Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (8 page)

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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Si van a utilizarlo los dos —advirtió el padre Gregorio, con retintín—, es conveniente que compren uno para cada uno. Por razones sanitarias.

Y esta vez no tuve que hablar para que se me entendiese todo: si algún día me diese por utilizar aquello, no sería precisamente yo quien tendría que preocuparse por el estado de su salud.

 

Ni loca. Le dije a Dany que conmigo no contase para martirizarme el tipo a latigazos, que ni loca. Que bien estaba taparse las exuberancias y la gracia de las formas para no ir por ahí cacareando el poderío, que bien estaba sacrificar el vestuario que con tanto tino resaltaba todo lo mejor de mi figura y dejaba en un segundo plano lo que quizá dejase un poco que desear, para no armar la marimorena por donde pasáramos y porque una comprende que, en cuanto se arregla un poco, es la tentación en persona, y que yo estaba dispuesta a controlar los andares y el resto de la expresividad corporal, sin duda un poquito remarcados por tantos años de artisteo y de cuidado superexigente de la imagen, no digo yo que no, que a fin de cuentas eso hay que tomarlo como una deformación profesional, que, igual que los futbolistas acaban patilitris y los caballistas patizambos, nosotras, las artistas con mucho juego en el cuerpo serrano, acabamos con el contoneo y el contorno a lo mejor un poco más expresivos de lo normal, y no hay que tomarlo por descaro ni por indecencia, es casi más bien una secuela del oficio, pero vale, el impacto que provocas es el que es, de manera que bien está que una se arrebuje un poquito los lucimientos y los desparpajos en los movimientos y en las poses, pero de ahí a dejártelos desmadejados y en carne viva hay un abismo, Dany, hay un abismo. Eso le dije.

Y es que, durante los tres días y las tres noches que pasamos en la fonda que nos recomendó el padre Gregorio, Dany no paró de maltratarse el cuerpo a latigazos. Habíamos conseguido dos habitaciones, la una junto a la otra, aunque tuvimos que pagarlas a precio de habitación doble y de doble uso, porque los dueños dijeron que, si no, salían ellos perjudicados, y a Dany le faltó tiempo para estrenar el látigo de cuero, con piedrecitas que participaron en primera línea en la lapidación de san Esteban, que había comprado en la abadía. A mí se me ponía la carne de gallina. Al principio, por el sonido que yo escuchaba, me parecía que el látigo rebotaba contra los músculos de Dany, pero después era como si, a cada latigazo, las tiras de cuero y las piedrecitas blancas se le quedasen clavadas en la carne, y cada vez más dentro, y Dany cada vez tenía que tirar con más fuerza para arrancárselas, o al menos eso era lo que yo me imaginaba, y le dije a Dany que no me cabía en la cabeza, que un cuerpo como el suyo no era ningún pecado, que era una bendición de Dios, pero él me dijo que era una bendición del Holiday Gym, que había desperdiciado su vida durante mucho tiempo en la sala de musculación, que es verdad que había llegado a tener un cuerpo definidísimo, pero a cambio de descuidar por completo la alimentación de su alma, y que el resultado allí estaba, a la vista de todos, un físico apabullante que hablaba a gritos de su idolatría, que su cuerpo había sido durante demasiado tiempo el único dios al que había adorado y al que había ofrecido los sacrificios más increíbles, que sólo había vivido para engrandecerse los bíceps, los pectorales, los dorsales, los abdominales, y que la verdad era que aún tenía tentaciones de sentirse orgulloso de lo duros y lo bien formados que tenía los glúteos, y de lo marcadas que aún conservaba las piernas, y eso que el español es por genética de pierna poco agradecida con los ejercicios, pero que un entrenamiento tan intenso como equilibrado había hecho prodigios en sus extremidades inferiores, que tenía yo que haberle visto en sus buenos tiempos, cuando quedó segundo en la fase nacional de Mister Olimpia en talla media, que de haber sido sólo dos centímetros más bajo habría quedado campeón absoluto de la otra categoría, y que el que tuvo retuvo, que podía comprobarlo con mis propias manos, que él se metía ahora en un gimnasio y en tres días volvía a estar como en su mejor época, y eso que él había sido un niño más bien enclenque, que ya sabía que yo no me lo podía creer, un niño acomplejado, un niño que se avergonzaba de ser como era, una ramita de perejil, hasta que un día, con quince años, apretó los dientes, cogió todos sus ahorros, se fue a un gimnasio que había en su calle, se tragó las ganas de echarse a llorar cuando el monitor le dijo que seguramente le cundiría más si se dedicaba al baile español, y se puso a entrenar con un empuje y una perseverancia que entonces acabaron por ponerle como un toro, pero que ahora le pesan, ahora le remuerden la conciencia, ahora se arrepiente, ahora se desgarra cuando piensa que eligió el camino equivocado, el de cultivar su cuerpo en lugar de cultivar su espíritu, y que ojalá tuviese el mismo ímpetu y la misma tenacidad para conseguir que su cuerpo perdiese volumen, fibra, definición, apariencia, porque su cuerpo era una barrera que tenía que destruir, una coraza de la que tenía que librarse, una ofensa que tenía que lavar, una culpa por la que tenía que hacer penitencia, y no sabes lo bien que me siento cuando me doy latigazos, Rebecca, no sabes lo aliviado que me encuentro después y el gusto que da. Eso me dijo.

