Vuelo final (57 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

BOOK: Vuelo final
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—Quizá eres una espía, y él es un policía que espera cogerte mientras les estás robando secretos militares a los nazis.

—Algo por el estilo —dijo Hermia alegremente, y se le escurrió de entre los brazos.

Salió de la pista andando rápidamente y fue alrededor del estrado de la banda para meterse entre los árboles. Luego cruzó corriendo la extensión de césped hasta que llegó a otro sendero, y después fue hacia una salida lateral. Miró atrás: Peter no estaba detrás de ella.

Hermia salió del parque y fue a la estación del ferrocarril suburbano que había enfrente de la terminal principal. Compró un billete para Kirstenslot. Estaba muy contenta. Se había quitado de encima a Peter.

La única persona que había en el andén aparte de ella era una mujer bastante atractiva con una boina azul celeste.

31

Harald fue hacia la iglesia moviéndose con mucha cautela.

Había caído un chaparrón y la hierba estaba mojada, pero ya había dejado de llover. Una ligera brisa empujaba a las nubes alejándolas de allí, y una luna que estaba en tres cuartos brillaba intensamente a través de los huecos. La sombra de la torre del campanario iba y venía con la luz de la luna.

Harald no vio ningún coche desconocido aparcado cerca, pero aquello no lo tranquilizó demasiado. Si la policía realmente se estaba tomando en serio tender una trampa, habría escondido sus vehículos.

No había luces en ningún lugar del monasterio en ruinas. Era medianoche, y todos los soldados estaban acostados excepto dos: el centinela del parque, apostado delante de la tienda que servía como cantina, y una enfermera veterinaria de guardia en el hospital de caballos.

Harald se detuvo a escuchar enfrente de la iglesia. Oyó piafar a un caballo en los claustros. Moviéndose con la mayor cautela posible, se subió al tronco y miró por encima del alféizar.

Pudo entrever los vagos contornos del coche y el avión a la tenue claridad reflejada de la luna. Podía haber alguien escondido allí dentro, esperando al acecho.

Entonces oyó un gruñido ahogado y un golpe sordo. El ruido se repitió pasado un minuto, y Harald supuso que era Hansen, debatiéndose con sus ataduras. Una nueva esperanza hizo que le diera un vuelco el corazón. Si Hansen continuaba atado, quería decir que la señora Jespersen aún no había regresado con Peter. Seguía habiendo una probabilidad de que él y Karen consiguieran despegar a bordo del Hornet Moth.

Se metió por la ventana y fue al avión. Sacó la linterna de la cabina y recorrió el interior de la iglesia con su haz. Allí dentro no había nadie.

Abrió el maletero del coche. Hansen seguía atado y amordazado. Harald comprobó los nudos y vio que estaban aguantando. Volvió a cerrar el maletero.

Entonces oyó un ruidoso susurro.

—¡Harald! ¿Eres tú?

Alumbró las ventanas con la linterna y vio a Karen mirando por una de ellas.

La habían traído a casa en una ambulancia. Sus padres habían ido con ella. Antes de que se despidieran en el teatro, Karen había prometido salir de la casa sin ser vista tan pronto como pudiera y reunirse con él en la iglesia si no había nadie vigilando.

Harald apagó la linterna y luego abrió la gran puerta de la iglesia para dejarla pasar. Karen entró por ella cojeando, con un abrigo de piel encima de los hombros y llevando una manta. Harald la rodeó suavemente con los brazos, teniendo mucho cuidado con el brazo derecho en cabestrillo, y la estrechó contra su pecho. Por un breve instante, el calor de su cuerpo y el olor de sus cabellos hicieron que sintiese una intensa emoción.

Luego volvió a concentrarse en las cuestiones prácticas.

—¿Cómo te sientes?

—Me duele horrores, pero sobreviviré.

—¿Tienes frío?

—Todavía no, pero lo tendré cuando estemos volando a mil quinientos metros por encima del mar del Norte. La manta es para ti.

Harald cogió la manta y le apretó la mano buena.

—¿Estás preparada para hacer esto?

—Sí.

—Te quiero —dijo Harald, besándola suavemente.

—Yo también te quiero.

—¿De veras? Antes nunca lo habías dicho.

—Lo sé, y te lo estoy diciendo ahora por si se diese el caso de que no sobreviva a este viaje —replicó ella con su despreocupación habitual—. Eres el mejor hombre que he conocido jamás, por un factor de diez sobre uno. Tienes cerebro, pero nunca miras a la gente por encima del hombro. Eres bueno y delicado, pero tienes valor suficiente para todo un ejército. — Le tocó el pelo—. Hasta eres guapo, a tu manera un tanto curiosa. ¿Qué más podría pedir?

—A algunas chicas les gusta que un hombre vaya bien vestido.

—Sí, en eso tienes razón. Pero siempre podemos arreglarlo.

—Me gustaría decirte por qué te amo, pero la policía podría llegar aquí en cualquier momento.

—Oh, no te preocupes. Ya lo sé: me amas porque soy maravillosa.

