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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (67 page)

BOOK: Yo mato
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Ahora, con los ojos cerrados, escucha por millonésima vez «Stairway to Heaven», de Led Zeppelin, en una rara versión en directo. Está sentado en el sillón con ruedas y se mece lentamente, siguiendo esa melodía que evoca de algún modo, escalón a escalón un lento y fatigoso ascenso hacia el cielo.

La escalera existe; el paraíso, tal vez no.

En la otra habitación, el cuerpo continúa, como siempre, tendido en su ataúd de cristal, como en animación suspendida, a la espera de un despertar al término de un viaje, que, jamás tendrá fin. Quizá escucha la música junto a él, quizá se le escapan algunas notas, arrobado de admiración por el nuevo rostro que lleva, el último que él le ha procurado para satisfacer su comprensible vanidad. Pronto esta imagen postiza se deteriorará, como todas las demás. Entonces habrá que volver a actuar, pero de momento hay tiempo, y la voz de Robert Plant sale de los altavoces con soñolienta prioridad.

La canción termina.

Se apoya en la superficie de madera y se estira para pulsar el botón de STOP. No desea seguir escuchando el disco. Por ahora esa única canción le basta. Quiere encender la radio, sintonizar durante un rato las voces provenientes del mundo exterior.

En el silencio un poco atónito que sigue siempre a la música, le parece oír una serie rítmica de golpes, como si alguien golpeara la superficie de la puerta provocando unos lejanos retumbos.

Se levanta del sillón y se acerca a la puerta. Apoya la oreja, y el frío del metal se transmite a la piel. La serie de golpes se repite. Poco después, a través del espesor de la hoja, una voz grita algo. Son palabras confusas que le llegan desde muy lejos, pero él sabe que van dirigidas a él. No las entiende, pero adivina el sentido. Seguro que la voz le invita a abrir la puerta de su refugio, salir y rendirse antes de que...

Aparta la oreja del metal con una sonrisa. Es demasiado listo para no darse cuenta de que las amenazas no son vanas. Sabe que no pueden hacer mucho para desalojarle, pero sabe igualmente que con toda seguridad lo harán, por poco que sea. Lo que ignoran es que jamás conseguirán capturarlo. Vivo, al menos.

Ninguna razón en el mundo podrá convencerle de darles esa satisfacción.

Se aleja de la puerta y entra en la habitación donde el cuerpo en el ataúd transparente parece haber añadido a su habitual inmovilidad una tensión vital. Hay un atisbo de ansiedad pintado en la piel sin expresión de la máscara que le cubre el rostro. El hombre piensa que, antes, esa emoción se leía en el rostro del dueño de esta piel. Ahora no es más que una ilusión. Toda emoción se ha desvanecido para siempre en el aire, junto con el último aliento.

Un largo silencio, pensativo. El hombre, a su vez, guarda silencio, esperando. Pasan algunos minutos. Los muertos tienen a su disposición la eternidad, y para ellos este lapso dura menos que nada. Para los vivos puede parecer tan largo como toda una vida.

La voz vuelve a elevarse en su cabeza, y plantea la pregunta que él temía oír.

« ¿Qué será de mí, Vibo?»

El hombre ve nuevamente el cementerio de Cassis, el gran ciprés central, la hilera de tumbas de aquellas personas que nunca consiguieron ser su familia, sino solo su pesadilla. No hay fotos en esas tumbas, pero los rostros de las personas que yacen dentro son como cuadros apenas pintados en los muros de su memoria.

—Creo que volverás a casa. Y también yo...

«Ah...»

Una exclamación sofocada, un simple monosílabo que abarca todas las expectativas del mundo. Una llamada a la libertad, a la luz del sol, al movimiento de las olas del mar donde zambullirse como adultos y emerger como niños. Resbalan lágrimas de los ojos del hombre, y bajan por su cara hasta caer en la superficie de cristal en la que ahora se apoya. Pobres y brillantes lágrimas sin nobleza, del mismo color de esas olas.

El afecto que resplandece en sus ojos es total, ilimitado. Contempla por última vez el cuerpo de su hermano, que lleva el rostro de otro hombre, y lo ve como era, como habría debido ser: idéntico a él, un espejo donde ver reflejado su propio rostro.

Se aleja unos pasos del ataúd antes de encontrar fuerzas para darle la espalda. Vuelve a la otra habitación y permanece un instante de pie ante la larga hilera de aparatos de los que nace la música.

Hay una sola cosa que puede hacer a estas alturas. Es su única escapatoria y el único modo que le queda para asestar un nuevo fracaso a los perros que lo persiguen. Aguza el oído y le parece oír cómo sus patas arañan frenéticamente el otro lado de la puerta de metal.

Sí, hay una única cosa que hacer, y debe hacerla deprisa.

Extrae del lector de CD el disco de Zeppelin y lo sustituye por uno de rock heavy.

Lo elige al azar, sin siquiera mirar de qué grupo se trata. Lo pone en la bandeja y pulsa el botón de START. El plato vuelve silenciosamente a su lugar. Luego, con un gesto casi violento, sube el volumen al máximo.

