Yo maté a Kennedy (14 page)

Read Yo maté a Kennedy Online

Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

BOOK: Yo maté a Kennedy
6.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

El menú del presidente ha cambiado. Pese a su afección hepática, come un bistec de quinientos gramos, con dos huevos fritos encima, para comer y cenar. Dos veces en una semana ha celebrado barbacoas en los jardines artificiales del quinto palacio, aderezadas con salsas aterradoras que provocaban llamaradas verdes de todas las bocas kennedystas. El ex embajador Joe Kennedy se ha resistido a estas comidas, pero Robert se ha impuesto y casi a la fuerza le ha metido en la boca un trozo de carne sanguinolenta de cinco centímetros cuadrados, untada con un tabaco tan fuerte que casi hacía ruido al incidir sobre el paladar de los comensales. Hay que tener en cuenta que los paladares de las razas nobles (y los anglosajones están emparentados bastante directamente con los arios a través de los sajones) no soportan los picantes. Por suerte, los Kennedy son troyanocélticos y están fisiológicamente mucho mejor preparados.

Yo, la ventaja de ser latino, me lo he comido todo sin pestañear y Jacqueline, que cuando exagera la amabilidad llega a parecer tonta, me ha puesto como ejemplo ante el resto del servicio.

Quedamos citados en la cumbre del monte. Muriel llevaba una túnica de organdí, rosas frescas en las manos, piernas blandas de sueño. Los cielos teñidos de licores infantiles (grosella, menta, elixir d'amour, naranjada) circulaban hacia el pozo rojo del poniente. El decorado vegetal había sido facilitado por una empresa muy acreditada dentro del ramo y la música de fondo la ponía el mejor de los violinistas más ciegos, probablemente extraído de una minúscula edición de El músico ciego, de Korolenko. Dos mil atletas olímpicos corrían vestidos de negro sobre el cielo cambiante, portaban antorchas humeantes pero sin llama. Cinco mil vírgenes desgarraban los jerseys de pura lana virgen tejidos para cinco mil novios marinos, ahogados en el fracaso que interpretábamos, en el mejor crepúsculo literario de la historia de los siglos.

Muriel era consciente de la trascendencia del acontecimiento y había redactado unas cortas líneas de presentación, un orden del día y un análisis político de los hechos. En mí había un
ávida dollars
con claros apetitos pequeño-burgueses que me conducían a una actitud singularizada ante mis semejantes. Yo estaba esclavizado por mis relaciones de producción de intelectual, productor individual, con remuneración a destajo, lo que me impedía una mínima comprensión de la realidad a partir de una conciencia de clase y por lo tanto la aplicación de una moral de clase a las normas correctas de la convivencia. Por otra parte, mi condición de productor individual me había condicionado una estructura mental de pequeño propietario agrario, individualista, francotirador, insolidario, que podía llevarme al exceso de una supervaloración subjetiva de los valores de la cultura burguesa, subjetivismo claramente manifestado en la sospechosa elección de Voltaire frente a Rousseau.

Ante evidencias tan sumarias, se le hacía difícil no ya la convivencia constante conmigo, sino incluso la intimidad sexual. La profunda desconfianza hacia mí le planteaba una barrera en las participaciones definitivas y desde hacía dos meses y siete días no había conseguido llegar a niveles orgásmicos satisfactorios. Durante todo aquel tiempo no había manifestado sus profundas insatisfacciones porque esperaba que una adecuada reeducación, un programa de sanas lecturas y compañías podían ayudarme a superar, o al menos a ser consciente, de la alienación padecida por la mecánica de mi trabajo. Pero la brutalidad parafascista del día anterior había puesto en evidencia lo difícil de superar mis condicionamientos y tal vez la imposibilidad final de frenar mi irremediable declive hacia las más terribles simas del fascismo teórico y práctico. No es que se sintiera muy alentada a sacrificarse toda la vida a una convivencia que no le satisfacía, pero aún hubiera postergado una decisión tan tajante, de no mediar la existencia de la niña, gravísimamente dañable en el futuro por la educación de un padre que no sabía distinguir el bien del mal.

Por todo ello me rogaba que atendiera a razones, que no creara sucios problemas legales, pues de todos es sabido y reconocido que el Derecho es una superestructura en conexión con los intereses de la clase dominante y que, en definitiva, todas las prerrogativas de la patria potestad eran consecuencia de la solapada conspiración para que la jerarquización familiar respondiera a la jerarquización parafeudal de un sistema parafascista.

No tenía inconveniente en que yo visitara con cierta frecuencia a la niña, siempre y cuando fuera en su presencia o en la de una persona ideológicamente responsable que pudiera poner freno a mis desmanes. Me agradecía de antemano cuanto pudiera hacer en el futuro por el bienestar de mi hija, ya que ella nada necesitaba de mí y la libertad tiene una indudable base económica.

Le respondí que se metiera a la niña en el culo.

