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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (43 page)

BOOK: Vespera
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Corala, a algunos kilómetros del asentamiento Jharissa en la isla de Zafiro, había sido el último bastión de Ruthelo y su base de operaciones durante gran parte del tiempo que duró la guerra.

—Y entonces, alguien se te acercó y te amenazó para que no llevaras tus pesquisas más lejos. ¿Cuánto hace de esto?

—Unos tres años —dijo Daganos—. Me volvió a ocurrir a principios de año. Pensé que podría ser más discreto, indagando de otra manera, pero lo descubrieron y me dijeron que no tolerarían más intentos.

—¿Y las otras muertes?

—Hace diecinueve años de una. Y ocho años de la otra.

Leonata hizo una pausa. Diecinueve años era mucho tiempo y eso no ponía las cosas fáciles; hacía diecinueve años Jharissa aún no había entrado en escena, aunque si antes habían sido agentes inactivos en Thetia, podrían haber estado al acecho.

¿Sería posible que Azrian y los otros clanes se las hubieran arreglado para escapar y dirigirse al norte? Nadie en su sano juicio optaría por ese destino, pero fueron acorralados en el noreste de Thetia y cualquier otra dirección estaba bloqueada por fuerzas hostiles.

—¿Y tú qué crees que ocurrió? —preguntó Leonata a Daganos. Cerca de la puerta, la voz de un niño se hizo más fuerte pero alguien le hizo callar en seguida. La mujer de Daganos les había recordado a sus hijos que debían mantenerse en silencio.

—Si no fuera por ese informe sobre la flota frente a las costas de Magravane —dijo con tristeza—, pensaría que el imperio mató a la mayoría, y que los que quedaron se dispersaron y comenzaron una nueva vida. Lo oyes a todas horas en el nuevo imperio: la gente descubre de repente que su vecino fue capitán de la flota Azrian o algo así.

De hecho, a Leonata le había ocurrido. Y aunque ella evitaba viajar al nuevo imperio, nunca estuvo segura de si esos casos eran auténticos o si aquella acusación no era otra cosa que un simple ardid para que el nuevo imperio pudiera deshacerse de la gente que no le gustaba. En cualquier caso, era tan efectivo como una sentencia de muerte.

Demasiado derramamiento de sangre, demasiadas muertes y ¿para qué? ¿Qué habían ganado en aquellos cuarenta años? El orgullo de Ruthelo había sido un desencadenante, pero también lo fue el fanatismo de aquellos que se opusieron a él y que no podían dejarlo descansar en paz ni siquiera ahora.

Quizá Aesonia y sus aliados tuvieran justificación, si es que habían sabido todo aquel tiempo que una parte importante de sus oponentes había conseguido escapar. Ellos reivindicaron una victoria absoluta porque les convenía y, después de todo, no quedaba nadie para negársela. Excepto que ahora se demostraba que la tan cacareada victoria del nuevo imperio no había sido tal, y los hijos de aquellos que derrotaron iban a venir en busca de venganza.

—Gracias, Daganos —dijo Leonata.

El se recostó en la silla y Leonata se sonrió al comprender que la sospecha sobre Petroz había sido infundada, quitándose así un peso muy grande de encima. Si su hermana y los hijos de ésta habían escapado, lo que buscaba Petroz era la ayuda de Leonata para encontrarlos y no ocultar su responsabilidad en sus muertes. Todo lo que estaba ocurriendo alrededor de Leonata era ya bastante malo, pero que la hubiera llevado a sospechar que un amigo de toda la vida era el autor de tales crímenes, eso era infame.

Y otra reflexión más reveladora: si Petroz hubiera estado del lado de los culpables, habría sido a él y no a Rainardo a quien hubieran asesinado la noche pasada. Petroz había iniciado la Anarquía como un partidario del nuevo imperio pero, por alguna razón, se desentendió de ellos un año más tarde más o menos, y no se hablaba con Aesonia desde hacía más de treinta años.

—¿Es eso todo? —le preguntó Daganos. Abajo alguien había empezado a dar golpes con un martillo. Eran trabajadores cuya misión era ocultar el hecho de que Asdrúbal utilizaba la casa como un piso franco temporal.

—Por ahora sí —dijo Leonata—. Cuando todo esto acabe, me gustaría oír hasta qué punto son engañosos los relatos convencionales, pero ¿hay algo relevante en ellos?

—Existen algunas extrañas incoherencias respecto a lo que sucedía antes de todo eso —dijo Daganos—. Lo que Ruthelo estaba haciendo realmente y lo que la gente decía que estaba haciendo no encaja muy bien.

—Investiga eso entonces, si tienes aquí todo el material necesario para hacerlo —dijo Leonata—. Si no es así, haz una lista con lo que necesites, dásela a tus anfitriones y yo le pediré a Asdrúbal que te lo facilite. Discretamente, por supuesto.

—No tengo otra cosa que hacer —dijo Daganos, de nuevo con amargura.

—No será por mucho tiempo, te lo prometo —dijo Leonata—. Pronto y, en parte gracias a ti, todo esto se hará público y podrás reanudar tu trabajo en el Museion con la estimulante compañía de Kornigis y sus colegas. Si es que puedes soportar que hablen de ti como si fueras un bicho abyecto de dudosa procedencia.