Le parece ver con claridad, como en una película animada, cómo el impulso musical se genera en el lector láser, atraviesa el enchufe, recorre los cables de conexión, alcanza los altavoces Tannoy —de una potencia antinatural con respecto al pequeño espacio en que están ubicados, se remontan a los
tweeters
y
los woofers
y...

De golpe la pequeña habitación explota, como si a través de los altavoces el furor del ritmo y el metal de las guitarras trataran de contagiarse al metal de las paredes, para sacudirlas y hacerlas vibrar con un perverso efecto de resonancia.

En el estrépito de trueno que la música imita, el hombre ya no puede oír ninguna voz. Apoya las manos en la superficie de madera y escucha por un instante el latido de su corazón. Golpea con tanta fuerza que da la impresión de que va a estallar también, bajo la presión de todos los vatios de potencia de los Tannoy.

Hay una única cosa que hacer. Ahora.

El hombre abre un cajón que hay bajo la superficie de su derecha y sin mirar mete una mano. Cuando la saca, sus dedos sostienen una pistola.

58

—¡Listo!

Gachot, el artificiero, un sujeto alto y macizo con el bigote y el pelo tan oscuros que parecían teñidos, se levantó del suelo con una agilidad sorprendente para un hombre de su complexión. Frank decidió que lo que tensaba su uniforme era una sólida masa de músculos, no el fruto de una propensión a meter las piernas bajo una mesa y dar trabajo a las mandíbulas a guisa de único ejercicio físico.

Se alejó de la puerta metálica. Había aplicado a la cerradura, con cinta adhesiva plateada, una cajita del tamaño de un inalámbrico, con una pequeña antena y dos cables, uno amarillo y uno blanco, que salían del aparato y terminaban en un agujero practicado en la puerta, por debajo de la rueda de apertura.

Frank miró el detonador, asombroso en su simplicidad. Le hizo pensar en las estupideces que se veían en las películas, donde el aparato destinado a hacer estallar la bomba atómica que habría destruido la ciudad y matado a millones de habitantes tenía siempre una pantalla roja en la que corrían, implacables, los segundos, marcando hacia atrás el tiempo que faltaba para el golpe final. Por supuesto, el protagonista siempre conseguía desactivar el mecanismo cuando en la pantalla faltaba un solo y fatal segundo, tras largos instantes en los cuales, junto con los espectadores, se debatía entre cortar el cable rojo o el cable verde. Esas escenas siempre le habían hecho gracia. El cable rojo o el cable verde. La vida de millones de personas dependía de que el héroe de la historia fuera daltónico o no...

En la realidad todo era distinto. No había ninguna necesidad de observar la cuenta atrás de un detonador conectado a un temporizador, por el simple hecho de que en general nadie se dedicaba a mirarlo cuando había una bomba a punto de explotar. Y si alguien se veía obligado a hacerlo, no le importaba un bledo que el temporizador fuera preciso o no.

Gachot se acercó a Gavin.

—Yo estoy listo. Será mejor evacuar a los hombres.

—¿Distancia de seguridad?

—No debería haber problemas. He usado solo un poco de C4, que es un explosivo muy manejable. Si no he calculado mal, para el resultado que debemos obtener alcanza y sobra. La explosión será moderada. El único riesgo es la puerta, que está revestida con plomo. Tal vez salten algunas esquirlas, si por casualidad he errado en los cálculos y he usado demasiado. Aconsejo que vayan todos al garaje.

Frank admiró el exceso de prudencia del artificiero —entrenado tanto para desactivar bombas como para construirlas—, así como su modestia natural, propia del que sabe hacer bien su trabajo, teniendo en cuenta además que Gavin había dicho que no sabía gran cosa.

—¿Y la habitación de la planta superior?

Gachot meneó la cabeza.

—Nada que temer, si los hombres están lejos de la escalera del lavadero. El desplazamiento de aire, repito, será muy contenido, pero se encaminará por allí y a través de los tragaluces.

Gavin se volvió hacia sus hombres.

—Muchachos, ya habéis oído. Están a punto de empezar los fuegos artificiales. Esperaremos fuera, pero inmediatamente después de la explosión entraremos corriendo por el pasillo y la planta baja para tener bajo control la puerta del refugio. No sabemos qué sucederá. Seguramente nuestro hombre estará un poco aturdido por la explosión, pero podrá elegir entre dos opciones.

El inspector expuso todas las posibilidades a las que podían enfrentarse, contándolas con los dedos de una mano:

—Una: va armado y con intención de vender caro su pellejo. No quiero víctimas ni heridos entre nosotros. Por lo tanto, en cuanto le veamos con un arma en la mano, aunque sea un cortaplumas, le disparamos sin piedad...

Miró a los hombres uno por uno, para asegurarse de que habían asimilado sus órdenes.

