Read Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy Online
Authors: Eduardo Mendicutti
Tags: #Humor, #Erótico
—Tú verás —me dijo Dany, que no quería irritarme, pero tampoco privarse de la satisfacción de recordarme que, si estaba en aquel aprieto, era porque yo me había empeñado—. O te decides o ya podemos ir buscando un albergue de menos nivel.
Me decidí. En principio, nuestra intención fue acercarnos a Palencia, que era la población más cercana con empaque suficiente para que pudiéramos sacar dinero de un cajero automático y comprar ropa de mi talla en alguna buena tienda de confección de caballeros, pero por el camino fuimos a dar a un pueblo no muy grande aunque con todo lo que necesitábamos. Sólo había una oficina bancaria, pero tenía cajero y admitió sin rechistar mi tarjeta. En las afueras, pegada a la gasolinera, una tienda amplia y bien surtida, aunque decorada como la casa de una asistenta por horas admiradora ferviente de Ivana Trump, ofrecía no sólo a los habitantes del pueblo, sino a los de toda la comarca —estaba concurridísima—, cualquier cosa que una familia a la antigua pudiese necesitar. Todo estaba desordenadísimo, o quizás ordenado de una manera incomprensible para el forastero, pero nosotros íbamos a tiro hecho y preguntamos por ropa de hombre. Estaba al lado del mostrador de la charcutería y tuvimos que esperar a que el dependiente, un rubiales apenas metido en la treintena y con un cuerpo de minero australiano, despachara los avíos del cocido a una señora con un parche muy aparatoso en un ojo.
—Talla para usted no tenemos —dijo el dependiente desde lejos, señalando con la cabeza a Dany.
—Uy, no es para él —dije yo, y me fui al encuentro del rubiales soltándole un poco la rienda a mi feminidad, que tampoco era cosa de que aquel ejemplar tan reluciente sacara de mí una impresión equivocada, diera la voz en el pueblo de que allí había una tortillera muy jaquetona y salieran los mozos a la carretera a apedrearnos.
Improvisé una historia bastante convincente. Le expliqué que un hermano mío estaba de novicio en el santuario de San Juan de La jara desde hacía dos años y medio, pero que había tenido la desgracia de perder la vocación, quería salirse y necesitaba ropa de seglar, porque la que llevaba cuando entró en el convento ya no le servía. Se trataba, naturalmente, de comprarle una ropa muy discreta, porque el que hubiera perdido la vocación no significaba que quisiera dedicarse a la tonadilla, y yo estaba segura de que en aquel comercio tan apañado y tan surtido iba a encontrar lo que buscaba: un conjunto de chaqueta y pantalón en un gris lo más sufrido posible, un jersey de cuello alto y mejor negro que gris, más que nada para evitar la monotonía, un par de camisetas de algodón sin mezcla de fibra porque mi hermano bastante disgusto tenía con haberse quedado sin vocación y no había ninguna necesidad de que acabara con la piel escocida por lo alérgico que era a lo sintético, calcetines también de algodón y también negros o grises, y zapatos cómodos, mejor mocasines y desde luego negros, que no hay nada más feo que un hombre de gris o negro y con zapatos marrones.
—¿Tampoco le sirven a su hermano los zapatos? —preguntó, sin asomo de sarcasmo, el rubiales. Como muchos hombres con pinta de mineros australianos, en el fondo era un bendito.
Entonces se me ocurrió otra historia preciosa.
—Es que los zapatos que tienen ahí los monjes —le dije— son de la comunidad. Además, sirven para que los monjes hagan penitencia. Todas las noches, dejan los zapatos en la puerta de la celda, y el padre prior los cambia según Dios le da a entender. Por la mañana, cada uno tiene que ponerse el par que le haya tocado y soportar durante todo el día la incomodidad de unos zapatos que le están grandes o el martirio de unos zapatos que le vienen pequeños. A veces, claro, los zapatos son de su número y ese día descansan de penitencia.
—¿Y si al cabrón del prior le da por poner delante de una puerta un zapato de un número y otro de otro? —preguntó el rubiales, evidentemente convencido de que aquello, más que una penitencia, era una perrería.
—Eso me parece que sólo lo hace en cuaresma —dije yo—, cuando todos los monjes llevan zapatos de distinto número, porque no hay descanso de penitencia que valga.
El rubiales, muy impresionado por todas aquellas revelaciones, se puso a nuestra entera disposición y se esmeró con su mejor voluntad en encontrar lo que le había pedido. Claro que estaba el problema de la talla.
—Mi hermano es prácticamente igual que yo, parecidísimo de hechuras, aunque en hombre, como es lógico. Algo que me vaya bien a mí seguro que le sirve, aunque sea para salir del paso.