Pese a su estado de autocompasión, Daganos hizo una mueca de disgusto.

—Ellos ponen en tela de juicio mi competencia —dijo.

—O si lo prefieres —dijo ella—, creo que el clan podría permitirse un estipendio para un historiador prometedor. Es lo menos que puedo hacer.

A Daganos se le iluminó el rostro.

—Y ahora —dijo Leonata—, antes de irme, puedes presentarme a tu sufrida familia, que ha tenido que soportar las consecuencias de tu curiosidad.

Podía permitirse alguna amabilidad con la familia de Daganos, después de lo que les había hecho pasar y ya que él había solucionado, parcialmente, el misterio.

Ahora todo lo que necesitaba saber era por qué Iolani había amenazado primero con matar a Daganos y después había enviado a Leonata tras él.

Y, quizá lo más importante, ¿quién era exactamente Iolani Jharissa?

* * *

—Ah, aquí estás —dijo Valentino cuando Gian cerró la puerta. Gian enarcó las cejas cansinamente, claramente sorprendido de ver a Valentino con una actitud tan serena.

—Chacales —dijo Gian salvajemente, hundiéndose en una silla y dejando traslucir la angustia en su mirada—. Thetis, los odio. Los odio a todos.

—Me ha visitado alguien y tengo una idea —dijo Valentino. La idea que tenía pasaba por Aesonia, para que ella pudiera amarrarla bien y ocuparse del aspecto político. Era el plan de Rafael que Valentino ya había aprobado. Cuando se lo resumió a Gian advirtió que se le volvían a iluminar los ojos.

—Después de todo, quizá el sobrino demuestre que vale para algo —dijo Gian—. Todavía necesitas limarle un poco las aristas.

Valentino frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Su atuendo de la otra noche desbordaba los límites del buen gusto —dijo Gian—. Pensaba que ya te lo habrían dicho.

—¿De qué iba vestido?

—Era el alto con la máscara de león, el que iba de rojo —le respondió Gian. Valentino reprimió un súbito acceso de rabia, pero sus primitivos recelos regresaron con saña. El león rojo era el rey de las bestias en los continentes, el símbolo de gobierno y de poder de un gran número de dinastías ecuatoriales. Eso ya era bastante malo, pero el rojo había sido, además, el color del clan Azrian.

—Le haré entrar en vereda cuando regrese —dijo él.

—Ten cuidado. Ponle en su lugar pero no le humilles, a menos que encuentres una buena razón para hacerlo.

—Lo tendré en cuenta.

Por otra parte, si la misión de Rafael tenía éxito, Valentino tendría que esperar. Podría soportarlo, habida cuenta de lo que podría ganar mientras tanto. Y seguro que Rafael daría pronto otro paso en falso.

—¿Cuál es tu idea? —le preguntó Gian—. ¿Venganza? —No se sentó, ya que adivinó que Valentino no se quedaría allí mucho tiempo.

—Tu estúpido Consejo me ha dado la oportunidad que necesitaba —dijo Valentino. Gian era un gran thalassarca, pero siempre había sido leal a Valentino. Ésa era la razón por la que había aguantado toda una vida como otro más en Vespera y no había ocupado la posición de poder que merecía en el seno del imperio.

—Me sorprende que hayan tardado tanto —dijo Gian, pero su mirada revelaba una voraz curiosidad. Quería la recompensa que Catilina le había prometido hacía décadas: el nombramiento como prefecto de la ciudad, y quería que se le concediesen lo bastante antes de morir como para poder disfrutarla. Además y con más urgencia, quería vengar la muerte de Rainardo.

—Tus años de espera han terminado, viejo amigo. Te prometo que tendrás la satisfacción de ver disuelto el Consejo, y éste será el último regalo que te hará Rainardo —le dijo Valentino—. Ahora necesitamos a mi madre, a Silvanos, a la abadesa Hesphaere y mantener una reunión en privado. Y lo más importante, algunos mapas de Rainardo. Noreste de Thetia. Y asegúrate de encontrar algunos mapas viejos también. Quiero ver lo que había allí antes de la Anarquía.

—Creo que se podrá hacer —dijo Gian—. ¿Quieres que despeje tu agenda?

—Estoy de luto por Rainardo —dijo Valentino—. Nadie tiene por qué saber cómo voy a honrar su memoria, ¿verdad? Nuestra victoria será el monumento que le dediquemos y, cuando todo esto acabe, te daré el palacio Jharissa para que levantes un nuevo templo consagrado a Thetis Victrix en honor a Rainardo. ¿Puedes creer que la ciudad no tiene siquiera uno?

—Gracias —le dijo Gian—. Sabía que no le abandonarías.

Aquello no le devolvería la vida a Rainardo, ni le daría a Valentino la oportunidad de pasar más veladas en las dependencias del anciano con sus amigos oficiales y algunas botellas de buen vino tinto. No le devolvería aquel cerebro, el cerebro que había sido capaz de resolver los problemas estratégicos o tácticos más peliagudos de un solo vistazo. Pero ahora que Rainardo se había marchado, era todo lo que podía hacer.

