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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (101 page)

BOOK: Veinte años después
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—¡Qué bien raciocináis! —dijo Porthos con admiración.

—¡Psé! No lo hago mal —contestó D’Artagnan—. Si no nos forman causa, si no nos cortan la cabeza, preciso es o que nos guarden aquí, o que nos trasladen a otra parte.

—Ciertamente —dijo Porthos.

—Pues bien; es imposible que Aramis, tan buen sabueso, o que Athos, tan prudente caballero, no descubran nuestro encierro. Entonces será tiempo de todo lo que deseéis.

—Sí, con tanta más razón, cuanto que aquí no estamos del todo mal… a excepción de una cosa.

—¿De cuál?

—¿Habéis advertido, D’Artagnan, que nos están dando a comer hace tres días carnero emparrilladlo?

—No, pero si por cuarta vez lo presentan, me quejaré.

—Algunas veces echo de menos mi casa; como hace tanto tiempo que no he visitado mis posesiones…

—¡Bah! Olvidaos de ellas por ahora; ya las recobraremos, como no las ordene arrasar Mazarino.

—¿Creéis que pueda propasarse a tan tiránico proceder? —dijo Porthos.

—No; tales resoluciones eran buenas para el otro cardenal. El de ahora es muy menguado para atreverse a semejantes cosas.

—Me calmáis, D’Artagnan.

—Pues entonces poned buen gesto como yo: gastemos chanzas con los guardias, interesemos a los soldados en nuestro favor, ya que no podemos seducirlos; tratadlos con más afecto que acostumbráis, Porthos, cuando vengan al pie de la reja. Hasta ahora no habéis hecho más que enseñarles los puños, y lo que les sobra de respetables, fáltales de seductores. ¡Ah! ¡Cuánto daría yo por tener no más de quinientos luises!

—Y yo también —dijo Porthos, que no quería quedarse atrás en generosidad—. Yo daría… cien doblones…

Aquí llegaba la conversación de los dos prisioneros, cuando entró Comminges precedido de un sargento y de dos hombres que llevaban la cena en una bandeja llena de fuentes y platos.

—¡Muy bien! —dijo Porthos—. Otra vez el carnero.

—Apreciable Comminges —dijo D’Artagnan—, habéis de saber que mi amigo está pronto a llegar a los mayores excesos si el cardenal se obstina en mantenernos con ese alimento.

—Y declaro —repuso Porthos—, que no comeré nada si no se lo llevan.

—Llevaos el carnero —dijo Comminges—, quiero que el señor Du-Vallon cene a su gusto, tanto más, cuanto que tengo que anunciarle una nueva que seguramente le ha de abrir el apetito.

—¿Ha muerto Mazarino? —preguntó Porthos.

—No tal. Por el contrario, tengo el disgusto de deciros que sigue perfectamente.

—Lo siento dijo Porthos.

—¿Y qué nueva es ésa? —preguntó D’Artagnan—. Tan rara fruta es una noticia en un encierro, que perdonaréis, según presumo, mi impaciencia, señor Comminges; mucho más, habiéndonos dado a entender que la nueva era buena.

—¿Os causaría placer el saber que el señor conde de la Fère estaba bueno y sano? —dijo Comminges.

D’Artagnan abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Si me produciría placer! —exclamó—. ¡Me haría feliz!

—Pues bien; el señor conde me encarga que os salude en su nombre y os manifieste que está en buena salud.

D’Artagnan estuvo muy próximo a dar un brinco de alegría. Con una rápida ojeada expresó a Porthos sus pensamientos. «Si Athos sabe dónde nos encontramos, decía aquella mirada, si hace que nos hablen, no tardará en ponerse en movimiento».

No era Porthos muy diestro en esto de comprender miradas; pero comprendió aquella, porque al oír el nombre de Athos había sentido la misma impresión que D’Artagnan.

—¿Decís —preguntó con timidez el gascón—, que el señor conde de la Fère os encarga que nos saludéis al señor Du-Vallon y a mí?

—Sí, señor.

—¿Por tanto, le habéis visto?

—Sí, por cierto.

—¿Sería indiscreción preguntaros dónde?

—Muy cerca de aquí —contestó Comminges sonriéndose.

—¿Muy cerca de aquí? —repitió D’Artagnan con chispeantes ojos.

—Tan cerca, que si no estuvieran tapiadas las ventanas que dan al invernadero, podríais ver desde aquí el sitio.

—Andará rondando por las inmediaciones del castillo —pensó D’Artagnan—. Y en voz alta repuso—: ¿Le habéis tal vez encontrado cazando en el parque?

—No; más cerca, mucho más cerca; mirad, a espaldas de esta pared —dijo Comminges, dando un golpecito en ella.

—¿Detrás de esta pared? ¿Y qué hay detrás de esta pared? Como me trajeron aquí de noche, lléveme el diablo si sé dónde me encuentro.

—Pues suponed una cosa —dijo Comminges.

—Cuanto gustéis.

—Suponed que en esta pared hay una ventana.

—Y supuesto eso…

—Veríais al conde de la Fère asomado en la suya.

—¿Por consiguiente, el conde de la Fère está alojado en el castillo?

—Sí, por cierto.

—¿En qué concepto?

—En el mismo que vos.

—¿Athos prisionero?

—¿No ignoráis —dijo Comminges riéndose—, que en Rueil no hay prisioneros porque no hay prisión?

—No andemos con juegos de palabras, caballero. ¿Han preso a Athos?