Durante los días que estuvimos en la fonda, llamábamos a la abadía a primera hora de la mañana, a primera hora de la tarde y a primera hora de la noche. El padre Gregorio, muy circunspecto, nos decía siempre que no había novedades, que don Rodrigo González de Aguirre no terminaba de morirse. Y cada vez que el padre Gregorio nos decía eso, yo colocaba a mi conciencia en un verdadero aprieto: me descubría de repente deseando que aquel señor se muriese de una vez, porque yo estaba convencida de que, si por fin podíamos alojarnos en la hospedería, a Dany se le pasaría un poco aquella manía de matarse a zurriagazos y, de paso, a mí dejaría de una vez de picarme la curiosidad. Claro que, si a mí me picaba la curiosidad era, sobre todo, porque Dany no paraba de jaleármela. Dany me decía que tenía que probar, que no podía imaginarme la diferencia que había entre poner tu carne mortal en cuarentena por el sistema más bien ligero de camuflarla un poco bajo una indumentaria nada favorecedora, que era lo que yo estaba haciendo, y darle su merecido sin contemplaciones, que era lo que hacía él, látigo en mano. Era, me dijo, para que lo entendiese, como podar un poco los matojos dañinos o arrancar de raíz la mala yerba. Y es que, cuando yo conseguía sacarle un rato de su habitación, dábamos un paseo por las afueras del pueblo, que sólo tenía de particular una tranquilidad un poco empalagosa, y entonces hablábamos. Yo le decía que a mí me pasaba lo contrario que a él, que yo estaba contentísima del fachón que había conseguido, que también a mí me había costado mucha fatiga y mucho ánimo y un dineral, que también yo era un chiquillo esmirriado y con unas ganas locas de ser de otra manera, y que es verdad que al principio mi cuerpo sólo cambió de una manera psicológica, quiero decir que bastaba con que me pusiera una blusita mona y una falda que me marcase bien la cintura y zapatos de tacón y un maquillaje juvenil y artístico al mismo tiempo y un peinado gracioso para que yo me sintiese dueña de un busto de anuncio de sostenes, de unas caderas de bailarina hawaiana, de una melena como la de la Rita Hayworth y hasta de un chochito como el de Grace Kelly, que me imaginaba yo que era lo más fino que podía haber en chochitos, y eso me daba bastante seguridad en mí misma, cosa que siempre se nota, sólo había que ver cómo se ponían de frenéticos los muchachitos de la Colonia cuando aparecíamos por allí la Débora, la Gina y yo, y los que no eran tan muchachitos, que se corrió la voz y había noches en que la Venta El Colorao estaba de bote en bote, pero de hombres solos, mocitos y casados, y nunca me olvidaré de la noche en que se presentó allí una gachí muy ordinaria pero con mucho de todo y todo en su sitio, en busca de su hombre, y no se puede contar la que se organizó, que la gachí acabó en pelota picada y preguntándole a gritos a su hombre si no tenía bastante con aquello, con todo lo que a ella le sobraba, que si era tan flojo y tenía tan poco aguante que se engollipaba con una hembra de verdad, y el hombre no sabía dónde meterse, y el caso es que era un jaco de muchos quilates, uno de esos miurazos de allí que salen altos y apretujados y con un color de mermelada de albaricoque que quita el sentido, pero la gachí también era mucha gachí, que hasta yo me quedé boquiabierta del pedazo de hembra que puede haber debajo de la bata de percal de cualquier maricari de barrio, y la verdad es que aquella noche yo me dije déjate de monsergas, bonita, que eso es lo que tú quieres para ti, ese poderío en las prendas de la mujer, aunque luego te refines, que desde luego mi intención era refinarme, pero la base es la base, y la necesidad es la necesidad, y la desesperación no se calma con cuatro figurines monísimos y un cargamento de pintura, eso sólo ayuda un poco al principio, pero después tú misma te pides más, y empiezas con las pastillitas, y con los apliques, y con la silicona, y empiezas a darle vueltas a la idea de la operación, y comprendes que es el único camino, y mientras tanto te esmeras en estar vistosa, así que yo también he hecho por mí misma muchos sacrificios, porque mi cuerpo era lo único que me podía salvar, y todo lo que le puse y todo lo que me gasté lo doy por bien empleado, y ésa es la diferencia, que yo no me arrepiento, que, si yo no hubiera hecho todo lo que hice, ahora estaría asfixiada, que yo no digo que la penitencia no tenga su parte positiva y que, mientras el cuerpo sufre, el alma lo agradece, pero mi cuerpo ha sido siempre mi mejor amigo, gracias a lo que ha ido cambiando y mejorando mi cuerpo yo me he sentido cada vez mejor, y sería un contradiós echarle ahora la culpa de no ser lo suficientemente espiritual o de no levitar lo suficientemente deprisa, sería un contradiós, Dany, avergonzarme ahora del cuerpo que tengo. Eso le decía.

