En
Yo maté a Kennedy
asistimos al nacimiento de Pepe Carvalho como personaje literario, en el marco de una novela que abrió espacios a la libertad de leer y escribir en España. Presentada como una aparente novela de aventuras, es un ajuste de cuentas a todos los tópicos que formaron parte de la educación moral, política, sentimental de los españoles progres. Aquí, Pepe Carvalho es un guardaespaldas de origen gallego que ha sido miembro del Partido Comunista de España y ahora lo es de la CIA.
Manuel Vázquez Montalbán
Yo maté a Kennedy
Saga Pepe Carvalho nº 1
ePUB v1.0
Zorindart24.04.12
Título:
Yo maté a Kennedy
Autor: Manuel Vázquez Montalbán
Publicado en 1972 por Editorial Planeta.
Los personajes históricos que aparecen en esta novela están voluntariamente falseados y sólo existen en las fotografías e imágenes de la cultura de masas.
Sus relaciones no son humanas ni reales.
A sus programadores traspaso la responsabilidad de todas las exageraciones deformatorias.
La clase media cayó en desgracia
,
se fue Mireya, murió Margot
,
y aquel muchacho de aristocracia
acobardado… retrocedió
.
Lloró la causa de su partida
,
lloró el origen de tanto mal
,
mientras la guapa Barra Florida
cantó su coro sentimental
.
Bailarín
, tango de Riel y Linyera
L
A complicidad europeísta de Jacqueline me halagaba.
—Nuestro palacio de las siete galaxias no puede compararse ni siquiera a Le Petit Trianon.
Hasta la primera galaxia llegaba el ruido de los chapuzones y las risotadas de Monseñor Cushing. De vez en cuando la sombra de un niño desnudo cruzaba veloz la celosía. Jacqueline hojeaba un libro de Avedon y Baldwin. En dos vasos largos hervía la bebida azul y las hojas de menta empezaban a macerarse. Cerré los ojos para sentir el contacto sexual de la picazón en la garganta. Las burbujas me arañaron hasta el dolor. Empecé a sudar.
Jacqueline no sudaba bajo la plastificación maravillosa de su piel enmaquillada. Divagué la vista por la continua pared de la habitación circular, recordé una borrachera hasta entonces olvidada.
—¿Tiene usted un dólar? ¿Me presta usted un dólar?
Eché mano del billetero con excesiva precipitación. La carcajada de Jacqueline paralizó mi oferta.
—Maravilloso. No me ha defraudado. Usted es un caballero español.
Prosiguió la relajada contemplación del libro, de pronto me lo encaró abierto.
—Atroz, ¿no?
Asentí y quedó satisfecha.
No quería quitarme la chaqueta para que no viera la pistola sobaquera. No por la pistola, ni por las imágenes de burda violencia que pudiera inspirarle, sino por la fealdad del tirante que sostenía la funda, como una tétrica corsetería de inválido. Pero tenía calor. Incluso es probable que hiciera calor. Me levanté para acercarme con disimuladas ganas a la celosía. Sobre el césped, la familia Kennedy comía emparedados. Atardecía. Las aguas de la piscina recuperaban una falseada tranquilidad bajo las sombras grises. Un criado negro pescaba hojas muertas y flotantes. Robert Kennedy hacía la vertical y sus dos hijos mayores le imitaban. Miré, dudé, volví a mirar. John Fitzgerald Kennedy fumaba una larguísima pipa de la paz subido a la copa de un castaño de Indias. La sombra de una nube precipitó la atardecida. Se oscureció la piel de los cuerpos, la piel del mundo. Destiló brusca blancura la dentadura colectiva de los Kennedy. La voz de Jacqueline me llegó como una compañía que ya empezaba a necesitar.
—¿Cree usted que nuestro sistema de vigilancia no será suficiente para detectar a Carvalho?
—Usted no conoce a los gallegos.
—Oh, sí. Conozco a uno, o a dos. Un almacenista de Detroit y un cocinero de Adlai. No les noto nada especial. De momento no son invisibles.
