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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (65 page)

BOOK: Yo mato
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El ascensor se había puesto en movimiento de arriba hacia abajo. La mente de Pierrot ya lo había hecho hacía tiempo, a su manera un poco casual, con una lógica que de algún modo, a su modo, seguía un recorrido enteramente lineal.

Había tomado una decisión, según un razonamiento irrebatible.

¿Jean-Loup no podía ir a él? Entonces él iría a Jean-Loup.

Había estado muchas veces en su casa, y su amigo le había dicho que, en un lugar secreto que solo conocían ellos dos, tenía una llave de repuesto para entrar. Estaba pegada con silicona bajo el buzón, del lado interior de la verja. Pierrot no sabía qué era la silicona, pero sabía muy bien qué era un buzón. También él y su madre tenían uno, en la casa de Mentón, y no era una casa bonita como la de Jean-Loup.

Cuando llegó al archivo, dejó la pila de discos sobre una mesa. Por primera vez desde que trabajaba en Radio Montecarlo, no los guardó de inmediato en su lugar.

Allí, en el salón, tenía su mochila Invicta, que le había regalado precisamente Jean-Loup. Dentro había puesto un poco de pan y un tarro de Nutella que aquella mañana había cogido de la cocina de su casa. No tenía vino «il Moscato», pero había cogido en cambio una lata de Coca-Cola y una de Schweppes; pensaba que quizá servirían igual. Si su amigo estaba escondido en alguna parte de la casa, cuando oyera que era él quien le llamaba sin duda saldría. Por otra parte, ¿quién más podía ser? Solo ellos dos sabían dónde estaba la llave secreta. Pasarían un rato juntos, comerían el chocolate, beberían la Coca-Cola y, si podía, esta vez él le diría a Jean-Loup cosas para hacerle reír, aunque no pudiera llevarle a Niza a ver los cachorros que jugaban tras los escaparates.

Si Jean-Loup no se hallaba allí, en su casa, tendría que cuidar sus discos, esos negros, de vinilo. Debía limpiarlos, impedir que las cubiertas cogieran humedad, ponerlos en fila de la manera correcta para evitar que se doblaran; de lo contrario, cuando él volviera, estarían todos estropeados. Debía ser él quien se ocupara de las cosas de su amigo; de lo contrario, ¿qué clase de amigo era?

Cuando el ascensor volvió a la planta baja, Pierrot sonreía.

Besson —un mecánico del representante de motores de barco que ocupaba la planta de abajo del edificio de la radio—, que estaba esperando, abrió la puerta. Se lo encontró de golpe ante él, de pie en el ascensor, con el pelo despeinado que sobresalía por encima de la pila de CD que llevaba en los brazos.

Al ver su sonrisa, sonrió también él.

—Hola, Pierrot, pareces la persona más atareada de todo Montecarlo. Si fuera tú, pediría un aumento de sueldo.

El muchacho no tenía la menor idea de cómo se hacía para pedir un aumento de sueldo. En todo caso, en aquel momento eso se encontraba a miles de kilómetros de sus intereses.

—Sí, mañana lo hago... —respondió, evasivo.

Besson, antes de subir al ascensor, le abrió la puerta de la izquierda, que llevaba al archivo.

—Cuidado con la escalera —dijo mientras le encendía la luz.

Pierrot hizo una de sus habituales señas con la cabeza y comenzó a bajar los escalones. Cuando llegó delante de la puerta del archivo, empujó con el pie la hoja que había dejado abierta. Dejó su carga sobre la mesa apoyada en la pared, frente a la fila de estantes llenos de discos y CD. Por primera vez desde que trabajaba en Radio Montecarlo, no puso inmediatamente en su lugar los CD que había traído.

Cogió su mochila y se la puso en los hombros, con el movimiento fácil que le había enseñado su amigo Jean-Loup. Apagó la luz y cerró la puerta con llave, como hacía todas las tardes antes de volver a su casa.

