Gnut no se movió, así que Cliff se atrevió a hablar.
—¿Qué es lo que pasa, Stillwell? —le preguntó—. ¿Puedo ayudarte? No tengas miedo. Soy Cliff Sutherland, ¿me recuerdas? Soy el fotógrafo.
Sin mostrar la menor sorpresa al hallarse con Cliff allí, y agarrándose a su presencia como lo haría uno que se ahogase, Stillwell jadeó:
—¡Ayúdame! Gnut… Gnut —no parecía poder proseguir.
—¿Qué es lo que pasa con Gnut? —preguntó Cliff. Teniendo muy presente que el robot de los ojos de fuego se alzaba junto a ellos, y temiendo incluso moverse hacia el hombre, Cliff añadió con aire tranquilizador—: Gnut no te hará daño. Estoy seguro de que no te lo hará. A mi no me lo hace. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué puedo hacer?
Con una repentina decisión y energía, Stillwell se alzó sobre sus codos.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—En el Pabellón Interplanetario —le contestó Cliff—. ¿Es que no lo sabías?
Durante un instante sólo se oyó la dificultosa respiración de Stillwell. Luego, ronca y trabajosamente, preguntó:
—¿Cómo he llegado aquí?
—No lo sé —le contestó Cliff.
—Estaba haciendo una grabación informativa —dijo Stillwell—, cuando, de repente, me encontré aquí…, es decir, allí dentro…
Se interrumpió y su rostro mostró una nueva expresión de horror.
—¿Y qué pasó entonces? —le preguntó Cliff, con voz suave.
—Estaba en esa caja… y allí, junto a mí, estaba Gnut, el robot. ¡Gnut! ¡Pero si lo habían inutilizado! ¡Nunca se ha movido!
—Tranquilízate ya —le dijo Cliff—. No creo que Gnut te haga daño.
Stillwell se dejó caer de nuevo al suelo.
—Estoy muy débil —jadeó—. Algo… ¿Querrías buscar a un doctor?
No se daba cuenta de que el robot que tanto temía se alzaba junto a él, con los ojos fulgurando en la oscuridad.
Mientras Cliff dudaba, sin saber qué hacer, la respiración del hombre se transformó en una serie de débiles jadeos, tan regulares como el tic tac de un reloj. El fotógrafo no se atrevía a acercarse a él, pero nada que hubiese hecho podría ayudar ya al hombre. Sus jadeos se debilitaron y se hicieron espasmódicos, y luego, de repente, se quedó totalmente quieto y en silencio. Cliff le auscultó el corazón, y luego alzó la vista hacia los ojos de la figura que había arriba.
—Está muerto —susurró.
El robot pareció comprenderle, o al menos oírle. Se inclinó hacia delante y contempló la figura inmóvil..
—¿Qué es lo que pasa, Gnut? —le preguntó de repente Cliff al robot—. ¿Qué es lo que estás haciendo? ¿Puedo ayudarte de alguna manera? Hay algo que me dice que tus móviles no son malos, y no creo que hayas matado a este hombre. Pero, ¿qué ha pasado? ¿Puedes comprenderme? ¿Puedes hablar? ¿Qué es lo que estás tratando de hacer?
Gnut ni se movió ni emitió sonido alguno, limitándose a mirar a la figura inerte que tenía a sus pies. En el rostro del robot, que ahora tenía tan cerca, Cliff veía una expresión de tristeza infinita.
El robot permaneció así varios minutos; luego, se inclinó aún más, tomó con mucho cuidado, incluso con suavidad, la forma inerte y, llevándola en sus poderosos brazos, fue hasta el lugar junto a la pared en donde yacían los trozos desmembrados de los ujieres robot. Cuidadosamente, la colocó a su lado. Luego, regresó hacia la nave.
Ahora ya sin miedo, Cliff corrió a lo largo de la pared de la habitación. Había llegado ya casi hasta el lugar en donde estaban las máquinas hechas pedazos cuando, de pronto, se detuvo en seco. Gnut estaba saliendo de nuevo.
