Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (15 page)

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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Y ese cutis tan fino que tiene, ¿es natural o se lo cuida mucho? —me había preguntado veinticuatro horas antes, con sincero interés y un poco de apuro, el fraile recepcionista del turno de mañana.

El fraile recepcionista era un bendito. Calculé que no había cumplido los treinta años, y si los había cumplido no los aparentaba en absoluto. Era bajito, se veía que controlaba a duras penas una mortificante tendencia a engordar y tenía ojos muy inocentes o muy superficiales, que tengo yo comprobado que muchas veces es lo mismo. Nos vio entrar cargados con el equipaje, porque el mostrador de recepción está frente por frente de la puerta principal del albergue, y como es natural la vista se le enredó mucho tiempo en el corpachón de Dany, porque incluso para ojos desconfiados y penetrantes el corpachón de Dany es un entretenimiento. Eso me benefició. Porque cuando el fraile recepcionista me miró a mí ya me tenía pegada al mostrador, con lo que no tuvo ocasión de juzgar mis andares, que es verdad que yo me había esforzado una barbaridad para que fueran muy viriles, que Dany me había aconsejado que caminara con las piernas abiertas y balanceando un poco los hombros —aunque luego consideró que mejor me olvidase de lo de los hombros, que me quedaba igual que a la Claudia Schiffer—, pero no estaba yo nada segura de dar el pego, para qué mentir, máxime si se tiene en cuenta que seguía llevando mis zapatos de medio tacón, tapados por los bajos tan larguísimos de los pantalones, es cierto, pero con una comprensible querencia a transmitir gracia femenina al ejercicio de caminar. Ser un hombre si te estás quietecita resulta relativamente fácil, pero si te mueves ya es otro cantar. Por eso tuve suerte de que el fraile recepcionista quedase admirado del volumen, la densidad y la definición muscular de Dany, y de que, cuando me vio, yo estuviese ya inmóvil, apoyada en el mostrador de recepción como si fuese el mostrador de una taberna portuaria, muy macha. Ante eso, era lógico que lo que más le llamase la atención fuera lo terso y lo muy hidratado que yo tenía el cutis.

—Vida sana —le dije, con esa voz de hombre que puedes disimular, pero que nunca se quita. Luego tuve que hacer un esfuerzo para no hacer un gesto muy mío, pero poco varonil: chuparme los cachetes y marcar pómulos.

—Aquí, tener un cutis como ése es una utopía —dijo el fraile recepcionista, con sana envidia—. La comida es saludable y no está permitido ni fumar ni beber, pero los inviernos son demasiado fríos, catastróficos para la piel.

—Hay ejercicios faciales que ayudan muchísimo —le dije, procurando mantenerme muy hombre—. Avivan la circulación, mantienen tirantes los músculos y relajan los poros. Y el agua fría, siempre que no se usen jabones baratos, es básica para un buen cutis.

Pero ahora, veinticuatro horas después, el cutis me picaba. Primero fue como un hormigueo muy parecido al que se siente cuando se te duerme un brazo o una pierna, de manera que, durante un rato, preferí no darle importancia. Sin quitarme el albornoz —porque si yo tenía que parecer un hombre delante de los demás, mejor que no me viese demasiado a mí misma con mis formas al aire, por si no viéndome conseguía olvidarme de mi cascarón corporal—, me enfundé un short unisex que siempre me ha estado comodísimo para mis evoluciones gimnásticas y, después, con mucha rapidez y casi con los ojos cerrados, me desprendí del abrigo de baño y me puse una sudadera sobria y apagada de color que lo mismo podía servirle a una mujer práctica que a un chico sensible. A continuación, y metiendo las manos por debajo de la sudadera, procedí a momificarme los pechos con la sábana que había hecho tiras en el motel, en una operación que me resultó tan dificultosa que a punto estuve de sufrir un descoyuntamiento de brazos, pero que no llegó a hacerse eterna gracias a la maña que siempre me he dado para el camuflaje y el contorsionismo, dos habilidades que he tenido que practicar, por dentro y por fuera, durante toda mi vida. El resultado fue ideal: un tórax que, a simple vista, no tenía nada que envidiarle al del protagonista de una película de romanos. Pero entonces el hormigueo de la cara se me emberrenchinó bastante y, alarmada, corrí a mirarme en el espejo del cuarto de baño.