—Dos: no sale. Entonces le obligamos a hacerlo con gases lacrimógenos. En caso de que decida salir con intenciones belicosas, actuamos como en el primer caso. ¿Está claro?

Los hombres hicieron un gesto afirmativo con la cabeza.

—Bien, entonces nos dividimos en dos grupos. La mitad de vosotros vais con Toureu a la planta de arriba. Los otros venís conmigo al garaje.

Se alejaron con el paso silencioso que ya formaba parte de su modo de vivir. Frank estaba admirado por el grado de eficiencia demostrado por Gavin y sus hombres. Y en particular por el teniente, que, ahora que se hallaba en su elemento, se movía con desenvoltura y decisión. Frank se los imaginó sentados en los bancos del furgón, transportados de un lado para otro, con la culata del M-16 apoyada en el suelo, hablando de esto y aquello, a la espera.

Ahora la espera había terminado, y al entrar en acción cada uno de ellos podría dar sentido a sus largas horas de entrenamiento.

Cuando todos los hombres hubieron salido, Gavin se dirigió al inspector Morelli y al comisario Roberts.

—Es mejor que coloquéis a vuestros hombres fuera, donde no hay peligro. En caso de movimiento, no querría que aquí abajo hubiera mucha gente y termináramos entorpeciéndonos los unos a los otros. Lo único que faltaría es que uno de los vuestros terminara con una bala en la frente disparada por uno de los míos, o viceversa. ¡Después quién los aguanta, a los
escritoristas
!...

—De acuerdo.

Los dos policías fueron a poner a sus agentes al tanto de la situación y darles instrucciones. Frank sonrió para sí. Dedujo que «
escritoristas
», un neologismo de su propia cosecha, sería el modo en que Gavin definía a los que trabajaban siempre sentados detrás de un escritorio, sin jamás correr un riesgo.

En el lavadero quedaron solo el teniente Gavin, Gachot y Frank.

El artificiero sostenía un mando a distancia, un aparato un poco más grande que una caja de cerillas, provisto de una antena igual que la del detonador que estaba colgado en la puerta.

—Solo estamos esperándole a usted. Cuando quiera —dijo Gavin.

Frank tardó unos instantes, reflexionando. Miró el pequeño mecanismo en la mano de Gachot, que parecía todavía más minúsculo en su manaza. Frank se preguntó cómo hacía, con esos dedos grandes, para manipular conexiones compuestas por partes minúsculas.

Recordó la llegada del brigadier Gachot, al límite del tiempo establecido por Gavin. Había llegado en un furgón azul del mismo modelo que el otro, con dos hombres además del conductor. En cuanto lo pusieron al corriente de los hechos y oyó las palabras «refugio antiatómico», su mirada se oscureció aún más. Los hombres descargaron el material y bajaron al lavadero. Frank sabía muy bien que en una de las maletas rígidas, negra con bordes de aluminio, llevaba el plástico explosivo. Aunque sabía que sin un fulminante apropiado era un explosivo inocuo, no lograba sentirse del todo tranquilo. Probablemente en esa maleta había cantidad suficiente para reducir la casa y a todos ellos a pedazos no más grandes que un sello de correos.

Cuando llegó al lavadero, el artificiero estudió en silencio el lugar. Pasó las manos por la superficie de la puerta, como si el contacto pudiera comunicarle algo que el metal no quería decirle.

Después sacó de la otra maleta algo que a Frank le resultó más bien ridículo, al tiempo que anacrónico: una especie de estetoscopio, con el que auscultó los engranajes del mecanismo, girando la manija de un lado al otro, para controlar el sentido de rotación.

Frank estaba de pie en medio de los demás, ansioso. Le daba la impresión de que parecían los parientes de un enfermo, a la espera de que el médico les comunicara la gravedad de la dolencia del paciente.

Luego Gachot se volvió y dio una nueva dimensión a las previsiones pesimistas del inspector Gavin:

—Quizá se puede hacer.

Frank pensó que el suspiro de alivio general levantaría al menos cinco centímetros el suelo de la habitación de arriba.

—La puerta está blindada en función de las radiaciones y la seguridad estructural, pero no es una caja fuerte. No se ha construido para custodiar objetos de valor, sino solo para salvaguardar la integridad física de los ocupantes. Por eso el mecanismo de cierre es bastante simple, además de ser un modelo viejo. El único riesgo que corremos es que la cerradura, en vez de abrirse, se bloquee del todo.

—¿En ese caso? —preguntó Gavin.

—En ese caso estamos jodidos. Habría que abrirla con una bomba atómica, y en este momento no llevo ninguna encima.

Con esa salida, pronunciada como una sentencia, Gachot enfrió el entusiasmo general. Se apartó para controlar las maletas con el equipo que sus hombres habían arrastrado hasta cerca de la puerta. Sacó un taladro que parecía salido de la bolsa de los instrumentos del
Enterprise,
la astronave de
Star Trek
. Uno de sus hombres le atornilló una mecha de un metal de nombre impronunciable pero que, según Gachot, podía perforar el blindaje de Fort Knox.

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