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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (105 page)

BOOK: Veinte años después
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—Ya estábamos casi de acuerdo sobre él —contestó Mazarino—; pasemos a las condiciones particulares.

—¿Pensáis que las habrá? —dijo Aramis sonriéndose.

—Creo que no todos tendréis el desinterés del señor conde de la Fère —dijo Mazarino, volviéndose hacia Athos y saludándole.

—Lo acertasteis, monseñor —repuso Aramis—, y celebro que al fin hagáis justicia al conde. El señor de la Fère tiene un alma superior a los deseos vulgares y a las pasiones humanas, un alma grande y modelada a la antigua. El señor conde es un ser extraordinario. Tenéis razón, monseñor, no valemos para descalzarle, y nosotros somos los primeros en confesarlo.

—Aramis —dijo Athos—, ¿os burláis?

—No, amigo conde; digo lo que pensamos y lo que piensan cuanto os conocen; pero, en fin, no se trata de vos, sino de monseñor y de su indigno servidor el caballero de Herblay.

—Manifestad, por tanto, lo que deseáis, además de las condiciones generales, de las cuales volveremos a hablar luego.

—Deseo, señor, que se ceda la Normandía a la señora de Longueville, con plena y completa absolución y quinientas mil libras. Deseo que Su Majestad el rey se digne a ser padrino del niño que acaba de dar a luz la misma señora, y que Vuestra Eminencia, después de presenciar el bautismo, vaya a presentar sus homenajes a nuestro Santo Padre el Papa.

—Es decir, que queréis que haga dimisión de mis funciones de ministro, que salga de Francia, que me destierre.

—Quiero que V. E. sea Papa a la primera vacante, reservándome para entonces pedir indulgencias plenarias para mis amigos y para mí. Mazarino hizo un mohín difícil de definir.

—¿Y vos? —preguntó a D’Artagnan.

—Yo, señor —dijo el gascón—, soy punto por punto del mismo parecer que el caballero de Herblay, exceptuando la última cláusula, sobre la cual tengo una opinión diametralmente opuesta a la suya. Lejos de pretender que monseñor salga de Francia, quiero que se quede en París; lejos de desear que sea Papa, deseo que prosiga siendo primer ministro, porque monseñor es un político consumado. Procuraré también, en cuanto de mí dependa, que salga Vuestra Eminencia vencedor de la Fronda, mas a condición de que se acuerde un tanto de los leales servidores del rey y de que confiera la primera compañía de mosqueteros a una persona que yo designe. ¿Y vos, Du-Vallon?

—Sí, hablad, pues os corresponde hacerlo —añadió el cardenal.

—Yo —dijo Porthos— quisiera que el señor cardenal, para honrar mi casa, que le ha dado asilo, tuviese a bien, en memoria de esta aventura, erigir mis tierras, en baronía, prometiéndome, además, hacer a un amigo mío Caballero de la orden del Espíritu Santo a la primera promoción.

—Ya sabéis que para recibir una orden son precisas ciertas pruebas.

—Mi amigo las presentará, y si no hubiese otro remedio, monseñor le diría cómo se elude esta formalidad.

El tiro iba bastante directo. Mordióse Mazarino los labios y contestó con alguna sequedad:

—Mal se concilian esas exigencias, señores, pues, satisfaciendo a unos, tengo que descontentar a otros. Si permanezco en París, no puedo ir a Roma; si soy Papa, no puedo continuar siendo ministro, y si no soy ministro, no puedo hacer capitán al señor D’Artagnan, ni barón al señor Du-Vallon.

—Claro es —dijo Aramis—. Como estoy en minoría, retiro mi proposición en cuanto al viaje a Roma y la dimisión de Vuestra Eminencia.

—¿Con que soy ministro? —dijo Mazarino.

—Quedamos en que lo seréis, señor —dijo D’Artagnan—. Francia os necesita.