Llevaba algo que parecía otro cadáver, más grande. Lo sostenía con un brazo y lo depositó con cuidado junto al cadáver de Stillwell. En la mano de su otro brazo sostenía algo que Cliff no podía divisar y que colocó junto al cuerpo que acababa de dejar en el suelo. Luego regresó a la nave y volvió una vez más con una forma que colocó con el mismo cuidado junto a las otras; y cuando hubo realizado este último viaje, las miró por un instante y luego retornó con lentitud a la nave y se quedó quieto, como muy ensimismado, junto a la rampa.
Cliff contuvo su curiosidad tanto como le fue posible, y después se deslizó hacia los objetos que Gnut había colocado allí. El primero en la hilera era el cadáver de Stillwell, tal como había esperado, y el siguiente era la gran forma peluda del gorila muerto… el de la noche pasada. Junto al gorila yacía el objeto que el robot había llevado en su mano libre, el diminuto cadáver del pájaro burlón. Aquellos dos habían permanecido en la nave durante el pasado día, y Gnut, a pesar del mucho cuidado con que los había tratado, sólo estaba haciendo limpieza. Pero había un cuarto cadáver del que nada sabía. Se acercó al mismo y se inclinó sobre él, para mirarlo.
Lo que vio le hizo quedarse sin aliento: ¡imposible!, pensó; debía de haberse equivocado; volvió a mirar muy de cerca al primer cadáver.
Entonces, se le congeló la sangre en las venas. El primer cadáver era el de Stillwell, pero el último de la hilera también era de Stillwell; había dos cadáveres de Stillwell, ambos exactamente idénticos, ambos desprovistos de vida.
Cliff se echó hacia atrás con un grito, y luego el pánico hizo presa en él y corrió por la habitación, apartándose de Gnut, y se puso a gritar y a golpear salvajemente la puerta. Se oyó un ruido en el exterior.
—¡Déjenme salir! —aulló aterrorizado—. ¡Déjenme salir! ¡Déjenme salir! ¡Apresúrense!
Se abrió una rendija entre las dos hojas de la puerta, que él agrandó con salvajismo animal, escapando muy lejos por el césped. Una pareja tardía que caminaba por un sendero cercano se lo quedó mirando asombrada, y esto le devolvió algún sentido, por lo que frenó su marcha y al fin se detuvo. Mirando hacia atrás, al edificio, vio que todo tenía el aspecto de siempre y que a pesar de su terror, Gnut no lo estaba persiguiendo.
Aún estaba con los pies descalzos. Respirando con agitación, se sentó en el húmedo césped y se puso los zapatos; luego se alzó y miró al edificio, tratando de recuperar la calma. ¡Qué lío tan enorme! El cadáver de Stillwell, el cadáver del gorila, y el cadáver del sinsonte… todos los cuales habían fallecido ante sus ojos. Y luego la última cosa aterradora, el segundo cadáver de Stillwell, al que no había visto morir. Y la extraña gentileza de Gnut, y la triste expresión que había visto en dos ocasiones en su rostro.
Mientras miraba empezó una cierta animación por los terrenos circundantes. Varias personas se reunieron en una puerta del pabellón, sonó por encima la sirena de un helicóptero de la policía, y luego otra en la distancia, y llegó gente corriendo de todos lados, unos pocos al principio, y luego más y más. Los aparatos de la policía aterrizaron en el césped junto a la puerta del pabellón, y creyó poder ver a los agentes atisbando al interior del mismo. Luego, de pronto, se encendieron las luces del edificio. Recuperado ya el control de sí mismo, Cliff volvió al museo.