No vi yo que tuviese en la cara nada de particular. El descanso le había sentado bien a mi cutis, y un buen tónico, una buena crema limpiadora y un compuesto hidratante nuevo en el mercado y recomendado por un montón de artistas de cine también aportaron sus cualidades para que la piel de mi cara conservase la lisura y flexibilidad que tanto habían impresionado, el día anterior, al fraile recepcionista. Es verdad que, por la noche, a la hora de acostarme, me asaltó una duda con todo el aspecto de convertirse en lacerante sobre si debía o no aplicarme los cosméticos básicos —los de coloratura estaba claro que no, y de hecho me los había dejado en casa, para no caer en la tentación de aplicármelos ni sonámbula—, porque a fin de cuentas la cosmética de mantenimiento tiene mucho de higiene personal e incluso de prevención sanitaria y utilizarla con esa intención no puede ser dañino para el protagonismo absoluto que, cuando se emprende el camino del santoral, debe adquirir el alma. La duda se resolvió, pues, a favor de la cosmética, y lo hizo en un tiempo récord para la lata que dan, en general, este tipo de profundas vacilaciones: a las nueve en punto estaba en la cama, con mi cara embadurnadísima, y convencida de que una virilidad de tipo místico no está para nada reñida con el cuidado del cutis. Pero el cutis —si no por la parte de fuera, sí por la parte de dentro— me picaba.

Salí a la terraza por ver si el aire matutino me calmaba un poco aquel picor. El cielo conservaba algunos deshilaches rosados supervivientes del amanecer. Vi que algunos huéspedes del albergue, todos hombres y todos de muy buen ver, trotaban por las lomas y vaguadas de los alrededores del santuario, con la agilidad que no sólo proporciona un cuerpo entrenado sino una conciencia limpia, y con ropa deportiva muy sugerente. Respiré hondo. Levanté la cara todo lo que pude, sin duda con el propósito de ventilarla y liberarla de aquel cosquilleo tan mortificante. Pero el picor seguía ahí, como un castigo, y por un momento pensé que a lo mejor un cutis de hombre, por místico que sea, soporta mal hasta la cosmética más básica. Miré el reloj. Eran las ocho y, o me daba prisa, o me quedaba sin desayunar.

Hice una primera tanda de flexiones de piernas. El picor creció. Hice una segunda tanda y aquello ya no era un picor, aquello era un hervidero de pellizcos que tenía que estar dejándome el cutis más soliviantado que el Kurdistán. Corrí de nuevo a mirarme en el espejo del cuarto de baño. Nada. El cutis lo tenía un poco encendido, pero sólo como consecuencia de las dos tandas de flexiones de piernas, no había síntomas visibles de intoxicación, alergia o infección cutánea. La temperatura, contando con el pequeño sofoco causado por la gimnasia, también era normal. La única explicación era que, por alguna razón o sin razón ninguna, me estuviera cambiando de un modo traumático el metabolismo.

Me vestí procurando que la prisa no fuera sinónimo de descuido. Había decidido dejar la ducha para después del desayuno, así que me limité a refrescarme la cara con el agua helada que salía del grifo del lavabo, pero el picor no se calmó. En lugar del jersey de cuello alto me puse una de las dos camisas que le compré al rubiales de la tienda polivalente de al lado de la carretera, pues consideré que la lana, por pura que fuese, podía contribuir a que aumentase la misteriosa irritación cutánea que me afligía. De cintura para abajo, el pantalón seguía dándome un aspecto muy honesto y, a mis propios ojos, nada tentador, lo que quizá fuera insignificante en un lugar donde no había más que hombres. La chaqueta de tres botones tomaba sobre la camisa un aspecto más informal e imaginativo que sobre el jersey, naturalmente porque la camisa —blanca, y de vestir, pero con el cuello abierto y sin corbata— combinaba peor. Los zapatos de medio tacón me obligaban a andar con cierta parsimonia, tanto para poder hacerlo con las piernas abiertas como para que un taconeo demasiado vivo no acabara llevándome a cimbrearme de una forma nada viril. Sin duda iba demasiado vestido para las siete y media de la mañana, pero mi equipo de hombre se limitaba a aquellas cuatro prendas y, aunque no tendría más remedio que ampliar el vestuario si nuestra estancia en San Juan de La Jara se prolongaba, de momento confiaba en no desentonar de un modo insoportable.

