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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Vuelo final (56 page)

BOOK: Vuelo final
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El telón bajó y la audiencia aplaudió. El telón volvió a subir para revelar al reparto, menos Karen y Anders, que saludó agradeciendo los aplausos de la audiencia.

Los Duchwitz salieron, y Harald fue tras ellos.

Fueron rápidamente hasta la entrada de artistas y un acomodador los llevó al camerino de Karen.

Estaba sentada con el brazo derecho en un cabestrillo. Se la veía impresionantemente hermosa en aquel traje de un blanco cremoso, con los hombros al aire y el nacimiento de sus senos visible por encima del corpiño. Harald sintió que le faltaba la respiración, y no supo si la causa era la preocupación o el deseo.

El médico de la compañía estaba arrodillado delante de Karen, envolviéndole el tobillo derecho con un vendaje.

La señora Duchwitz se apresuró a ir hacia Karen, diciendo: «¡Mi pobre pequeña!». La rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho. Aquello era lo que le hubiese gustado hacer a Harald.

—Oh, estoy bien —dijo Karen, aunque se la veía bastante pálida.

—¿Cómo se encuentra? — preguntó el señor Duchwitz al médico.

—No ha sido nada grave —dijo este—. Se ha torcido la muñeca y el tobillo. Le dolerán durante unos cuantos días, y tendrá que tomarse las cosas con calma durante al menos dos semanas, pero se recuperará.

A Harald lo alivió saber que las lesiones de Karen no eran serias, pero lo primero en que pensó fue si podría volar.

El médico sujetó el vendaje con un pequeño imperdible y se levantó.

—Bueno, será mejor que vaya a ver a Ian Anders. Su caída no fue tan violenta como la tuya, pero estoy un poco preocupado por su codo.

—Gracias, doctor.

Su mano permaneció encima del hombro de Karen, para gran disgusto de Harald.

—Bailarás tan maravillosamente como siempre, no te preocupes —dijo, y se fue.

—Pobre Ian —dijo Karen—. No puede parar de llorar.

Harald pensó que Anders debería ser fusilado.

—La culpa fue suya. ¡Te dejó caer! — dijo indignado.

—Lo sé, y por eso está tan preocupado.

El señor Duchwitz miró con irritación a Harald.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Una vez más fue su esposa la que respondió.

—Harald ha estado viviendo en Kirstenslot.

Karen se quedó muy sorprendida.

—¿Cómo lo supiste, madre?

—¿Crees que nadie se dio cuenta de cómo las sobras desaparecían de la cocina cada noche? Las madres no somos idiotas, ¿sabes?

—Pero ¿dónde duerme? — preguntó el señor Duchwitz.

—Me imagino que en la iglesia abandonada —replicó su esposa—. Esa debe de ser la razón por la que Karen estaba tan interesada en mantenerla cerrada.

Harald se horrorizó al ver la facilidad con que había sido revelado su secreto. El señor Duchwitz parecía estar bastante enfadado, pero el rey entró antes de que pudiera estallar.

Todos guardaron silencio.

Karen intentó levantarse, pero el rey la detuvo.

—Mi querida muchacha, te ruego que no te muevas de donde estás. ¿Cómo te sientes?

—Me duele, majestad.

—Estoy seguro de ello. Pero espero que no habrá habido ningún daño irreparable, ¿verdad?

—Eso fue lo que dijo el médico.

—Bailaste divinamente, ¿sabes?

—Gracias, señor.

El rey miró interrogativamente a Harald.

—Buenas noches, joven.

—Me llamo Harald Olufsen, majestad, y soy un amigo de escuela del hermano de Karen.

—¿Qué escuela?

—La Jansborg Skole.

—¿Al director todavía lo llaman Heis?

—Sí…, y Mia a su esposa. Bueno, asegúrate de cuidar bien de Karen. — Se volvió hacia los padres—. Hola, Duchwitz, me alegro de volver a verlo. Su hija tiene un talento realmente maravilloso.

—Gracias, majestad. Os acordaréis de mi esposa, Hanna.

—Por supuesto. — El rey le estrechó la mano—. Esto es muy preocupante para una madre, señora Duchwitz, pero estoy seguro de que Karen se pondrá bien.

—Sí, majestad. Los jóvenes se curan deprisa.

—¡Desde luego que sí! Bien, y ahora echémosle una mirada al pobre muchacho que la dejó caer —dijo el rey, yendo hacia la puerta.

Por primera vez, Harald reparó en el acompañante del rey, un hombre joven que era asistente, o guardaespaldas, o quizá ambas cosas.

—Por aquí, señor —dijo aquel hombre, y le sostuvo la puerta.

El rey salió.

—¡Bueno! — exclamó la señora Duchwitz en un tono lleno de emoción—. ¡Qué encantador!

—Supongo que será mejor que llevemos a Karen a casa —dijo el señor Duchwitz.

Harald se preguntó cuándo tendría una ocasión de hablar con ella a solas.

—Mamá tendrá que ayudarme a salir de este traje —dijo Karen.