—Y yo desisto de mis pretensiones, y V. E. será como hasta aquí, primer ministro y aun íntimo de S. M. si consiente en concedernos a mis amigos y a mí lo que para Francia y para nosotros pedimos.

—Pensad en vosotros, caballeros, y dejad a Francia que se arregle conmigo como pueda.

—No, no —repuso Aramis—; es necesario que se haga un tratado con los frondistas, y V. E. tendrá a bien escribirle y firmarle a presencia nuestra, comprometiéndose en él a obtener la ratificación de la reina.

—Yo sólo puedo responder de mí —repuso Mazarino—, y no de la reina. Y si se negara S. M…

—¡Oh! —dijo D’Artagnan—. Bien sabe Vuestra Eminencia que Su Majestad no puede negarle nada.

—Aquí está el trato propuesto por la diputación de los frondistas —dijo Aramis—. Dígnese V. E. leerle y examinarle.

—Ya le conozco —contestó Mazarino.

—Pues firmadle entonces.

—Advertid, señores, que mi firma, en las circunstancias en que nos encontramos, pudiera ser considerada como arrancada por fuerza.

—Allí estará monseñor para decir que la puso voluntariamente.

—Mas si yo rehusara…

—¡Oh! Entonces a nadie podría quejarse V. E. de las consecuencias de su negativa —dijo D’Artagnan.

—¿Osaríais atentar contra un cardenal?

—V. E. ha atentado contra unos mosqueteros de S. M.

—Caballeros, la reina me vengará.

—No creo tal, aunque no dudo que le sobrarían deseos; pero iremos a París con V. E., y los parisienses son gente capaz de defendernos.

—¡Qué intranquilidad debe reinar en este momento en Reuil y en San Germán! —dijo Aramis—. ¡Cómo se preguntarán todos dónde está el cardenal, qué ha sido del ministro, dónde se ha escondido el favorito!, ¡cómo buscarán a V. E. por todos los rincones!, ¡qué comentarios harán! Y si la Fronda sabe dónde está monseñor, ¡qué triunfo para la Fronda!

—¡Eso es horrible! —exclamó Mazarino.

—Firmad, pues, el tratado —dijo Aramis.

—Pero ¿y si lo firmo y se niega la reina a ratificarle?

—Yo me encargo de ver a S. M. —dijo D’Artagnan—, y lograrlo.

—Cuidad —dijo Mazarino— no os reciban en San Germán de un modo muy distinto del que esperáis.

—¡Bah! —repuso D’Artagnan—. Yo me arreglaré de manera que me reciban bien; tengo un medio.

—¿Cuál?

—Llevaré a S. M. la carta en que V. E. le anuncia que están completamente agotadas las arcas reales.

—¿Y luego? dijo Mazarino palideciendo.

—Luego que sea S. M. en la crítica situación que es consiguiente, la conduciré a Reuil, la haré entrar en el invernadero y le indicaré un resorte con que se mueve cierto cajón.

—¡Basta, caballero! —exclamó el cardenal—. ¡Basta! ¿Dónde está el tratado?

—Aquí —dijo Aramis.

—Ya veis que somos generosos —dijo D’Artagnan—. Suponed la multitud de cosas que pudiéramos hacer con semejante secreto.

—Firmad, pues —prosiguió Aramis presentándole la pluma. Incorporóse Mazarino y dio algunos paseos por la habitación, más pensativo que abatido. Detúvose luego y preguntó:

—¿Cuál será mi garantía después de firmar?

—Mi palabra de caballero, señor cardenal dijo Athos.

Mazarino se volvió hacia el conde de la Fère, examinó un momento aquel noble y franco rostro, y tomando la pluma:

—Eso me satisface, señor conde —dijo. Y firmó, añadiendo:

—Ahora, señor D’Artagnan, disponeos a marchar a San Germán y a llevar una carta mía a la reina.