Y el caso es que a Dany no se le notaba nada lo que se estaba machacando los músculos. Si yo me hubiese castigado con aquel látigo ni la décima parte de lo que se estaba castigando Dany, seguro que ahora estaría lisiada, y de querer perseverar en mi continuo afán de perfección tendría que contentarme con ser atleta paraolímpica, pero Dany, cuando salíamos a pasear por los alrededores del pueblo, andaba con el mismo garbo, se movía con el mismo empaque, tenía los mismos músculos reventones y, desde luego, no había quien se cruzara con él sin echarle una ojeada más o menos descarada, pero siempre glotona. Yo le dije que tenía mucha suerte, y que a fin de cuentas aquel cuerpo que tanto parecía estorbarle y humillarle de repente no había sido obstáculo para que tuviera éxtasis, que yo misma le había visto levitar con mis propios ojos, y él me dijo que seguramente yo le había visto levitar con los ojos del alma, y que en cualquier caso él quería sentir una ligereza mucho mayor y que para eso la mejor solución era cogerle aquella especie de tirria que él le estaba cogiendo a su cuerpo, y que sus razones tenía, porque con todos aquellos músculos él sólo había querido taparse, esconderse, parecer el que no era, y que, si toda esa energía que empleó en desfigurarse la hubiese empleado en admitirse y ponerse a merced del Esposo, seguro que ahora llevaría tiempo en un deliquio continuo, con un físico esbeltísimo, coronado de adelfas y con los ojos en blanco todo el tiempo, pero el lastre de su musculatura hacía que sus arrebatos fuesen ahora trabajosos, nada fluidos, y nada duraderos, y que me lo advertía porque yo aún estaba a tiempo de entrar en el castillo interior no sólo ligera de equipaje, sino también de curvas y de peso, y eso, Rebecca, a la hora de elevarte se nota una barbaridad. Eso me dijo.