El rubiales me dedicó una mirada experta. Yo noté que se me hacía un nudo en la boca del estómago, porque hacía ya bastante tiempo que no me sentía mirada de aquel modo. Mis formas de mujer temblaron como tiembla un polluelo cuando sabe que están a punto de echarle mano. Rebecca, me dije, hay que ver lo frágil que eres todavía: basta con que un hombre te mire con ojos un poquito penetrantes para que se te derritan los fundamentos de la personalidad. Estremecida, me aconsejé a mí misma disimular y pensar en otra cosa. Después de todo, la mirada del rubiales era una mirada técnica, la mirada de un profesional, igual de seria y puntillosa que la mirada de un médico. Claro que al rubiales se le estaba poniendo una cara que parecía la de alguien a quien poco a poco empezaran a estrangular. Estaba visto que la mirada del rubiales empezaba a descubrir maravillas debajo de mi discretísimo vestuario de aquella mañana. Llevaba yo un blusón de color cobalto e inspiración mahometana, muy apropiado para calmar el fanatismo de un talibán, y una falda recta de cuadros pequeños en grises y azules; sobre los hombros, una rebeca granate que, en mi opinión, me daba un aire de catequista seglar muy delicado, capaz de confundir miradas impertinentes. El problema de la mirada del rubiales era precisamente que no se podía considerar una impertinencia. El rubiales miraba porque no tenía más remedio que hacerlo para calcular la talla de la ropa que queríamos comprarle, pero era la mirada de un experto y no tenía más remedio que descubrir la verdad: la mujer arrolladoramente sexy que una era. Menos mal que el rubiales era un profesional, así que no se entretuvo en el miramiento más de la cuenta, tragó saliva y dijo:
—Talla cincuenta y dos.
A todo esto, Dany se empeñaba en probarse unos chalecos bastante imaginativos, llenos de cremalleras por todas partes, pero de talla tan pequeña para él que no le pasaban del codo. De pronto, nada parecía tener ni pies ni cabeza. Yo andaba buscando una ropa de hombre que había aborrecido toda mi vida, porque vestirme con esa ropa era por lo visto el único modo de tener levitaciones en un entorno monástico de mucho nivel, y Dany se ofuscaba con prendas típicas de efebos esbeltos, como si esa ropa pudiese conseguir el milagro de que él dejase de ser el mastodonte que era. Nosotros queríamos ser profundos y elevados, pero algo tan de andar por casa como la ropa parecía de repente nuestra única tabla de salvación. Daba mucha lástima ver a Dany obcecado en seguir probándose aquellos chalecos que eran todos iguales y todos minúsculos para aquella explosión de musculatura, pero supongo que también daba mucha lástima verme a mí tratando de elegir entre todas las chaquetas, todos los pantalones, todos los jerséis de cuello alto y todas las camisas que el dependiente rubiasco iba amontonando sobre el mostrador. El dependiente volvió a mirarme con la aparente formalidad de un guardia civil de tráfico, pero yo sentí que me miraba por debajo de la ropa. Todo era muy dramático y muy raro: el dependiente intentaba verme vestida de hombre, y yo estoy segura de que lo único que conseguía era verme cada vez más mujer.
—Creo —dijo, sin conseguir controlar del todo la voz— que cualquiera de estas cosas puede servir. ¿Quiere usted probarse algo para hacerse una idea?
Naturalmente, le dije que ni loca. Y creo que se lo dije con demasiado ímpetu —como esos hombres que, cuando les preguntan si alguna vez llegarían a acostarse con otro hombre, arman una escandalera horrorosa y dicen a gritos que ni muertos—, se lo dije como intentando espantar de un empujón el antojo de vestirme de hombre otra vez. Allí estaba aquella ropa y ahora no me daba miedo, ni me daba rabia, ni me daba asco. Parecerá una locura, porque a mí misma me lo parecía, pero la pura verdad es que me daba hasta un poquito de morbo. Seguro que el rubiales estaba viéndome vestida con aquella ropa y se le estaban desbocando los caprichos entre las piernas. Dany no dejaba de coger y dejar chalecos, como si todos no fueran iguales ni de la misma talla. El rubiales dijo:
—Con una chaqueta de tres botones, que son las que se llevan ahora, todo el mundo está abrigado y elegante.
Lo dijo despacio, con la voz muy amortiguada y con mucha seriedad y mucho comedimiento. Lo dijo mirándome de una manera que yo noté que no estaba pensando «en todo el mundo», sino en alguien muy concreto y particular.
—Para que siente bien una chaqueta de tres botones —dije yo, tratando de mantenerme distanciada de aquella ropa— hay que ser un poco hundido de pecho. En cuanto el hombre tenga un poco desarrollados los pectorales, le cae como un tiro.
El rubiales, sin dejar de mirarme, se llevó despacito las manos a los pectorales, se los restregó un poco con una parsimonia que a mí se me antojó muy voluptuosa, y dijo:
—A mí de aquí no me falta. Y cuando me pongo una chaqueta así, no tengo ninguna queja.
Dany seguía a lo suyo, ahora se empeñaba en imaginarse dentro de unas sudaderas que le estarían pequeñas hasta a su ángel custodio. Yo no quería mirarle los pectorales al rubiales con demasiada atención, pero la verdad es que eran unos pectorales bastante graciosos y apetecibles; no eran desmesurados como los de Dany, pero sí apretaditos, respingones y con aspecto de ser muy cómodos si una apoyaba en ellos las sienes. El rubiales tampoco apartaba la vista de mi pechera.