El señor Duchwitz fue hacia la puerta y Harald lo siguió, no sabiendo qué otra cosa podía hacer.

—Antes de que me cambie, ¿os importaría que hablara un momento con Harald a solas? — preguntó Karen.

Su padre puso cara de irritación, pero su madre dijo:

—Claro que no, siempre que no tardes demasiado.

Luego salieron de la habitación y el señor Duchwitz cerró la puerta.

—¿Realmente te encuentras bien? — le preguntó Harald a Karen.

—Lo estaré en cuanto me hayas besado.

Harald se arrodilló junto a la silla y la besó en los labios. Luego, incapaz de resistir la tentación, besó sus hombros desnudos y su cuello. Sus labios viajaron hacia arriba, y besó la curva de sus senos.

—Oh, cielos, para. Es demasiado agradable —dijo ella.

Harald retrocedió de mala gana. Vio que el color había vuelto al rostro de Karen, y que estaba respirando entrecortadamente. Lo asombró pensar que sus besos habían hecho aquello.

—Tenemos que hablar —dijo Karen.

—Lo sé. ¿Estás en condiciones de pilotar el Hornet Moth?

—No.

Harald ya se lo había temido.

—¿Estás segura?

—Me duele demasiado. Ni siquiera puedo abrir una maldita puerta. Y apenas puedo caminar, así que me resultaría imposible operar el timón con mis pies.

Harald ocultó la cara en sus manos.

—Entonces todo ha terminado.

—El médico dijo que solo me dolería durante unos días. Luego podremos irnos tan pronto como me sienta mejor.

—Hay algo que todavía no te he dicho. Hansen volvió a husmear por allí esta noche.

—Yo no me preocuparía por él.

—Esta vez iba con una mujer detective, la señora Jespersen, la cual es mucho más lista que él. Escuché su conversación. Ella entró en la iglesia y enseguida lo averiguó todo. Dedujo que estoy viviendo allí y que planeo huir en el avión.

—¡Oh, no! ¿Y qué hizo?

—Fue a recoger a su jefe, quien da la casualidad de que es Peter Flemming. Dejó allí de guardia a Hansen y le dijo que disparara contra mí si intentaba despegar.

—¿Que disparara contra ti? ¿Qué vas a hacer?

—Dejé sin sentido a Hansen de un puñetazo y lo até —dijo Harald, no sin sentir un poco de orgullo.

—¡Oh, Dios mío! ¿Dónde está ahora?

—Dentro del maletero del coche de tu padre.

—Todavía podríamos hacerlo.

—¿Cómo?

—Tú puedes ser el piloto.

—No puedo pilotar el avión… ¡Tan solo llegaron a darme una lección!

—Yo te lo iré explicando todo mientras lo haces. Poul dijo que tenías un talento natural para ello. Y podría operar la palanca de control con mi mano izquierda parte del tiempo.

—¿Lo dices en serio?

—¡Sí!

—Está bien. — Harald asintió solemnemente—. Eso es lo que vamos a hacer. Reza porque el tren de Peter llegue con retraso.

30

Hermia había descubierto a Peter Flemming en el transbordador.

Lo vio apoyado en la barandilla, mirando el mar, y se acordó de un hombre con un elegante traje de tweed y el bigote de color jengibre al que había visto en el andén de Morlunde. Sin duda varias personas de Morlunde estaban recorriendo toda la distancia hasta Copenhague, tal como hacía ella, pero aquel hombre parecía vagamente familiar. El sombrero y las gafas la despistaron durante un rato, pero finalmente su memoria terminó dando con el recuerdo que buscaba: Peter Flemming.

Lo había conocido yendo con Arne, en los tiempos felices. Le parecía recordar que los dos habían sido amigos de infancia, y que luego se pelearon cuando sus familias se enemistaron.

Ahora Peter era policía.

Tan pronto como se acordó de eso, Hermia comprendió que tenía que estar siguiéndola. Un escalofrío de miedo hizo que se estremeciera como si acabase de sentir un viento helado.

Se le estaba terminando el tiempo. Faltaban tres noches para la luna llena, y todavía no había dado con Harald Olufsen. Si conseguía que el hermano de Arne le entregara la película aquella noche, Hermia no estaba muy segura de cómo se las arreglaría para llevarla a Inglaterra a tiempo. Pero no iba a darse por vencida: por el recuerdo de Arne, por Digby y por todos los aviadores que arriesgaban sus vidas para detener a los nazis, tenía que conseguirlo.

Pero ¿por qué Peter no la había arrestado ya? Era una espía británica. ¿Qué tramaba? Quizá, al igual que ella, Peter estaba buscando a Harald.

Cuando el transbordador atracó, Peter la siguió y subió al tren de Copenhague con ella. Apenas el tren se hubo puesto en marcha, Hermia fue por el pasillo y lo vio en un compartimiento de primera clase.

Regresó a su asiento, muy preocupada. Aquello era lo peor que hubiese podido ocurrir. No debía conducir a Peter hasta Harald. Tenía que quitárselo de encima.