—Son peligrosos y obstinados, como los judíos.
Jacqueline, con un dedo, selló en sus labios los míos, mientras miraba con recelo las esquinas inexistentes de la estancia circular.
—Calle, por favor.
Llegaba el sólito murmullo del violoncello. Infalible: las seis treinta de la tarde, hora de Washington. Jacqueline se puso en movimiento, la seguí. Pulsó un botón y el resorte desplazó la estantería. Abrí la puerta del ascensor y casi sin distancia temporal me hallé junto a Jacqueline en la séptima galaxia. El salón tenía un kilómetro cuadrado, totalmente forrado de un tono incoloro.
Flotaba una tarima lacada en negro, sobre ella: Pau Casáis. Interpretaba la sardana de las seis treinta, hora de Washington. La sardana de Sant Martí del Canigó. Algunas damas desnudas se turnaban en las esquinas de la tarima, a la manera de gárgolas pensativas sobre el vacío incoloro. En aprovechamiento de las pausas, como en busca de un punto de aderezo, el maestro les tocaba con el arco ora la espalda, ora el estallido céreo de las nalgas apretadas por la flexión. Después proseguía su interpretación llena de hermosos maullidos, en el supuesto de que pueda haber maullidos hermosos. La estancia estaba ingravidada y el cojín que me arrojó Jacqueline tardó muchísimo en llegar a mi mano.
Me senté en el aire sobre el cojín. Abrí la boca de par en par para recibir las bocanadas de gas de la felicidad, patente Westinghouse. El gas se filtraba a través de unos orificios romboidales también colgados de un supuesto infinito. Tenía un tenue sabor a
ginger ale
.
Algo que hace plenamente feliz a Jacqueline es cualquier conversación valorativa del Palacio de las Siete Galaxias. En la complejidad de todo su recorrido, lo enseña con el entusiasmo confesional de cualquier recién casada al mostrar una y otra vez los setenta metros cuadrados de su apartamento de renta limitada. Esta vez recorreremos diez mil metros cuadrados casi sin notarlo; una cinta circulante te convierte en privilegiado viandante sin esfuerzo.
El desfase lingüístico de Jacqueline se pone en evidencia cuando califica de muy mono a un menhir de cuatro metros de altura, de puro acero lamido por el sol, en el que consta, a manera de estela imperial, toda la genealogía Kennedy. O cuando grita con semihisteria muy estudiada: «¡Qué emoción! ¡Qué emoción!» al adentrarnos? en la red de colectores trasplantada, verdín por verdín, rata por rata, de los decorados hollywoodianos para la versión en technicolor del Fantasma de la Ópera.
Incluso en los desvanes decorados con el pe y la pa de las novelas supuestamente juveniles de la Alcott, Jacqueline se cree obligada al comentario hilvanador. La palabra «primoroso» le brota de los bonitos labios como un surtidor de baratijas de papel rizado, de matracas de malísima madera pintada de amarillo anilina o de molinillos de papel y caña tierna, que al masticar aún sabe a limo de río. Jacqueline te lleva desde los desvanes a los sótanos, como en un vuelo sobre alfombras mágicas que el talento de Reagan te mete en la sangre, a través de una persuasión magnética que nos posee sin posible defensa. Jacqueline habla de sus luchas para que se construyera el palacio según el proyecto de Walter P. Reagan, frente a la visceral oposición de su suegra.
—Si yo le hablara, si yo le contara todo lo que sé, todo lo que tuve que oírme.
Pero ahora es feliz, cuando penetra en la habitación del placer invernal y de pronto esquía sobre un declive ilimitado, a una velocidad y con una destreza de Toni Sailer. Incluso yo desciendo rápido y diestro, yo que jamás me puse unos
skys
como no fuera a la fuerza, en la ya muy divulgada persecución de James Bond en la peripecia literariamente falsificada en Al servicio de su Majestad. Si todos los perseguidores de Bond sabían lo que yo, bien puede explicarse su aparentemente milagrosa escapatoria.