—Hasta a usted —dijo, con las palabras un poco turbias por el esfuerzo que tenían que hacer para salirle por la boca— le sentaría bien una chaqueta de ésas.
Yo me turbé. En realidad, llevaba turbada casi una hora, pero ahora me turbé más porque de pronto me imaginaba desbocándole la lascivia a aquel mocetón colorado porque él me imaginaba vestida de hombre. Era como si la mirada del rubiales me llegase tan adentro que conseguía ver hasta lo que yo había dejado de ser, lo que yo no había sido nunca porque me había empeñado en no serlo ni parecerlo; me había plantado ya en su imaginación una chaqueta y me veía superpuesta al tío que pude haber sido, y aquello, vaya por Dios, lo ponía cachondo. Estaba clarísimo que se derretía de ganas de verme con una de aquellas chaquetas puesta. Era angustioso, pero le dije:
—No creo que diese el pego. No es por presumir, pero una es de pechera muy prominente, aunque no lo parezca.
Horrorizada, me di cuenta de que la frase me había salido en un tono muy sensual. O escapaba de allí lo antes posible, o todo lo que hubiera avanzado hasta entonces en mi propósito místico podía quedarse en agua de borrajas. Poco tenía que haber fraguado aún mi desarrollo espiritual, si la mirada de un hombre bastaba para ponerme en semejante aprieto. Cierto que no era una mirada corriente, que era una mirada llena de curvas y recovecos y se metía por donde yo me pensaba que ya no podía meterse mirada alguna, pero precisamente por eso me sabía en peligro, precisamente por eso tenía que alejarme de aquellos ojos tan retorcidos, tan morbosos, tan humanos, y buscar refugio en los dominios donde el Esposo todo lo ve sin necesidad de querer desnudarte con la forma en que te mira.
Me acomodé bien la rebeca, como si hubiera bajado de golpe la temperatura, y me volví para decirle a Dany que era hora de irnos. Aquello me sirvió para domesticar la sensualidad y recuperar el dominio de mí y la compostura. Expeditiva, le dije al rubiales:
—Me llevo ese pantalón, ese jersey, ese paquete con tres camisetas, cuatro pares de calcetines negros y esa camisa blanca por si acaso. Además de la chaqueta de tres botones, claro. Y no hace falta que se ponga ahora a buscar los zapatos, ya me las apañaré. Bueno, quiero decir que ya se las apañará mi hermano, naturalmente.
El rubiales dudó un momento. Pero una sabe cómo pararle los pies a cualquier botarate que se piense que, porque una es vistosa, todo el monte es orégano; de algo tenían que servir casi veinte años de farandulear, con lo que en ese mundillo hay que bregar para poner a cada uno en su sitio. De todos modos, el rubiales era un corderito en comparación con los lobazos que a una le han salido en la vida. Bajó los ojos, hizo una muequita de resignación que le quedó bastante simpática, inmediatamente recuperó la vena profesional, y se puso a meter en una bolsa, con mucho miramiento, todo lo que le había indicado. Es verdad que dejó la chaqueta para el final, y que, cuando la cogió para meterla en la bolsa, y antes de doblarla, tuvo un último arranque, como esa mejoría repentina que tienen los moribundos y que es la señal inconfundible de que ha llegado el final. Me miró otra vez a la cara, se le pusieron ojitos de mendigo, y me suplicó:
—Pruébesela, por favor.
Me conozco y sé que lo que no me saca un duro me lo saca, a poca cancha que yo le dé, un tierno. Por eso no me entretuve en contemplaciones. Le dije:
—¿Cuánto se debe?
El rubiales, por lo visto, estaba acostumbrado a perder. Sonrió, pero lo hizo como despistado, como si no se le ocurriera qué otra se podría hacer en aquel momento. Utilizó con mucha soltura una calculadora y dijo:
—Treinta mil quinientas. Le he hecho un diez por ciento de descuento.
A eso se le llama, creo yo, regodearse en la adversidad. En ese momento, además, llegó Dany con uno de los chalecos cuya talla al parecer estaba dispuesto a merecer algún día, y el rubiales también le descontó un diez por ciento. Yo me sentía a salvo. Dejé que Dany cogiese la bolsa, y era como ir desnuda, dispuesta a ponerme a solas, sin testigos que me sacaran de situación con sus ojos pordioseros, la ropa que viste el amigo cuando se expone al disfrute de la sublime mirada del Amado.
No me hizo falta volver la cabeza para saber que el rubiales estuvo mirándome desde la puerta de la tienda, con la vista nublada por la calentura de su imaginación, hasta que me metí en el coche.
Dormí mal. Yo había decidido que pasáramos la noche en un motel de carretera, a poco más de dos kilómetros del santuario, y que, como siempre, lo hiciéramos en habitaciones individuales. Pero esta vez no se trataba de que yo no molestase a Dany en su itinerario sobrenatural, sino de que ni él ni nadie asistiera a una mudanza de tanto alcance y tan gran hondura que me imaginaba que sería como efectivamente fue.