Hoy, Kennedy se sentía filósofo. Está rodeado del pleno de su corte, incluida la reina Ginebra y Erec Kennedy; también estaba Perceval Kennedy y Lanzarote Sinatra. Kennedy ha hecho un brillante análisis de la filosofía americana de la vida, desde Emerson hasta los novelistas pensadores de la generación beat. Ha hablado del espíritu frustrado de la pradera y del horizonte sin límites, del individualismo creador y aniquilador, de las tostadas con melaza y de Lewis Carroll, del
star system
y de Tennessee Williams. El presidente tenía un día inspirado y los asistentes han permanecido en silencio mientras Federico
II
peroraba. Ha comparado a Nelson Algreen con Baroja, incluso su mediocridad ideológica. Ha sido excesivo para mí. He salido en defensa de Baroja ante el escándalo de todos. La mediocridad ideológica de Baroja es un mínimo defecto que sólo se revela en sus libros de opinión, pero que en cambio queda perfectamente disimulada en cuanto recurre a la simple narrativa como procedimiento. Las novelas reportaje de Baroja, incluso las escritas en torno a la temática de la caída de la monarquía y el advenimiento de la república, son tan extraordinarias como las mejores novelas reportaje de Hemingway. Robert Kennedy ha gritado que quedo automáticamente desterrado al Ponto Euxino, pero Kennedy ha intercedido e incluso se ha interesado por las fuentes críticas en que yo basaba mi argumentación. Le he contestado que no hay más fuentes críticas ni más leches que el vago sustrato cultural que a uno le queda después de haberse tragado dos o tres mil libros. El presidente, que ha leído treinta y tres mil, ha cabeceado un sí rotundo y todos han emitido un suspiro de alivio. Sin proponérmelo me he convertido en el segundo centro de atención de la sesión y aunque me he remitido al último rincón de la estancia, notaba las miradas puestas en mí. Era el fetichismo del éxito, por mínimo que sea, que a todos estos americanos les pone calientes, como un par de tetas perfectas o el supuesto culo de la estatua de la Libertad. El embajador soviético se me ha acercado en un descanso y ha hecho un simpático gesto paródico del aplauso. Hemos sostenido una breve conversación sobre el tiempo en Washington y los baños de mar en Crimea. He sido extraoficialmente invitado a visitar la Unión Soviética en mi primer período de vacaciones. Al despedirse me ha encarecido una vez más que cuidara del presidente. Es un excelente muchacho.

Una noche espléndida intentaba imponerse al lucerío de la ciudad. Desde la azotea última del séptimo palacio la recuperación del aire natural me ha paralizado como una evidencia o la sorpresa de un buen recuerdo. Después ha caído sobre mis codos mi propio peso y el peso de una cierta tristeza que reservo para estos momentos propicios. Y, como en las películas americanas de los I años cuarenta, una mano femenina de los años cuarenta se ha posado sobre mi hombro. Yo me he vuelto y he exclamado con fingida sorpresa:

—¿Usted?

Pero ya tenía unos labios pegados a los míos, y después en el lazo de mis brazos ha quedado el cuerpo exacto. Nos hemos puesto a contemplar la ciudad que disimulaba el sueño bajo luminarias blancas y naranjas.

Después intenté apresarle un seno. Atraerla hacia mí. Besarla. Pero Muriel me rechazó con decisión e inició el descenso de la montaña.

He sorprendido otra vez a lady Bird mirando por el ojo de la cerradura de las habitaciones privadas de Bob Kennedy. La he zarandeado para que advirtiera mi presencia y ha intentado salir del paso imitando con los labios el sonido del cuclillo.

—Soy un cuclillo, soy un cuclillo.

Mi cara de escepticismo la ha devuelto a la realidad.

Pero aún ha intentado revolotear para mantener la ficción. Con gran sorpresa por mi parte ha conseguido arrancar el vuelo al tercer intento, aunque con una torpeza propia de un cuclillo de su edad. Se ha roto un ala contra el estucado del techo y ha quedado a mis pies bastante rota, con una sonrisa implorante de solidaridad.

La he devuelto a su marido con la advertencia de que sea la última vez que vuelve a dar un escándalo semejante.

