Yo maté a Kennedy (4 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

BOOK: Yo maté a Kennedy
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El lenguaje de Jacqueline está frustrado. Sus cejas, su entonación, sus sonrisas, sus gestos en demanda de turno para hablar, prometen la brillantez misma. Pero de sus labios sale el 50 por 100 lingüístico restante, mediocre, apagado, aunque con una cierta gracia prestada por la sensibilidad y una buena dosis de sentimentalidad pervertida.

Soy un buen observador del lenguaje totalizador del ser humano. Más de una vez la tremenda elocuencia del silencio de mis enemigos me ha salvado la vida. En Jacqueline me quedaba un pequeño tanto por ciento por descifrar. Conocía yo los ingredientes lingüísticos de la pijería de Nueva Inglaterra, también el lenguaje convencional de joven americana ex iconoclasta con ambiciones artísticas, el condicionamiento de sus ojos no muy grandes y demasiado separados (por eso la sonrisa de Jacqueline es mucho más oral y labial que ocular), el stanislavskismo de su columna vertebral y sus brazos sueltos, con el que Elia Kazan ha impregnado el lenguaje cultural del norteamericano sensible. Pero había una pequeña zona oscura cuyo significado desconocía. Era el chupeteo del labio superior sobre el inferior, mientras la boca se distiende como en una sonrisa de pato; Jacqueline recurría a este signo cuando ironizaba o cuando quería ser de una gran precisión descriptiva, es decir en la cumbre del devaneo brillante. Al decirme hoy que escribía poemas en francés, he comprendido que su recurso lingüístico supremo procedía de la influencia de la lírica francesa declamada en alta voz, del respeto ejercido por la pronunciación de palabras como Mallarmé. El libro inédito de Jacqueline se llama
Le jeu de vivre
, parió el título con sumo dolor porque dudó mucho tiempo entre otros títulos posibles:
La douleur des jours, Mort à l'âme, Comme çi, comme ça
… Steinbeck se inclinaba por este último título, pero Jacqueline desistió cuando Robert se opuso, porque el título evidenciaba un escepticismo, una inseguridad que en nada beneficiaba la carrera política del presidente. John F. Kennedy fingió desentenderse, pero yo sé que durante un fin de semana en los Apalaches consoló a Jacqueline y le prometió aceptar el título
Comme çi, comme ça
cuando cumpliera su segundo mandato presidencial en 1968.

Tras mucho respetuoso rogar, Jacqueline me ha recitado uno de sus últimos poemas en francés:

Le jour beni ton nomme: amertume

quand le baiser fleuri est mort

prêt de la nuit ton ombre

rappelle une tristesse d'adieu
;

le fleuve plus noir n'oublie pas

les chants des jours méchants

et moi, moi, je suis seule

et parcour les lourdes routes

des désirs, les lois, l'espoir d'antan
.

No ha querido seguir. Con rubor me ha mirado a los ojos.

—¡Qué tonta soy! Me prometí cien veces no decir nada a nadie sobre mis versos y cien veces vuelvo a decirlo.

—Tienen un gran poder evocador.

—¿Usted cree? Mi hermana la princesa me anima a escribir. Me dedica unas cartas largas y cariñosas. Es muy buena.

He intentado que siguiera recitando.

—Déjemelo leer a mí.

—No, no. Cuando estén más elaborados.

—No le haré ningún comentario.

—¿Ni revelará el secreto a nadie?

—Lo juro.

Tras mucho insistir me ha enseñado unas canciones de protesta y testimonio, claramente diversificadas.

Canción de testimonio por Jacqueline de Bouvier

Cruzan las garzas cielos luminosos

en la vieja ruta de Kentucky

y mi corazón sigue triste
.

Bajo los cielos, bajo las garzas
,

bajo las nubes, bajo los soles
,

en la vieja ruta de Kentucky
.

En la vieja ruta de Kentucky

sigue la huída de un hombre
,

y mi corazón está triste
.

Blanco o negro, bajo lluvia o sol
,

huye por la ruta de Kentucky

y mi corazón está triste
.

Si nadie huyera, pasaran garzas
,

hiciera sol o lluvia, en esperanza
,

mi corazón no estaría triste
.

Canción de protesta por Jacqueline de Bouvier.

Despierta, yanqui
,

sonó el doblón
;

no más dinero, no más dolor
,

dolor, dolor
.

Tu oro antiguo

no tiene ley
;

no tiene patria su desnudez
,

dolor, dolor
.

Tira tu oro

a un mar humano

y así seremos
,

todos hermanos
,

dolor, dolor
.

Pueblos de Cuba

y Panamá, no más dinero

no más dolor
,

dolor, dolor
.