Pero yo le dije, ya sin pizca de curiosidad por lo aliviado que según Dany se encontraba uno después de esmorecerse a latigazos y del gusto que daba, que a mí me había pasado lo contrario que a él: con aquel cuerpo yo había querido parecerme a lo que era. Así que ahora no iba a dar marcha atrás, ahora no iba a entrarme la psicopatía de pensar que lo que yo soy me estorba para llegar a lo más alto, ahora no iba a darle la razón a los que hubieran hecho cualquier cosa para que yo siguiera siendo siempre Jesús López Soler aunque me hubiese muerto de tristeza, ahora yo quería que mi cuerpo me acompañase, ahora yo quería que mi cuerpo estuviese conmigo y conmigo lo disfrutase cuando por fin me diese un parajismo como el que le dio una vez a santa Teresa, que estuvo sin sentido cuatro días, y cuando el sufrimiento se convierta en gozo, con multitudes de ángeles alrededor, y se levante en mi interior un vuelo, que no hay otra forma de explicarlo, y cuando en ese volar haya movimiento pero no haya ruido, y cuando me lleve a los brazos del Amado, entonces yo quiero tener este cuerpo a mi verita, y quiero que también él se sienta en la gloria, y quiero que dé gloria verlo, y quiero que él esté orgulloso de mí y que yo también esté orgullosa de él, y que, si el tiempo se le echa encima, no le entren remordimientos, que no se arrugue por dentro aunque se arrugue por fuera, porque este cuerpo me salvó y me permitió sentirme divina hasta cuando pudo y ahora yo no voy a martirizarlo a latigazos, Dany, ahora yo no voy a martirizarlo, le dije, como si fuera un estorbo. Ni loca.

 

Al amanecer del cuarto día, las campanas de San Esteban tocaron a duelo. Y era tal nuestra impaciencia que yo, en cuanto comprendí el significado de aquel tañido, me incorporé con los bríos de un soldado al toque de diana, pero Dany aún se dio más prisas porque, antes de que mis pies tocaran el suelo, ya estaba él golpeando con los nudillos la puerta de mi habitación.

—Por fin ha entregado su alma al Señor —dijo Dany, en cuanto abrí la puerta, y pude ver que ya estaba completamente vestido.

Después me confesaría que, durante todo el tiempo que habíamos permanecido en la fonda, sólo se había quitado la ropa el tiempo imprescindible para lavarse someramente lo más necesario y para mudarse deprisa y corriendo, porque no pudo ni por un momento librarse del agobio que sentía al imaginarse llegando tarde a algún sitio muy selecto y reservado —y no estaba nada seguro de que fuese la abadía— y perdiendo algún deleite extraordinario que tampoco era capaz de precisar.

Yo, en cambio, tuve que tomarme mi tiempo para no aparecer en el funeral de don Rodrigo González de Aguirre hecha un fantoche. Para colmo, me encontré en una disyuntiva. Por un lado, me parecía apropiado y convincente acudir de negro riguroso, porque a fin de cuentas se trataba de un oficio de difuntos, pero por otra parte, y teniendo en cuenta que aquel muerto no era de mi familia, un luto demasiado estricto podía ser excesivo e incluso mosqueante para los allegados en general, y para la viuda, si la tenía, en particular. Si me presentaba de negro cerrado de la cabeza a los pies, corría el riesgo de que todo el mundo pensase que yo era la querindonga secreta de aquel corpore insepulto.

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