Sin embargo, enseguida comprobé que nadie iba ni la mitad de ceremoniosamente vestido que yo. Todos los huéspedes con los que me crucé en el pasillo, en la escalera, en el vestíbulo del albergue, además de ser homenajes vivientes a nuestro Señor por lo macizos que estaban y lo atractivos que eran, llevaban ropa y calzado deportivos, y la mayoría de ellos enseñaba sin falsos pudores unos muslos de mucha consistencia y unos brazos que, en circunstancias normales y con mi feminidad sin domesticar, me habrían quitado el sentido. El fraile recepcionista del turno de mañana, que estaba, muy aplicado, detrás de su mostrador, vestía una especie de chándal de confección a todas luces casera, y, con él, la tendencia a engordar del servicial religioso resultaba mucho menos controlada de lo que yo consideré la primera vez que le vi. El fraile recepcionista sonrió con lo que yo juzgué un alarde de caridad cristiana y, con la voz algo empalagada por la amabilidad, me dijo:

—Va muy elegante esta mañana. Y tiene la cara muy fresca, señal de que ha dormido con la conciencia tranquila.

Procuré sonreír con timidez y, de paso, me llevé las manos a las mejillas. Me las encontré tan lisas, suaves e hidratadas que, aunque el picor seguía, parecía evidente que la barba seguía sin aparecer. A lo mejor podía hablarse de una barba interior. El sentido común y el estómago me aconsejaban dirigirme sin demora a desayunar, pero Dany entró en aquel momento por la puerta que comunicaba con las instalaciones deportivas —gimnasio, sauna, pista de tenis, canchas de baloncesto y voleibol…— y venía charlando animadamente con un veinteañero de anuncio de colonia para hombre, ambos sudorosos, ambos en camiseta suelta de tirantes y en exiguas y holgadas calzonas de competición, y cuando Dany se cruzó conmigo, sin tener el detalle de presentarme al dechado de perfecciones físicas que le acompañaba, me espetó:

—Pareces un oficinista.

El dechado de perfecciones físicas tuvo la malage de reírle la gracia y Dany, derritiéndose de gusto, extendió la mano derecha abierta y el otro le dio, muy juguetón, una palmada.

De buena gana me habría quedado un rato mirando de pies a cabeza al dechado de perfecciones físicas, pero ocurrieron tres cosas al mismo tiempo: Dany le pasó un brazo por los hombros al dechado de perfecciones y dejó claro que el cielo lo había puesto en su camino para alcanzar juntos la mayor elevación; el picor del cutis dio un salto cualitativo y se convirtió en un sarpullido de pequeños estallidos que no sé por qué me llevó a pensar en un rosal en floración; y empecé a notar una inquietud nueva, pero ésta en las ingles. Corrí a los servicios de caballeros. Me miré en el espejo. Nada. Mi cutis seguía teniendo un aspecto modélico, sobre todo si se tenía en cuenta mi edad. No había ni rastro de barba.