Kennedy suele ser campechano con sus servidores. Pero a pesar de las miradas de curiosidad que me lanza, comprendo que para él apenas soy otra cosa que un ayuda de cámara especializado en mirar a izquierda y derecha, con el ceño fruncido y la mano suelta. Me hubiera gustado conocer a este hombre antes de que aprendiera a ser presidente, antes de que todos sus órganos se hubieran modificado según las funciones presidenciales. Mira como un águila avizor por encima de las cabezas y las mieses, aunque la fuente democrática de su poder y la estética del sansculotismo le obliguen a echarse gotas de colirio en los ojos para darles brillo, encanto de remanso, sin quitarles ni un grado de su aquilina vigilancia. Mueve los brazos en una estudiada, aparentemente relajada parsimonia de todopoderoso. Pero nunca consigue eliminarme la impresión de que sus brazos pueden abrazar todas las fichas que puntean el tapete y llevárselas ante la impotencia legal o tramposa del
croupier
neofrancés. Camina como si su casa fuera el mundo. Sonríe como si su sonrisa nos salvara la vida. Miente como si no. Olvida con encanto. Un poder desodorado emana de sus axilas, que no parecen de este mundo y en sus escasos momentos de sorprendida intimidad, se descubre pronto el carácter fotográfico de esa intimidad, como es descubrimiento continuo el publicismo de su pulso, de su respiración o de sus excrementos.

El aristocratismo campechano es uno de los más repugnantes arropes que embadurnan las buenas, malas y falsas conciencias de la aristocracia de este país. Basta ver la relación de Kennedy con sus hijos. Si me dieran un dólar por todas las veces que John John pasa por debajo de sus piernas sin que el presidente tenga la lógica, tamerlaniana apetencia de sentarse encima y aplastarle, ya habría podido jubilarme con una pensión de comerciante inglés de novela victoriana. Y me bastaría medio dólar por todas las fotografiadas caricias mejillares que el presidente ha malgastado en su hija.

Yo prefiero el talante déspota de Tamerlán. Abstenerse de estas delicias de la omnipotencia es falsearla. Por más alcohol que ponga en sus manos Armadoras de disposiciones que cambian vidas y haciendas, no conseguirá dejar de ser Tamerlán, defensor de un sistema que lucha a muerte para sobrevivir. Portador de catastrofismo y dolor, no conseguirá evitarlo por mucho que sustituya el perfil rapiñador de Henry Ford por una dulzona sonrisa céltica de irlandés bien criado y lector de Robert Frost.

Mister Phileas Wonderful me acarició con sus ojos cordiales, como un paquete de tabaco entreabierto y ofrecido, como una tapicería de sofá de tacto hogareño. Mister Wonderful acariciaba con la sonrisa de amplio vividor, ancho, alto, sesentón bien conservado, algo amarillas las abundantes canas bajo la acción de cotidianas colonias coloreantes, un detalle apenas molesto en contraste con la regularidad y blancura extasiante de una dentadura en cinerama. Elogió mis progresos a lo largo del curso de adiestramiento y planteó sin rodeos el asunto de la profesionalidad.

—Tiene usted la formación crítica de Isaac Deutscher y el
sex-appeal
de John Gavin.

—Lo reconozco. Y además la encantadora brutalidad de un miembro de las juventudes hitlerianas.

MisterPhileas Wonderful no estaba de acuerdo con mi adjetivación. Había luchado como militante socialista en casi todos los líos europeos del siglo y finalmente había comprobado su conversión en técnico de inseguridades.

—Es cuestión de profesionalizar el amateurismo de la acción, comercializarla. El socialismo podrá imponerse sin que usted o yo muramos en la guerrilla y si lo abandonamos a tiempo viviremos mucho mejor hasta que llegue esa, hoy por hoy, lejana consecuencia. La CIA es un campo de experiencias fascinante, sobre todo cuando uno puede acceder a puestos de dirección. Normalmente, incluso nosotros tenemos una idea equivocada de lo que somos. Nuestro trabajo tiene un nivel de modificación poética de la historia: somos lo único que se enfrenta a la descarada con el avance del comunismo, precisamente porque no nos importa que a la larga gane. Se trata de un mero desafío técnico: cuánto tiempo seremos capaces de ir entreteniendo ese avance. Es una actividad mucho más bonita que contribuir al avance. La grosería moral del revolucionario salta a la vista. Un revolucionario es, como el santo, el mártir o la virgen, un ventajista repugnante. Usted mismo puede haberlo comprobado.

Cada gesto de asco le permitía enseñar un fragmento de su impresionante, irreal dentadura.

—No hay ser tan molesto como el místico revolucionario, convertido en severo juez del comportamiento ajeno desde la legitimidad de su irreprochable sacrificio histórico. En cambio, un agente de la CIA es un ser marginado, un incomprendido poeta de la contrarrevolución. Pero créame, sabrá convenir conmigo en que sin la CIA no habría ni historia ni dialéctica. Un agente de la CIA es no sólo un poeta de la revolución sino un legitimador de la revolución.