Con los preparativos del viaje a Dallas apenas si veo a Nancy Flower. Por eso nuestra cita de hoy ha sido casi un reencuentro. Estaba algo deprimida, tenía rota la conversación y no hemos hecho el amor. Me ha dicho que algunos días le asalta una extraña sensación de extranjería. Su propio cuerpo, los demás, las cosas, la orografía… todo le parece una misma, gelatinosa continuidad de materia repugnante. Es la obscenidad de formar parte de algo, es la obscenidad de estar comprometido sin permiso con la biología y la geografía. Le he dicho que los americanos de su generación tienen el gran
slogan
vital de la Nueva Frontera y ha hecho amago de vomitar. Después, Nancy se ha puesto inclusive pedante y ha hablado de los incentivos para vivir y coexistir, tan lamentables como los incentivos para matar. La he besado, pero ha apartado la cara. Me he puesto a ojear un Life atrasado y ella ha intentado leer algunas líneas de una novela de Malcom Lawry. De reojo he visto cómo me observaba con fijeza y he creído que había llegado el momento. He dejado la revista, me he colocado a su espalda y he bajado mis manos hasta agarrar sus senos. Oh, no. Oh, no. Hoy no. He dado algunas vueltas por la habitación. Se ha echado a llorar. No le pasaba nada, ha contestado a mi pregunta. Otra vez: no me pasa nada. He cogido una rodaja de jamón embutido de la nevera y un resto de pan de molde de un cajón. Nancy seguía llorando con la cabeza entre las rodillas. Le he preparado un buen vaso de ron con canela, como a ella le gusta. No. Tampoco ron con canela. Y me ha indignado mi propia mecánica de solidaridad. ¿Qué me importa Nancy Flower con angustia metafísica? ¿Qué me importa Nancy Flower al margen de la convención de una cama? Nada. Absolutamente nada. Su tristeza es un estorbo y un obstáculo que frustra el día de hoy. Por estética le he preguntado si necesitaba algo. No. Cuando ya me iba me ha abrazado y me ha jurado que nada de lo nuestro había cambiado, pero que tiene días así. He pronunciado algunas frases de asunción, pero no muy entusiasmadas. Nancy me ha dicho que si yo quería lo haríamos. No. Ahora he negado yo, porque realmente no tenía ganas. Por si acaso, me la he mirado de arriba abajo. Pero el apetito no ha retornado. Vuelvo mañana. No, mejor, vuelvo después. Mañana me voy a Dallas. Después será imposible. Nancy es igual, lo comprendo perfectamente. Nancy se ha puesto a llorar más intensamente y ha necesitado una silla para soportar con éxito las convulsiones. Desde la floristería de la esquina le he hecho llevar un ramo de flores.

Primero intenté alcanzarla. Después pensé que era mucho mejor dejar que consumara ella el crimen. Ya volvería, pensé. No, no volvería. Era evidente. No es que me importara gran cosa. Era consciente de que el escozor producido por la idea de no volver a ver a la niña era un escozor cultural, repugnantemente condicionado por toda una educación que crea cordones umbilicales falsos entre los padres y los hijos para garantizar la obscenidad de la biología. Pero el resultado era una angustia que me impulsaba a alcanzar a Muriel.

Aceleré el paso y me puse a su altura en las estribaciones de la ciudad. La negrura brotaba de las primeras calles del extrarradio, caminamos juntos en su silencio hasta llegar a la primeras aceras anchas e iluminadas.

—Es probable que me vaya —le dije, sin respuesta por su parte—. Tal vez se pueda arreglar algo por aquí. Pero yo estoy cansado de romperme una y otra vez los cuernos.

Las luces de los comercios ponían iluminaciones en las hieráticas facciones de Muriel. Pensé que la mujer de Mao debió avanzar con idéntica expresión hacia la caldera donde la arrojaron las tropas de Chang Kai-Shek o que Sacco y Vanzetti caminarían con idéntica firmeza hacia el ajusticiamiento, y que aquel rostro no distaba mucho del de Ivés Montand cuando interpretaba en el Olympia
Le chant des partisans
. Incluso me parecía oír el canto interpretado por los transeúntes, acelerantes de su marcha entusiasmados por la canción, braceantes, multitud en torno a nosotros, generando un calor que ponía rubores en las mejillas de Muriel. La multitud nos rodeaba y coreaba
Le chant des partisans
. Los niños de teta clamaban ser los que rompían los barrotes de las prisiones para sus hermanos, los tranviarios ponían dinamita en los cojones de las estatuas, los mineros salían de las cloacas con sus cascos-linternas iluminando el único camino. Muriel dirigía la manifestación vestida de
pom pom girl
decente y yo marchaba a su lado como
pom pom boy
consorte. La niña revoloteaba sobre nuestras cabezas con carita de Lenin y alas de Camilo Cienfuegos. En éstas sonaron las descargas y tras las balas llegaron los obuses.

La bomba atómica cayó a las nueve de la noche, a las nueve en punto de la noche. Cuando en el cielo todo eran misterios y en el mar estelas borradas por el sepia nocturno, cuando el frío te hiela todos los ramajes interiores del cuerpo, huesos o venas y el helor te pone agua en los ojos y un aire amargo mal situado entre los pulmones y el corazón.

—Adiós.

Me dijo Muriel. Aceleró sus pasos. La seguía con la mirada por si se volvía. Pero había advertido que llevaba una cesta de malla de plástico en el bolso y que probablemente se metería en el primer comercio que encontrara.

Me encogí de hombros y me metí en la CIA.

Lady Bird
,

¿de qué color es el fondo del mundo
,

el centro de la tierra
?

el confín izquierdo del universo
??

Yo amo las preguntas más intolerables
,

Other books

Chosen by P.C. Cast and Kristin Cast, Kristin Cast
TiedtotheBoss by Sierra Summers
Intimate by Jason Luke
Hungry for You by Lynsay Sands
Awakening the Demon's Queen by Calle J. Brookes
Lunch in Paris by Elizabeth Bard
Death of a Darklord by Laurell K. Hamilton
Indecision by Benjamin Kunkel