Solo que ahora no iba a su casa. Subió la escalera y se encontró en la entrada del edificio, el largo pasillo que terminaba en una puerta de cristal. Allí, del otro lado de la puerta, estaba el puerto, la ciudad, el mundo. Y, escondido en alguna parte, estaba su amigo, que lo necesitaba.

Por primera vez en su vida, Pierrot hizo algo que nunca había hecho.

Empujó las hojas de la puerta de cristal, dio un paso y salió a enfrentarse al mundo él solo.

57

Frank, sentado en el Mégane, en la explanada frente a la casa de Jean-Loup Verdier, esperaba. Como hacía bastante calor, había dejado el motor encendido para mantener en funcionamiento el aire acondicionado del coche. Mientras aguardaba a que llegaran Morelli y los hombres enviados por Roncaille, no podía dejar de mirar continuamente el reloj.

La imagen de Nathan Parker y su grupo disponiéndose a partir en el aeropuerto de Niza no abandonaba su cabeza, veía al general, impaciente, sentado en un sillón con Helena y Stuart, y a Ryan Mosse encargándose de los trámites del embarque. Luego, la figura maciza de Froben, o alguien en su nombre, que se acercaba a anunciar al viejo militar que había algunos obstáculos y que de momento debía postergar su viaje. No conseguía imaginar qué excusa habría inventado Froben para obtener ese resultado, pero sí imaginaba, y muy bien, la reacción del viejo. No habría querido encontrarse en el pellejo de su amigo comisario.

El absurdo de aquel pensamiento totalmente involuntario, fruto de una frase corriente, le hizo sonreír.

En realidad eso era exactamente lo que habría querido.

Le habría gustado estar en el aeropuerto de Niza en aquel momento, y hacer en persona lo que había pedido como favor a Froben. Habría deseado llevar aparte al general Nathan Parker y decirle al fin lo que quería decirle. Mejor dicho: lo que deseaba ardientemente decirle. Y sin necesidad de inventar nada; se limitaría solo a aclarar algunas cosas...

En cambio, se encontraba allí, viendo pasar el tiempo, mirando el reloj cada treinta segundos con la impresión de que hubieran transcurrido treinta minutos.

Se esforzó por apartar aquellos pensamientos de la cabeza. Acudió a su mente Roncaille. Ese era otro asunto. Era otro obstáculo. Con comprensibles dudas, el valiente director debía de haber movilizado a sus hombres. Frank le había hablado con tono categórico durante la llamada, pero había expresado una certeza que estaba muy lejos de poseer. No tenía el coraje de confesarse, ni siquiera a sí mismo, que, más que una especie de farol, la suya había sido una apuesta, y muy arriesgada, además. Cualquier apostador le habría dado treinta a uno sin pensarlo demasiado. En realidad, no tenía la absoluta seguridad de conocer el escondite de Ninguno; no era más que una razonable suposición. El porcentaje del noventa y nueve por ciento que había declarado al jefe de la policía era una considerable sobre valoración. Si su hipótesis no era acertada, las consecuencias no serían demasiado terribles, aparte del enésimo fracaso. Nada cambiaría respecto de la posición en que se encontraban ahora. Ninguno seguiría oculto, nada más. Ocurriría, simplemente, que el poco prestigio de que aún gozaba Frank Ottobre se reduciría de forma considerable, y las consecuencias podían ser deplorables. Roncaille y Durand tendrían entonces en la mano un arma cargada por él mismo, para hacer ver al representante del gobierno estadounidense que el hombre del FBI no era digno de confianza ni de continuar al frente de la investigación, a pesar del indudable mérito de haber descubierto la identidad del asesino. Además, su declaración pública acerca de los méritos del comisario Nicolás Hulot podía tener un efecto bumerán. Le parecía oír la voz y el tono indiferente de Durand mientras le decía a Dwight Stone que, en el fondo, si Frank Ottobre había llegado a aquel resultado, no era del todo mérito suyo...