Capítulo XCII
Una pluma y una amenaza

D’Artagnan no ignoraba que la ocasión sólo tiene un cabello, y no era hombre capaz de dejarla pasar sin tirarla de él. Organizó un sistema de viaje pronto y seguro, enviando por delante caballos de relevo a Chantilly, de modo que en cinco o seis horas pudiese ponerse en París. Pero antes de echar a andar, reflexionó que en una persona de talento y de experiencia, sería un disparate ir a buscar una cosa incierta dejando otra cosa tan cierta a sus espaldas.

—Efectivamente —dijo para sí en el momento de montar a caballo para evacuar su peligrosa comisión—. Athos es por su generosidad un héroe de novela; Porthos, un material excelente, pero predispuesto siempre a sufrir cualquier influencia; Aramis tiene un rostro jeroglífico, es decir, siempre ilegible. ¿Qué producirán estos tres elementos cuando no esté yo presente para amalgamarlos?… Tal vez la libertad del cardenal. Ahora bien, la libertad del cardenal es la ruina de todas nuestras esperanzas, y nuestras esperanzas son hasta ahora la única recompensa de veinte años de trabajos, en cuya comparación fueron los de Hércules hazañas de pigmeos.

Marchó en busca de Aramis y le dijo:

—Querido Herblay, vos que sois la Fronda por esencia y por potencia, desconfiad de Athos, que no quiere mirar por los negocios de nadie, ni aún por los suyos propios. Desconfiad particularmente de Porthos, que por dar gusto al conde, a quien considera como una divinidad en la tierra, sería capaz de auxiliar la evasión de Mazarino, si tiene Mazarino el talento de representar una escena de los tiempos caballerescos.

Aramis le contestó con una sonrisa tan astuta como resuelta:

—Nada temáis: tengo condiciones que exigir. No laboro para mí, sino para otros, y es necesario que mi corta ambición produzca sus resultados en favor de las personas que a ello tienen derecho.

—Corriente —pensó D’Artagnan—; por este lado estoy tranquilo.

Dio un apretón de manos a Aramis, y marchó en busca de Porthos.

—Amigo —le dijo—, tanto habéis trabajado conmigo en el edificio de nuestra fortuna, que, estando a punto de recoger el fruto de nuestros trabajos, sería una ridiculez dejaros dominar por Aramis, cuya astucia no ignoráis; astucia que, sea dicho entre nosotros, no siempre carece de egoísmos; o por Athos, hombre generoso y desinteresado, pero también hombre hastiado de todo, y que, como nada desea para sí, no comprende que los demás tengamos deseos. ¿Qué diríais si alguien de nuestros amigos os propusiese soltar a Mazarino?

—Diría que nos había costado mucho trabajo el cogerle para soltarle de ese modo.

—Bravo, Porthos, y tendríais razón, pues con él soltaríais la baronía que ya tenéis cogida, sin contar con que apenas se viese Mazarino fuera, os mandaría ahorcar.

—¡Cómo! ¿De veras?

—Cierto.

—Entonces le mato antes que permitir que se escape.

—Y haréis bien. No es cosa, como conocéis, cuando creemos laborar por cuenta nuestra, de hacerlo por los frondistas, los cuales por otra parte no comprenden las cuestiones políticas como nosotros, que somos unos veteranos.

—No tengáis miedo, amigo —contestó Porthos—. Ahora os miro por el balcón montar a caballo, y os sigo con la vista hasta que desaparezcáis. En seguida vuelvo a instalarme junto a la puerta del cardenal cerca de una puerta vidriera que da a la alcoba. Desde allí lo veo todo, y al menor movimiento sospechoso lo aplasto.

—Muy bien —dijo entre sí D’Artagnan—; me parece que por esta parte estará bien guardado el cardenal.

Y dando otro apretón de manos al señor de Pierrefonds, marchó hacia donde permanecía Athos.

—Querido Athos —le dijo—, me voy. Una sola cosa tengo que deciros. Ya conocéis a Ana de Austria. La prisión de Mazarino es la única garantía de mi vida. Si le dejáis escapar soy perdido.

