echar un vistazo. El comandante sij llevaba un brazalete de metal repujado en la muñeca izquierda. No era reglamentario, de ninguna de las maneras.

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