Por otro lado, si su suposición resultaba exacta, todo terminaría de forma gloriosa. Él correría al aeropuerto de Niza a poner en orden sus asuntos personales, rodeado de un halo de leyenda. No era que la gloria le interesara demasiado, pero todo lo que pudiera ayudarle a ajustar las cuentas con Nathan Parker era más que bienvenido.

Al fin vio surgir por la curva de más abajo el primer coche patrulla. Esta vez llegaron sin hacerse preceder por el sonido de las sirenas, como Frank había recomendado a Morelli en su conversación por el móvil. Observó que habían reforzado considerablemente la unidad de intervención especial; era mucho más numerosa que la primera vez que habían subido hasta allí a intentar capturar a Jean-Loup. Veía seis coches llenos de agentes, además del habitual furgón azul de cristales oscuros. Cuando se abrieron las puertas posteriores del furgón, bajaron dieciséis hombres, en vez de doce. Con seguridad otros agentes ya se habían colocado más abajo, a fin de impedir cualquier posible intento de fuga a través del jardín delantero de la casa.

Un coche se detuvo, bajaron dos policías y partió, para ir a establecer un puesto de control más arriba, en el tramo de calle que subía hacia la autopista. Ya habían realizado el mismo procedimiento más abajo.

Frank sonrió a pesar suyo. Roncaille no quería correr riesgos. La facilidad con que Jean-Loup se había desembarazado de aquellos tres policías le había abierto definitivamente los ojos, si aún había necesidad de ello, en cuanto a su peligrosidad.

Casi al mismo tiempo llegaron también un par de coches de la comisaría de Mentón, con siete agentes armados hasta los dientes, a las órdenes del comisario Roberts. El motivo de su presencia era obvio: la omnipresente colaboración de la Süreté Publique de Montecarlo con la policía francesa.

Frank bajó del coche. Mientras los hombres aguardaban órdenes, Roberts y Morelli se dirigieron a él.

—¿Qué sucede, Frank? Espero que me lo digas tarde o temprano. Roncaille nos ha ordenado que viniéramos al galope con el equipo de combate, pero no ha querido explicarnos nada. Parecía muy nervioso y...

Frank lo interrumpió con un gesto de la mano e indicó la verja y el techo de la casa, semiescondido entre la vegetación y los cipreses que despuntaban como dedos de la masa de matas. Evitó todo preámbulo.

—Está aquí, Claude. Si no me he equivocado, hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que Jean-Loup Verdier haya estado escondido en su casa desde el comienzo.

Frank se aseguró de dar al inspector y a los demás el mismo porcentaje de probabilidad del que había alardeado ante Roncaille. No creyó oportuno rectificar ahora.

Morelli se rascó el mentón con el índice de la mano izquierda, como hacía a menudo cuando estaba perplejo. Y en este caso lo estaba bastante.

—¿Y dónde, por Dios santo? ¡Hemos registrado de arriba abajo toda esta maldita casa! No hemos dejado ni un agujero sin mirar.

—Llama a los hombres y diles que se acerquen.

Si Morelli estaba desconcertado, nada dijo. Roberts, con su flema habitual, observaba la evolución de los hechos. Cuando todos los hombres se hubieron colocado en semicírculo frente a él, Frank habló destacando las palabras como si, a pesar de hablar un francés casi perfecto, sin acento, no se fiara del todo al exponer los hechos en un idioma que no era el suyo. Parecía el entrenador de un equipo de baloncesto dando instrucciones tácticas a sus jugadores durante el tiempo muerto.

—Escuchadme bien, muchachos. He hablado con el propietario de la casa de aquí abajo, la casa gemela de esta. Las dos viviendas fueron construidas al mismo tiempo, a pocos metros la una de la otra, por dos hermanos, hacia mediados de los años sesenta. El que vivía aquí...