Dispuso de mucho tiempo para pensar en cómo hacerlo. El tren sufrió repetidos retrasos, y llegó a Copenhague a las diez de la noche. Cuando entró en la estación, Hermia ya había trazado un plan. Iría a los jardines del Tívoli y despistaría a Peter entre la multitud.

Mientras bajaba del tren, miró hacia atrás recorriendo el andén con la mirada y vio a Peter bajando del vagón de primera clase.

Hermia subió a paso normal por los escalones que conducían al andén, cruzó el torniquete de los billetes y salió de la estación. Estaba oscureciendo. Los jardines del Tívoli quedaban a unos cuantos pasos de la estación. Hermia fue a la entrada principal y compró una entrada.

—Cerramos a medianoche —le advirtió la vendedora.

Hermia había ido allí con Arne en el verano de 1939. Había una celebración nocturna, y cincuenta mil personas habían llenado el parque para ver los fuegos artificiales. Ahora el lugar era una patética versión de su antiguo yo, como una foto en blanco y negro de un cuenco de fruta. Los senderos continuaban serpenteando encantadoramente entre los parterres de flores, pero las luces de cuento de hadas suspendidas de los árboles habían sido apagadas, y los caminos se hallaban iluminados por lámparas especiales de baja intensidad para respetar las normas de oscurecimiento. El refugio para los bombardeos añadía un toque especialmente triste. Hasta las bandas de música parecían sonar en un tono más apagado. Para Hermia lo peor de todo fue que la multitud no era tan numerosa, lo cual ponía las cosas más fáciles a alguien que la estuviera siguiendo.

Se detuvo, fingió estar observando a un malabarista, y miró disimuladamente hacia atrás. Vio a Peter no muy lejos detrás de ella, pagando un vaso de cerveza en un puesto. ¿Cómo se lo iba a quitar de encima?

Se unió al gentío que rodeaba un escenario al aire libre encima del cual se estaba cantando una opereta. Fue abriéndose paso hasta la primera fila de espectadores y luego salió por el extremo opuesto, pero cuando siguió andando, Peter todavía estaba detrás de ella. Si aquello continuaba durante mucho rato, Peter se daría cuenta de que Hermia estaba intentando despistarlo. Entonces podía decidir que no valía la pena correr riesgos y arrestarla.

Empezó a sentirse bastante asustada. Fue alrededor del lago y llegó a una pista de baile al aire libre en la que una gran orquesta estaba tocando un fox—trot. Habría al menos un centenar de parejas bailando enérgicamente, y muchas más viéndolas bailar. Hermia por fin sintió algo de la atmósfera del viejo Tívoli. Ver a un hombre joven y bastante apuesto solo junto a la pista hizo que tuviera un arranque de inspiración. Fue hacia él y le dirigió su sonrisa más grande.

—¿Te gustaría bailar conmigo? — preguntó.

—¡Por supuesto!

La tomó en sus brazos y entraron en la pista. Hermia no bailaba muy bien, pero podía salir del paso con un compañero de baile competente. Arne había sido un soberbio bailarín, porque tenía estilo y se sabía todos los pasos. Aquel hombre sabía seguir el ritmo y se movía con mucha seguridad en sí mismo.

—¿Cómo te llamas? — le preguntó él.

Hermia estuvo a punto de decírselo, pero se contuvo en el último instante.

—Agnes.

—Yo me llamo Johan.

—Encantada de conocerte, Johan, y bailas maravillosamente el fox—trot —dijo Hermia, volviendo la cabeza hacia el sendero y viendo a Peter observando a quienes bailaban.

Desgraciadamente, entonces la melodía llegó a un brusco final. Las personas que habían estado bailando aplaudieron a la orquesta. Algunas parejas salieron de la pista y unas cuantas más entraron en ella.

—¿Otro baile? — preguntó Hermia.

—Sería un placer.

Hermia decidió ser franca con él.

—Oye, un hombre horrible me está siguiendo y estoy tratando de alejarme de él. ¿Estarías dispuesto a llevarnos hasta el otro extremo del parque?

—¡Qué emocionante! — Miró a los espectadores a través de la pista de baile—. ¿Cuál es? ¿Ese gordo que tiene la cara roja?

—No. El del traje marrón claro.

—Ya lo veo. Es bastante guapo.

La banda empezó a tocar una polca.

—Oh, cielos —dijo Hermia.

La polca era difícil de bailar, pero tenía que intentarlo.

Johan era lo bastante experto para ponérselo lo más fácil posible a Hermia. También podía conversar al mismo tiempo que bailaba.

—El hombre que te está molestando… ¿Es un completo desconocido, o alguien a quien conoces?

—Lo he visto antes. Llévame hasta el otro extremo, junto a la orquesta… Sí, eso es.

—¿Es tu novio?

—No. Dentro de un momento voy a dejarte, Johan. Si ese hombre echa a correr detrás de mí, ¿le pondrás la zancadilla, o harás algo para detenerlo?

—Si es lo que quieres…

—Gracias.

—Me parece que es tu marido.

—Te aseguro que no.

Ya se encontraban muy cerca de la orquesta, y Johan la llevó hacia la pista de baile.

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