—Sólo esa grave consideración, querido D’Artagnan, podría determinarme a hacer el oficio de carcelero. Os prometo, bajo mi palabra, que encontraréis al cardenal donde le dejáis.

—Eso me tranquiliza más que todas las firmas regias —dijo D’Artagnan—. Habiéndome Athos dado su palabra, puedo marcharme.

Y marchóse efectivamente sin más escolta que su espada y provisto sólo de un pase de Mazarino para ver a la reina. Seis horas después de su salida de Pierrefonds, se hallaba en San Germán.

Todavía se ignoraba la desaparición de Mazarino; sólo Ana de Austria la sabía y disimulaba su inquietud a los más allegados. En la habitación que ocupaban D’Artagnan y Porthos, habían sido hallados los dos suizos con sus mordazas y sus ligaduras. Inmediatamente se les devolvió el uso de los miembros y de la palabra, pero sólo podían decir lo que sabían: la forma en que fueron pescados, maniatados y despojados de sus vestidos. Ignoraban, lo mismo que los demás habitantes del castillo, lo que hubieran hecho Porthos y D’Artagnan luego que salieron por donde antes habían entrado ellos.

Sólo Bernouin sabía algo más. Viendo que no volvía su amo y oyendo dar las doce de la noche, se arriesgó a entrar en el invernadero. Concibió algunas sospechas al ver atrancada la primera puerta; mas sin dar parte de ellas a nadie, se abrió camino con la mayor paciencia por entre los revueltos muebles. Llegó después al corredor, cuyas puertas halló abiertas de par en par, así como la de la habitación de Athos y la del parque. Llegado a éste, le fue fácil seguir las huellas marcadas en la nieve y vio que concluían en la tapia; advirtió que se repetían a la parte opuesta, que más adelante se mezclaban con las de algunos caballos, y que se terminaban en las de toda una tropa de caballería que se había alejado en dirección a Enghien. Ya no tuvo duda de que el cardenal hubiese sido robado por los tres prisioneros, puesto que éstos habían desaparecido con él, y corrió a San Germán para participar esta desaparición a la reina.

Ana de Austria encargóle silencio, y Bernouin le guardó escrupulosamente; llamó después al príncipe de Condé, se lo refirió todo, y el príncipe se puso inmediatamente en campaña con quinientos o seiscientos caballos, rogando que registrasen todas las cercanías, y condujeran a San Germán a toda tropa sospechosa que se alejase de Rueil en cualquier dirección que fuera.

Como D’Artagnan no formaba tropa, pues iba solo, como no se alejaba de Rueil, porque iba a San Germán, nadie reparó en él y su viaje se verificó con toda libertad.

La primera persona con quien se encaró el embajador al entrar en el patio del antiguo castillo, fue maese Bernouin, que esperaba en la puerta noticias de su amo.

Al ver a D’Artagnan penetrar a caballo en el patio de honor, se restregó Bernouin los ojos creyendo que se equivocaba. Pero D’Artagnan movió amistosamente la cabeza, se apeó, y entregando las riendas de su caballo a un lacayo que pasaba, se aproximó al ayuda de cámara con la sonrisa en los labios.

—¡Señor D’Artagnan! —exclamó éste con el acento de un hombre que, presa de una pesadilla, hablara durmiendo—. ¡Señor D’Artagnan!

—El mismo, Bernouin.

—¿Y qué venís a hacer aquí?

—Vengo a traer noticias recientes del señor de Mazarino.

—¿Qué ha sido de él?

—Está tan bueno como vos y como yo.

—¿Y no le ha pasado ningún lance desagradable?

—Nada de eso. Tenía deseos de hacer un viajecillo por la isla de Francia y nos rogó, al conde de la Fère, al señor Du-Vallon y a mí que le acompañásemos. ¿Cómo negarnos a tal demanda, siendo tan leales suyos? Anoche nos fuimos y aquí estoy.

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