Después, en el refectorio de huéspedes, uno de los jóvenes y diligentes frailes que ejercían la obediencia y la humildad sirviendo como camareros me advirtió que tenía menos de diez minutos para desayunar. Apenas tuve tiempo de tomarme un café bebido y volver a toda prisa a la habitación, decidido a desfogarme un poco en la piscina, en la bicicleta fija que seguramente había en el gimnasio o, mejor aún, trotando como un hombre por los alrededores del santuario. Claro que nada de eso podía hacerlo vestido como un jefe de negociado. Así que decidí arriesgarme y me embutí de nuevo dentro de mi short unisex —tan ceñido que, si no me delataba, no debería preocuparme más por lo que sabía de mí, y bien haría en abandonarme confiadamente en lo que vieran en mí los ojos de los otros— y en la sudadera que con tanto acierto contribuía, por encima de las vendas, a que mi pechera aparentase un tórax, y salí, ¡oh dichosa ventura!, como debe el amigo salir en busca del Amado: con espíritu deportivo y unas ganas tremendas de practicar la camaradería y la compenetración viril.

Cual gacela macho, trisqué por veredas, salvé peñascos, corté camino entre matorrales, me asomé a barrancos, recorrí lomas y vadeé montaraces riachuelos. Hacía un día precioso, con el cielo muy azul, el sol muy radiante, el aire frío, muy limpio. El picor del cutis se iba apaciguando poco a poco, o quizá yo, con el ejercicio, iba dejando de reparar en él de manera obsesiva. Me crucé con otros huéspedes del albergue, todos ellos dedicados también a la emocionante labor de prepararle al alma un aposento confortable gracias al esfuerzo físico, el desahogo biológico y honesto al aire libre y una dieta sana y equilibrada. Casi todos, cuando me tenían enfrente, me miraban el tórax o la entrepierna y algunos, especialmente rápidos de pupila, las dos cosas, una detrás de otra. Uno de los corredores, no demasiado joven aunque sí admirablemente conservado, fue aminorando la marcha cuando me tuvo a unos doscientos metros, y yo mismo, encontrándome cansado después de tanta brega exclusivamente corporal, frené mis piernas y de ese modo, sin que mediara premeditación, nos encontramos al poco tiempo caminando el uno junto al otro, de vuelta al albergue.

—La naturaleza ha sido generosa con usted —me dijo él—. Tiene un cuerpo estupendo, y una cara muy moderna, pero con fondo clásico.

Hice un esfuerzo para no ruborizarme, porque de pronto me pareció que eso de ruborizarse no resultaba demasiado viril, pero mis esfuerzos fueron inútiles y enrojecí hasta las pestañas. Comprendí que la virilidad y el rubor no son incompatibles cuando él me dijo:

—Tengo comprobado que a los hombres de verdad les dan un apuro tremendo los piropos. No es fácil encontrar hombres de verdad hoy día.

—Yo creo —dije, con gran modestia— que hay que ser un hombre de verdad para aparcar las pompas y las obras mundanales, retirarse a un lugar como éste y buscar con denuedo, de amigo a amigo, la unión con el Amado. Esto me parece que está lleno de hombres así.

—La verdad —dijo él, muy decidido—, no creo que ninguno pueda comparársele.

Yo hice un gesto que quería decir quite, por Dios, qué cosas tiene, pero puse todo de mi parte para que me saliera muy masculino. Habíamos llegado al complejo deportivo del santuario, intramuros, y la visión era realmente encantadora: varones de todas las edades y, cada uno en su estilo, de gran prestancia y armonía física rivalizaban en la práctica del deporte y, por consiguiente, en alcanzar el estado ideal para que el Amado les acogiese con gusto en el castillo donde todos los dones y todas las satisfacciones de la amistad sin cortapisas tienen asiento. Algunos jugaban a pelota en grupos enfrentados o de dos en dos, otros se ayudaban por parejas en meritorios deberes gimnásticos, quiénes se esmeraban en concentrada soledad por levantar pesos descomunales o alcanzar distancias cada vez mayores con artefactos oscuros y plomizos, quiénes ejecutaban cabriolas y vuelos inverosímiles, bien directamente sobre el suelo, bien encaramados a aparatos nada complacientes. Era mediodía. Sonó una campana, ligera y optimista, convocando al rezo del Angelus.

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