Cada relación vivencial del palacio es una maravilla que conduce al talento superior del arquitecto programador: el inconmensurable Walter P. Reagan. A los dieciocho años ya sorprendía a la opinión especializada con su proyecto del palacio para los Kennedy. Sus buenas relaciones sociales le habían abierto las puertas kennedistas en plena adolescencia e hicieron posible lo que fue calificado en su tiempo como el más ambicioso proyecto de la arquitectura americana desde la construcción de las Montañas Rocosas.
Un examen del proyecto y una lectura de su escandaloso manifiesto: Por una concepción vegetal de la arquitectura, indican el absoluto maximalismo de Reagan con respecto a sus colegas coetáneos. Reagan rompe las barreras que separan la arquitectura de la cosmología y la poesía, entendida como poiesis integradora de todas las artes. Incluso el enunciado Palacio de las siete galaxias es meramente poético, puesto que su verdadero título debiera ser El palacio de los siete planetas. Siete esferas de metal de aleación giran en movimientos de traslación y rotación en torno a un eje propulsor, unidas por comunicaciones tubulares que le dan una apariencia similar a la de un sistema planetario, formalizable por un molde de fundición. Cada una de estas siete esferas cumple una función dentro de la complejidad vital de la gran familia Kennedy. Buen conocedor de toda la historia de la arquitectura sicológica, Reagan se ha adelantado al deseo del mimetismo y ha conseguido unas tensiones miméticas integradoras que traducen los ambientes según los disfraces anímicos de las personas. No por ello descuida la formalización y sostiene que esa forma exterior es un momento de casi imperceptible transición, una sutil frontera entre la historia de la inmensa otredad y la historia de la intimidad. «Hay una historia de la intimidad —dice Reagan— que ha de tenerse en cuenta para cualquier planteamiento del interiorismo.» Las tensiones dialécticas fundamentales entre tradición y revolución, implican una gran tensión dialéctica (la dolein) que interrelaciona tensiones dialécticas de sector y de nivel (dolein alfa y dolein sub). De ahí que la deducción de una línea de programación pase por una complejidad de percepciones históricas que van de lo general a lo familiar, pasando por lo estructural. Según Reagan, el arquitecto perfecto sería Dios o un dios: «El arquitecto perfecto sería Dios, pero como en el momento de planear algo habitable es muy difícil convocarle, hay que sustituirle, sea como sea. El arquitecto que más se acerque a un conocimiento
presque total
del momento histórico (sadorein), que nunca podrá ser el conocimiento absoluto, es el que más podrá acercarse a una solución menos imperfecta». De ahí que Reagan se despache con unas propuestas de formación profesional realmente implanteables, que harían de un arquitecto un sabio, a la manera como lo entendía el humanismo renacentista, pero con el nivel, la diversificación y la profundidad de conocimientos del tiempo presente. «En caso de que la arquitectura sea incapaz de dar una respuesta casi exacta a las necesidades derivadas de los programas de vida, más vale que no se ejerza. Es preferible el cogitus interruptus que la evidencia del fracaso en el límite del forcejeo. Es preferible, pues, proponer la vida bajo un puente o bajo las estrellas, sin otra ambientación que la naturaleza misma.»
Según Jacqueline, que lee muchísimas revistas de divulgación sobre la cuestión, a Reagan no le han faltado críticas por este maximalismo. El propio Wallace Ivens las recoge en una exégesis reaganiana recientemente publicada: «Reagan cometió el error de dejarse llevar por una lógica cultural correctamente iniciada, que a partir de un punto abandona la historia para convertirse en un programa voluntarista ético-estético. Es muy difícil recomendar a la humanidad que se arriesgue a la intemperie, por culpa no ya de la ineptitud de un 90 por 100 de arquitectos, sino por su insuficiente aptitud. E igualmente desaconsejable si se debe a condicionamientos económicos derivados de la propia impotencia o de una incorrecta organización social».