Entró. Había dejado a Gnut pensativo a un lado de la rampa, pero ahora estaba de nuevo en su vieja y familiar postura en su lugar habitual, como si jamás se hubiera movido. La puerta de la nave estaba cerrada, y la rampa había desaparecido. Pero los cadáveres, los cuatro extraños cadáveres, yacían aún junto a los destrozados ujieres robot allí donde los había dejado en la oscuridad.
Se sobresaltó al oír un grito detrás de él: un guarda uniformado del museo le estaba señalando.
—¡Es éste! —gritaba el guarda—. ¡Cuando abrí la puerta este hombre la forzó de un empellón y salió corriendo como si le persiguiese el diablo!
Los agentes de la policía convergieron hacia Cliff.
—¿Quién es usted? ¿Qué es todo esto? —le preguntó uno de ellos, con bastante aspereza.
—Soy Cliff Sutherland, periodista gráfico —le contestó con mucha calma Cliff—. Estaba aquí dentro y salí corriendo, tal como dice ese guarda.
—¿Qué es lo que hacía aquí dentro? —le preguntó el agente, mirándolo con fijeza—. ¿Y de dónde han salido esos cadáveres?
—Caballeros, se lo contaría todo con mucho placer… Sólo que lo primero es el negocio —les contestó Cliff—. Se han producido algunos hechos realmente fantásticos en esta habitación, y yo los he visto todos y conozco su historia, pero… —sonrió—. Debo negarme a contestarles sin contar con el consejo de un abogado, y hasta que haya vendido mi artículo a uno de los sindicatos de prensa. Ya saben cómo son las cosas. Si me permiten utilizar la radio de su aparato…, sólo un instante, caballeros, les contaré toda la historia a continuación…, digamos que dentro de media hora, cuando la emitan los chicos de la televisión. Mientras tanto, pueden creerme si les digo que no hay nada que puedan hacer, y que no perderán nada con el retraso.
El agente que había hecho las preguntas parpadeó, y uno de los otros, de reacciones más rápidas y que desde luego no era un caballero, dio un paso hacia Cliff con los puños apretados. Cliff lo desarmó entregándole sus credenciales de prensa. El otro le dio una rápida ojeada y se las metió en el bolsillo.
Por aquel entonces ya había allí medio centenar de personas, y entre ellas dos miembros del equipo de un sindicato a los que conocía, llegados en helicóptero. Los policías gruñeron, pero le dejaron que les susurrase al oído y luego fuera bajo escolta al aparato de aquellos hombres. Allí, por radio, y en cinco minutos, Cliff hizo un trato que le iba a proporcionar más dinero del que jamás antes había ganado en todo un año. Luego, entregó todas sus fotos y negativos al equipo y les contó la historia, tras lo que ellos no perdieron ni un segundo en regresar a su oficina con la exclusiva.
Fueron llegando más y más personas, y la policía vació el edificio. Diez minutos más tarde, un gran equipo de radio y televisión, enviado por el sindicato con el que había hecho el trato, se abrió camino al interior del pabellón. Y luego, algunos minutos más tarde, bajo las deslumbrantes luces colocadas por los técnicos y situándose cerca de la nave y no muy lejos de Gnut (rehusó colocarse al lado), Cliff contó su historia a las cámaras y micrófonos, que en una fracción de segundo la enviaron a todos los rincones del Sistema Solar.
Inmediatamente después, la policía se lo llevó a la cárcel. Lo hicieron por principio, y además porque se los comía la ira.
Cliff pasó la noche en la cárcel… hasta las ocho de la mañana siguiente, cuando el sindicato logró al fin encontrar a un abogado que lo sacase. Y entonces, cuando al final salía, un agente de paisano lo agarró por la muñeca.
—Deseamos que venga a la Oficina Continental de Investigación para hacerle algunas preguntas —le dijo el agente. Cliff fue con él de buena gana.
Cuarenta y tres jerarquías estatales y «personalidades» lo esperaban en una imponente sala de conferencias: uno de los secretarios del presidente, el vicesecretario de estado, el viceministro de defensa, científicos, un coronel, ejecutivos, jefes de departamento y varios agentes principales de la Oficina. El viejo Sanders, el del bigote canoso, jefe del C.B.I., era quien presidía la reunión.