Harald abrió la puerta de la cabina y tiró la manta dentro.

—Y ahora será mejor que subas a bordo —dijo—. Cuanto menos tengamos que hacer a la vista de todos, más probabilidades tendremos de poder salir de aquí.

—De acuerdo.

Harald vio que a Karen iba a resultarle difícil meterse en la cabina. Arrastró una caja hasta dejarla al lado del avión y Karen se subió a ella, pero entonces no podía meter dentro el pie lesionado. Entrar costaba bastante de todas maneras —la cabina disponía de menos espacio que el asiento delantero de un coche pequeño—, y parecía imposible hacerlo teniendo dos extremidades lesionadas. Harald comprendió que tendría que subirla en brazos.

Alzó en vilo a Karen con el brazo izquierdo debajo de sus hombros y el derecho debajo de sus rodillas, y luego se subió a la caja y la dejó sentada en el asiento de pasajeros del lado derecho de la cabina. De aquella manera, Karen podría accionar la palanca de control central en forma de Y con la mano izquierda buena, y Harald, sentado junto a ella en el asiento del piloto, podría emplear su mano derecha.

—¿Qué es eso que hay en el suelo? — preguntó Karen, inclinándose desde el asiento.

—El arma de Hansen. No sabía qué otra cosa hacer con ella. — Cerró la puerta—. ¿Estás bien?

Karen abrió la ventanilla.

—Estupendamente. El mejor sitio para despegar será yendo a lo largo del camino. El viento nos va bien, pero sopla hacia el castillo, así que tendrás que empujar el avión toda la distancia hasta la puerta del castillo y luego volverlo para que despegue con el viento de cara.

—De acuerdo.

Harald abrió de par en par las puertas de la iglesia. Lo siguiente que tenía que hacer era sacar el avión. Afortunadamente había sido estacionado de una manera muy inteligente, dejándolo enfilado hacia la puerta. Había un trozo de cuerda firmemente atado a la parte inferior del fuselaje que, había supuesto Harald cuando lo vio por primera vez, era utilizado para tirar del avión. Aferrando la cuerda con ambas manos, Harald tiró de ella.

El Hornet Moth era más pesado de lo que había imaginado. Además de su motor, llevaba dentro ciento ochenta litros de gasolina aparte de a Karen. Aquello era mucho peso que empujar.

Para vencer la inercia del avión, Harald consiguió hacer que este se meciera sobre sus ruedas y luego fue creando un ritmo hasta que finalmente pudo ponerlo en movimiento con un último empujón. La resistencia se redujo bastante una vez que el avión empezó a moverse, pero aun así seguía pesando mucho. Harald lo sacó de la iglesia con un considerable esfuerzo y logró llevarlo hasta el camino.

La luna asomó de detrás de una nube. El parque quedó casi tan iluminado como si fuera de día, dejando el avión totalmente expuesto a los ojos de cualquiera que mirase en la dirección apropiada. Harald tenía que trabajar deprisa.

Soltó el cierre que mantenía sujeta el ala izquierda contra el fuselaje y la colocó en posición. Luego bajó el alerón plegable del extremo interior del ala superior. Aquello mantuvo el ala en su sitio mientras Harald pasaba alrededor de ella para ir al borde delantero. Una vez allí hizo girar la clavija del ala inferior y la introdujo en su ranura. La clavija pareció topar con algún obstáculo. Harald ya se había encontrado con aquel problema cuando estaba practicando. Hizo que el ala se meciera suavemente, y eso le permitió terminar de introducir la clavija en su sitio. La sujetó con la tira de cuero y acto seguido repitió el ejercicio con la clavija del ala superior, para terminar fijándola mediante el puntal.

Para hacer todo aquello le habían hecho falta unos tres o cuatro minutos. Harald miró a través del parque hacia el campamento de los soldados. El centinela lo había visto y estaba viniendo hacia él.

Harald repitió el mismo procedimiento con el ala derecha. Cuando hubo terminado, el centinela ya estaba inmóvil detrás de él, mirando. Era el siempre amistoso Leo.

—¿Qué estás haciendo? — le preguntó, lleno de curiosidad.

Harald ya tenía preparada una historia.

—Vamos a sacar una fotografía. El señor Duchwitz quiere vender el avión porque no puede obtener combustible para él.

—¿Una foto? ¿De noche?

—Será una instantánea tomada a la luz de la luna, con el castillo al fondo.

—¿Lo sabe mi capitán?

—Oh, sí. El señor Duchwitz habló con él, y el capitán Kleiss dijo que no habría ningún problema.

—Oh, bien —dijo Leo, y luego volvió a fruncir el ceño—. Pero es extraño que el capitán no me hablara de ello.

—Quizá no pensó que fuera nada importante —dijo Harald, cayendo en la cuenta de que probablemente se había topado con un perdedor. Si los militares alemanes fueran tan descuidados, no hubiesen conquistado Europa.

Leo sacudió la cabeza.