—Así pues, manos a la obra —dijo Valentino.

* * *

—Dije que es posible —dijo Leonata—. Pero no puedo prometerlo, porque no sé nada más.

Petroz cerró los ojos y se detuvo, apoyando una mano sobre el morro de un dragón soliviantado tallado en el pilar que tenía al lado. El jardín del claustro era el lugar más tranquilo del palacio estarrin, posiblemente de todo Tritón, enclavado (diríase que taimadamente) fuera del alcance del sol y de la vista de los edificios circundantes.

Leonata habría preferido un jardín más grande y con más vegetación, como aquéllos de los que hacían alarde los palacios de Galatea, pero no había sitio en Tritón. La villa estarrin en su propia isla gozaba de aquel lujo, a ochenta kilómetros de Vespera. No obstante, ella buscó a los mejores jardineros que pudo y transformó el pequeño patio de piedra con la columnata del claustro en un sombrío oasis de vegetación y fuentes, un pequeño y singular mundo en el corazón de Vespera. Excepto en raras ocasiones en las que requería de privacidad como era el caso, cualquier miembro del clan podía hacer uso de él, siempre y cuando fueran silenciosos.

—Ella no me habría dado el anillo si aún estuviera con vida —dijo Petroz—. Lo apreciaba demasiado. Aunque podría haberlo enviado uno de sus hijos...

—¿Cuántos años tenían?

—Si estuvieran vivos —dijo Petroz—. Ithien tendría ahora cuarenta y ocho, Chaula cuarenta y seis. No, cuarenta y siete, su cumpleaños era en jurinia. —Su rostro se volvió a arrugar por su mudo dolor, y Leonata le puso la mano al viejo príncipe sobre el brazo. Ella no estaba muy segura sobre si darle las noticias o no. Ofrecían la esperanza de que alguien de su familia se encontrara aún con vida. La esperanza podría ser infundada, pero ocultarle la información no sería más amable, no cuando él podía ser capaz de juntar partes del rompecabezas que a ella se le resistían.

—Eran niños —dijo Petroz, al borde de las lágrimas—. Fue hace cuarenta años.

—Lo sé —le dijo Leonata, aunque no lo sabía. Ella había sido hija única, sin sobrinos ni sobrinas, pero la idea de perder a sus propios hijos durante todo ese tiempo, viéndoles primero como niños de ocho o nueve años y después como adultos de casi cincuenta... le resultaba desgarradora.

—¿Quiénes pueden ser? —dijo Petroz, levantando otra vez la mirada—. Debería haberlos conocido, si es que han estado cerca todos estos años. Seguramente, me habrían encontrado o yo les habría reconocido.

—Los niños cambian —dijo Leonata—. Piensa en Anthemia. —Ciertamente, Anthemia había sido rubia y una de las niñas más patosas que Leonata viera nunca, y ahora era morena como la misma Leonata, y fuerte como muy pocos lo eran.

—¿Cómo podría olvidarla? —dijo Petroz, que había malcriado a las dos hijas de Leonata con total desvergüenza en sus visitas a Vespera. Había sido un tío honorífico desde el inicio.

—Y —añadió Leonata, sin saber muy bien cómo decirlo de la mejor manera—, ellos podrían tener sus propios hijos, y no es imposible que tuvieran ya treinta años.

Leonata vio cómo Petroz hacía sus cálculos mentales y decidió ahorrarle las molestias.

—Sí, tendrían que haberlos tenido muy jóvenes, a los diecisiete o los dieciocho años, pero el norte no es un lugar agradable y esto ocurre.

Ocurría más en aquellas zonas de los continentes donde las mujeres no eran más que simples cuencos para llevar hijos y que se casaban en cuanto eran lo suficientemente adultas con algún pariente que estuviera a mano.

En Thetia ya no ocurría ese tipo de barbaridades, si es que alguna vez habían tenido lugar, pero las circunstancias del lejano norte eran muy diferentes y podían haberse impuesto sobre los rebeldes supervivientes.

—¿Iolani? —dijo Petroz.

—Es posible —dijo Leonata—. Pero roza el límite de lo mayor que podría ser un nieto azrian.

—Ruthelo era rubio —dijo Petroz—. No, no quiero hacer esto.

—Alguien te envió ese anillo. De manera que o alguien de la familia de tu hermana sigue con vida o, si no, hay alguien que sabe lo que les ocurrió y que podría ser responsable. ¿De verdad que no quieres saberlo, cualquiera que sea el caso?

Petroz asintió con la cabeza finalmente. Leonata no le estaba hablando ahora al príncipe de Imbria, sino a un hombre que se aproximaba al crepúsculo de sus días y que acababa de descubrir que quizá, después de todo, tenía una familia.

—Y ahora —dijo Leonata al escuchar un gong desde el interior del palacio—, necesitamos asegurarnos de que Anthemia se vaya, y creo que podrás encontrar a algún artista de confianza que pueda dibujar unos retratos de tu familia tal y como los recuerdas. No va a ser agradable, pero si voy a ayudarte, necesito saber cómo eran.

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