—Y está mejor pagado que un revolucionario.

—Bastante mejor.

Convino Wonderful mientras me ofrecía otro cigarrillo:

—¿Qué fumaba usted cuando era un revolucionario?

—Celtas.

—¿Qué es eso?

—Tabaco español.

—En mis tiempos se llamaban de otra manera. A lo que iba; un agente de la CIA vive una existencia poco vistosa, aunque tenga que hacer cosas supuestamente repugnantes. Nunca es víctima de la obscena solidaridad con nada ni con nadie. Es un héroe aséptico y total.

Mister Phileas Wonderful es en la actualidad un experto en propaganda norteamericana. En momentos difíciles para el prestigio USA, Wonderful sabe convertir las derrotas en victorias, los asesinatos en beneficencia, las invasiones en turismo, la coacción en protección. Wonderful es el supervisor de los
slogans
que en todo el mundo reciben los agentes internacionales de la USIS, en un cómodo aunque delicado retiro.

Siempre he comparado a Wonderful con Muriel. Wonderful era el antimuriel, por eso me tranquilizaba tanto, por eso me absorbía tanto. Muriel me mantenía siempre en la repugnante tensión de la pretendida autenticidad, sin que ella lo tuviera muy clarificado; pero sí disuelto en su sangre, sus células. En cambio, Wonderful era tan controladamente siniestro que merecía el adjetivo de delicioso. Le imaginaba a lo largo de su historia, preparando atentados, reunido con los delegados de la Internacional, cambiando de Internacional con calculado nerviosismo, apostando por bazas revolucionarias y democráticas hasta que un día se vio aplastado por un invierno de exiliado, probablemente acuciado por la miseria heroica. Tremendamente lúcido como para comprender lo irrepetible de su vida, que se vive solamente una vez, que hay que aprender a querer y a vivir, que apenas si hay tiempo de hacer algo por uno mismo. Son los fantasmas que yo vi aparecer en la penumbra del campo de batalla que había quedado después de la discusión con Muriel sobre el mérito y demérito de Rousseau o Voltaire.

También Wonderful había cambiado de camisa, cargado de santa indignación liberal frente al brutalismo staliniano, como yo me había rebelado contra el purismo esquemático de Muriel. Pero progresivamente se habría hecho más sincero, más consciente de sus reales motivaciones. Ni siquiera ahora la dentadura postiza y las canas teñidas disimulaban sus rasgos de español, sus rasgos de isleño de la Historia, loco y acobardado. Wonderful sabía que yo conocía su historia, su origen. Con tablas de actor de carácter muy curtido daba por sentado que yo comprendería su arqueología, porque se correspondía en bastantes puntos con lo que ya empezaba a dejar de ser mi historia. Y a mí me fascinaba la excavación en aquellas ruinas tan bien conservadas, tan restauradas, tan declaradas de interés nacional. Amaba su libertad y la capacidad de superar el autodesprecio mediante la asunción de un total desprecio por la otredad. La vida es una sucesión de movimientos hacia el éxito, él y yo sabemos que en último extremo tenemos la posibilidad de acometer un movimiento vedado para la inmensa mayoría de los pobladores del hormiguero: el movimiento de llevar la mano a la pistola sobaquera, quitar el seguro, apuntar y no preocuparnos por el qué dirán.

La esposa del agregado cultural de la embajada de Austria es rotunda. Cuando la agregada se desnuda, sus carnes parecen como prevenidas para el desembarco y saltan por su propio peso. Parece como si cayeran, pero quedan en el aire, elásticas, algo vacilantes, pero seguras de sí mismas, como las atletas lanzadoras de peso cuando comprueban la elasticidad de la pierna que va a respaldar el lanzamiento del cuerpo. Son bicolores, semitostadas por el escaso sol de Washington y por el aparato de sol artificial.

La señora del agregado cultural austríaco mide 97 de pecho y 90 de cadera. Nadie podría hablar de lo que es una mujer sin haberla palpado. El frío de las posaderas tiene una consistencia extracarnal, una consistencia de fruto inexistente. Recorrer con el cuenco de la mano el torno de su pierna es un viaje del que nadie quisiera volver.

La señora del agregado cultural austríaco aprendió el amor en la Escuela de Viena. Es el suyo un estilo inconfundible. Sus gemidos son de una pronunciación perfecta y sus aleteos finales superan en delicadeza la muerte de Margot Fonteyn en El lago de los cisnes. Desde la melena hasta el diseño de los dedos del pie, la agregada cultural es un perfecto animal. Cuando la agregada cultural va vestida, sólo experimentan deseos de agresión un 65 por 100 de la población masculina de Washington y un 44,3 por 100 de la femenina. Pero cuando la agregada se desnuda, pese a que el Instituto Gallup no lo ha verificado, los agresores serían el 98 y el 76 por 100, respectivamente.

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