—Un centinela tiene que ser informado de cualquier acontecimiento que se salga de lo corriente y que esté previsto que vaya a tener lugar durante su turno de guardia —dijo, como si estuviera repitiendo un reglamento.

—Estoy seguro de que el señor Duchwitz no nos habría dicho que hiciéramos esto sin haber hablado primero con el capitán —dijo Harald, inclinándose sobre el plano de cola y empujándolo.

Viéndolo esforzarse por mover la cola, Leo le echó una mano. Juntos hicieron girar la parte de atrás del avión en un cuarto de círculo de manera que este quedó encarado al sendero.

—Será mejor que lo compruebe con el capitán —dijo Leo.

—Si estás seguro de que no le importará que lo despierten…

Leo lo miró, entre dudoso y preocupado.

—Puede que todavía no se haya dormido —dijo pasados unos momentos.

Harald sabía que los oficiales dormían en el castillo. Intentó pensar en alguna manera de retrasar a Leo y terminar antes su propia tarea.

—Bueno, si tienes que subir hasta el castillo, antes podrías ayudarme a mover este trasto.

—Está bien.

—Yo cogeré el ala izquierda y tú coges la derecha.

Leo se colgó el rifle del hombro y se inclinó sobre el puntal metálico que corría entre el ala superior y el ala inferior. Con los dos empujando, el Hornet Moth ya no resultó tan difícil de mover.

Hermia cogió el último tren de la noche en la estación de Vesterport. El tren entró en Kirstenslot pasada la medianoche.

No estaba demasiado segura de qué iba a hacer cuando llegara al castillo. No quería atraer la atención hacia su persona llamando a la puerta y despertando a toda la casa. Quizá tuviera que esperar hasta la mañana antes de preguntar por Harald, y aquello significaría pasar la noche a la intemperie. Pero eso no la mataría. Por otra parte, si había luces encendidas en el castillo, quizá encontraría a alguna persona con la que pudiese hablar discretamente, tal vez alguien de la servidumbre. Y Hermia no quería perder un tiempo precioso.

Otra persona bajó del tren con ella. Era la mujer de la boina azul celeste.

Hermia sufrió un súbito ramalazo de miedo. ¿Había cometido un error? ¿Podía estar siguiéndola aquella mujer, relevando a Peter Flemming?

Tendría que comprobarlo.

Se detuvo en cuanto hubo salido de la estación oscurecida y abrió la maleta, fingiendo buscar algo. Si aquella mujer la estaba siguiendo, ella también encontraría un pretexto para esperar.

La mujer salió de la estación y pasó junto a Hermia sin la menor vacilación.

Hermia siguió hurgando dentro de su maleta mientras observaba a la mujer por el rabillo del ojo.

La mujer fue con paso rápido y decidido hacia un Buick negro estacionado cerca de allí. Alguien estaba sentado detrás del volante, fumando. Hermia no pudo verla cara, solo el resplandor del cigarrillo. La mujer subió al coche. El Buick se puso en marcha y empezó a alejarse.

Hermia respiró más tranquila. Aquella mujer había pasado la tarde en la ciudad, y su marido había ido a la estación para llevarla a casa en el coche. Falsa alarma, pensó Hermia con alivio.

Echó a andar.

Harald y Leo empujaron el Hornet Moth a lo largo del camino, pasando ante el camión cisterna del que Harald había robado combustible, hasta llegar al patio delantero del castillo, y luego lo dejaron encarado hacia el viento. Leo entró corriendo en el castillo para despertar al capitán Kleiss.

Harald solo disponía de un minuto o dos.

Sacó la linterna de su bolsillo, la encendió y la sostuvo entre los dientes. Hizo girar los cierres en el lado izquierdo de la proa del fuselaje y abrió la cubierta.

—¿Combustible abierto? — preguntó.

—Combustible abierto —dijo Karen.

Harald tiró del anillo del activador y accionó la palanca de una de las dos bombas de combustible para inundar el carburador. Luego cerró la cubierta y aseguró los cierres. Sacándose la linterna de la boca, preguntó:

—¿Imanes encendidos y válvula de estrangulación fijada?

—Imanes encendidos y válvula de estrangulación fijada.

Harald se colocó delante del avión e hizo girar la hélice. Imitando lo que le había visto hacer a Karen, la hizo girar una segunda vez y luego una tercera. Finalmente le asestó un vigoroso empujón y se apresuró a retroceder.

No sucedió nada.

Harald soltó una maldición. No había tiempo para ocuparse de los fallos.

Repitió el procedimiento. Algo iba mal, pensó en el mismo instante en que lo intentaba. Cuando hizo girar la hélice antes, había ocurrido algo que no estaba ocurriendo ahora. Harald trató desesperadamente de recordar qué era.

El motor tampoco se puso en marcha.

Entonces el recuerdo volvió de pronto a su mente haciéndole comprender qué era lo que faltaba. Cuando hacía girar la hélice no se producía ningún chasquido. Recordó que Karen le había dicho que el chasquido era el impulsor de arranque. Sin eso, no habría ninguna chispa.

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