Indicó con un gesto el techo que se elevaba a su espalda.

—El que vivía aquí, en la casa que después pasó a ser de Jean-Loup Verdier, tenía una mujer un poco... digamos... impresionable. Una rompe pelotas, para ser explícito. Cuando ocurrió la crisis de Cuba, en 1963, muchos creyeron que existía un serio peligro de que estallara una guerra nuclear. Y la mujer se cagó de miedo. Por eso obligó al marido a construir debajo de la casa un refugio antiatómico. Justo aquí, debajo de nosotros, tal vez.

Frank indicó con un dedo el asfalto en el que apoyaban los pies. Morelli bajó instintivamente la cabeza para mirar el suelo. De repente alzó la mirada.

—¡Pero hasta hemos examinado los planos de las dos casas! Y no figura ningún refugio antiatómico.

—No sé qué decirte. Es muy probable que se construyera sin permiso municipal, y por eso no aparece en los planos catastrales. Recuerda que se estaban construyendo de forma simultánea no una sino dos casas. Con las excavadoras, los camiones y todo lo demás, es muy posible que nadie reparara en que se estaba montando un bunker bajo tierra.

Para confirmar las palabras de Frank, intervino Roberts:

—Si este refugio se ha construido y existe, sin duda habrá sido como dice Frank. En aquellos años se vivía un boom de la construcción en esta región, y los controles no se detenían en pequeñeces.

Frank continuó contando lo que sabía.

—Tavernier, el de la casa de abajo, me ha dicho que la entrada del bunker se encontraba en el subsuelo, detrás de una pared cubierta por una estantería.

Uno de los hombres de la unidad especial levantó una mano. Era uno de los que habían irrumpido en la casa tras el hallazgo de los cadáveres de los tres agentes y la habían registrado de arriba abajo.

—En el subsuelo hay una especie de lavadero, a la derecha del garaje. Una habitación iluminada por tragaluces dispuestos a la altura del patio. Me parece recordar que una pared estaba ocupada por una estantería.

—Muy bien —respondió Frank—. Ahora, el problema ya no reside tanto en encontrar el refugio, sino en abrirlo y obligar a salir al que está dentro. Ahora haré una pregunta ociosa: ¿hay entre nosotros alguien que sepa cómo funciona un refugio antiatómico? Es decir, ¿hay alguien que sepa algo más que lo que se ve en las películas?

Tras un instante de silencio general, el teniente Gavin, el comandante de la unidad especial, levantó una mano.

—Yo algo sé. Unas simples nociones...

—Ya es algo. En todo caso, mucho más de lo que sé yo. ¿Qué se puede hacer para sacar a ese hombre de allí, suponiendo que esté?

Mientras decía estas palabras, Frank vio con claridad en su mente dos dedos de una mano que se cruzaban en un gesto de conjuro.

Roberts encendió un cigarrillo. Quizá inspirado por el humo que exhaló, propuso una solución.

—Si está allá abajo, tendrá que respirar, ¿no? Por lo tanto, si encontramos el sistema de aireación podemos intentar sacarlo con gases lacrimógenos.

Gavin meneó la cabeza.

—No creo que sea viable. Podemos probar, pero si las cosas son como ha dicho Frank y nuestro hombre ha mantenido en buen funcionamiento las estructuras, será imposible. Y ni hablar si por casualidad las ha actualizado con los avances tecnológicos. Los refugios antiatómicos modernos están dotados de un sistema de depuración del aire mediante filtros sobre la base de carbonos activos, normales o impregnados, que funcionan como absorbentes. Los carbonos activos se usan como agentes filtrantes, no solo en las máscaras antigás sino también en los sistemas de ventilación de los lugares de alto riesgo, como las centrales nucleares. Hay filtros parecidos también en los tanques y en los aviones militares. Pueden contener ácido cianhídrico, cloropicrina, arsina y fosfina. Así que un simple gas lacrimógeno...

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