Le hicieron contar la historia de nuevo, completa…, no porque no le creyesen, sino porque esperaban obtener algún dato que arrojara alguna luz sobre el misterioso comportamiento de Gnut y los acontecimientos de las últimas tres noches. Con mucha paciencia, Cliff rebuscó en su cerebro hasta el último detalle.
El jefe Sanders fue el que hizo casi todas las preguntas. Tras más de una hora, cuando Cliff creía que ya había terminado, Sanders le hizo varias preguntas más, todas las cuales tenían que ver con sus opiniones personales acerca de lo sucedido.
—¿Cree que Gnut fue averiado de algún modo por los ácidos, rayos, calor y demás cosas que le aplicaron los científicos?
—No vi ninguna evidencia de ello.
—¿Cree que puede ver?
—Estoy seguro de que puede ver, o bien tiene otros poderes equivalentes a la visión.
—¿Cree que puede oír?
—Sí, señor. Cuando le susurré que Stillwell estaba muerto, se inclinó aún más, como para verlo por sí mismo. No me sorprendería que hubiese comprendido lo que le dije.
—¿No habló en ninguna otra ocasión que cuando produjo esos sonidos para abrir la nave?
—No dijo ni una palabra ni en inglés ni en ningún otro idioma. Ni produjo un solo sonido por su boca.
—Según su opinión, ¿ha resultado disminuida de algún modo su fuerza a causa del tratamiento que le hicimos? —preguntó uno de los científicos.
—Ya les he contado la facilidad con que manejó al gorila. Atacó al animal y lo lanzó al suelo, tras lo cual éste se retiró al otro extremo del edificio, muerto de miedo.
—¿Cómo explicaría el hecho de que nuestras autopsias no han encontrado ninguna herida mortal, ni causa alguna de muerte en ninguno de los cadáveres: el del gorila, el del pájaro, o los dos idénticos de Stillwell? —interrogó un médico.
—No puedo explicarlo.
—¿Cree que Gnut es peligroso? —preguntó Sanders.
—Potencialmente lo es mucho.
—Y, sin embargo, usted tiene la sensación de que no es hostil.
—He querido decir que no lo era conmigo. Tengo esa sensación, y me temo no poder dar ninguna buena razón para explicarla, exceptuando la forma en que me perdonó la vida en dos ocasiones, cuando me tenía en su poder. Creo que quizá también influya la forma en que manejó los cadáveres, y quizá la expresión triste y pensativa que vi en su rostro, en dos ocasiones.
—¿Se arriesgaría a permanecer solo en el edificio durante toda otra noche?
—No, por ningún precio —aseguró, provocando sonrisas.
—¿Tomó alguna foto de lo que pasó anoche?
—No, señor.
Cliff, con un esfuerzo, logró mantener su compostura, pero se sintió inundado por una oleada de vergüenza. Un hombre, que hasta ahora había permanecido en silencio, lo rescató al decir:
—Hace un rato utilizó la frase «con un objetivo», refiriéndose a las acciones de Gnut ¿Puede explicar esto un poco más?
—Sí, esa fue una de las cosas que atrajo mi atención: Gnut nunca parece hacer nada en vano. Cuando lo desea, puede moverse con sorprendente rapidez; vi esto cuando atacaba al gorila; pero la mayor parte de las otras veces camina como si estuviese llevando a cabo de un modo metódico alguna tarea simple. Y esto me hace recordar una cosa muy peculiar: hay momentos en que adopta una posición, cualquier posición, quizá medio inclinado, y se queda así durante varios minutos. Es como si su escala de valores temporales fuese diferente de la nuestra: algunas cosas las hace con una sorprendente rapidez y otras con una asombrosa lentitud. Esto podría explicar sus largos períodos de inmovilidad.