—Ayer en San Germán, al salir del aposento de la reina.

Los brazos de D’Artagnan cayeron con inercia a sus costados, cual si le hubiese herido un rayo. Sobre su moreno rostro se extendió una fría palidez, como una blanca nube, pero desapareció al instante.

—Prisionero —repitió.

—¡Prisionero! —repitió Porthos con abatimiento.

Alzó de pronto D’Artagnan la cabeza y brilló en sus ojos un resplandor imperceptible aun para Porthos. A esta fugitiva luz siguió el mismo abatimiento que le había precedido.

—Vamos —dijo Comminges, que profesaba gran afecto a D’Artagnan desde el señalado servicio que éste le prestara el día del arresto de Broussel—: vamos, no hay que afligirse, no ha sido mi voluntad daros una mala noticia, todo menos que eso. En esta guerra nadie sabe lo que le puede suceder. Alegraros, pues, en vez de desesperaros, de la casualidad que trae a vuestro amigo tan cerca de vos y del señor Du-Vallon.

Pero este consejo no ejerció la menor influencia en D’Artagnan, el cual conservó su triste aspecto.

—¿Y qué gesto ponía? —preguntó Porthos aprovechando la ocasión de decir algo, al ver que D’Artagnan no mostraba deseos de continuar la conversación.

—Muy bueno —dijo Comminges—. Al principio estaba tan desesperado como vos, mas luego que supo que el señor cardenal se proponía visitarle esta misma noche…

—¡Ah! —exclamó D’Artagnan—. ¿Conque el señor cardenal se propone visitar al conde de la Fère?

—Sí, le ha pasado aviso, y al recibirlo el conde me encargó os manifestara que aprovecharía este favor para defender ante el cardenal su causa y la vuestra.

—¡Buena cosa! —murmuró Porthos—; gran favor. ¡Diantre! El señor conde de la Fère, cuya familia está enlazada con los Montmorency y los Rohan, bien vale lo que Mazarino.

—No importa —dijo D’Artagnan con el más melifluo acento—; pensándolo bien, querido Du-Vallon, es un grande honor para el señor conde de la Fère, y da margen a concebir muchas esperanzas: una visita es tanto honor para un prisionero, que me parece que el señor de Comminges ha de estar equivocado.

—¡Que estoy equivocado!

—Sí, porque no será Mazarino quien vaya a visitar al conde de la Fère, sino el conde de la Fère a Mazarino.

—No, no, no —contestó Comminges interesado ya en determinar los hechos con toda precisión—. He oído perfectamente lo que me ha dicho el señor cardenal. Él será el que visite al señor conde de la Fère.

D’Artagnan procuró sorprender una mirada de Porthos para saber si su compañero conocía toda la importancia de esta visita, mas Porthos no miraba siquiera hacia la parte en que él estaba.

—¿Luego el señor cardenal acostumbra a pasearse por el invernadero? —preguntó D’Artagnan.

—Todas las noches enciérrase en él. Parece que allí medita sobre los negocios de Estado.

—Vaya —dijo D’Artagnan—, ya empiezo a creer que el conde de la Fère recibirá la visita de Su Eminencia. Éste llevará sin duda compañía.

—Dos soldados.

—¿Y hablará de negocios delante de dos personas extrañas? —Son suizos de los pequeños cantones, que no saben más que alemán. Además, es probable que les haga quedar en la puerta. D’Artagnan se clavaba las uñas en las palmas de las manos, para que su cara no tuviese otra expresión que la que le convenía.

—Que se ande con cuidado el cardenal en esto de entrarse solo en la habitación del conde de la Fère, porque debe de estar furioso. Comminges se echó a reír.

—Al oíros —dijo—, cualquiera creería que erais poco menos que antropófagos. El conde de la Fère es hombre muy comedido y además no tiene armas. Al primer grito que diese Su Eminencia se echarían encima los dos soldados que siempre le acompañan.

—Dos soldados —repitió D’Artagnan como haciendo memoria—, dos soldados, sí; por eso oigo que llaman todas las noches a dos hombres y los veo pasearse por espacio de media hora al pie de mi ventana.

—Eso es, porque ahí es donde aguardan al cardenal, o por mejor decir a Bernouin, el cual va a llamarlos cuando sale su amo.

—¡Buenos mozos son! —dijo D’Artagnan.

—Es el regimiento que permanecía en Lens. El príncipe de Condé se lo ha cedido al cardenal para honrarle.

—¡Ah! —repuso D’Artagnan como resumiendo en dos palabras esta conversación—. ¡Si se humanizara Su Eminencia y concediese la libertad al señor conde de la Fère!…

—De todo corazón lo deseo —dijo Comminges.

—Me parece que si se le olvidara la visita, no tendríais inconveniente en recordársela.

—Ninguno. Todo lo contrario.

—Eso me calma un poco.

Este hábil cambio de conversación hubiera parecido una maniobra sublime a todo el que hubiese podido leer en el alma del gascón.

—Ahora —prosiguió—, os voy a pedir un favor, que será el postrero, querido Comminges.

—Estoy a vuestras órdenes.

—¿Volveréis a ver al señor conde de la Fère?

—Mañana por la mañana.

—Tened la bondad de darle los buenos días en mi nombre y de manifestarle que solicite para mí el mismo favor que a él le conceden.

—¿Deseáis que venga aquí el señor cardenal?

—No; me conozco y no quiero tanto. Lo único que deseo es que Su Eminencia me haga el honor de darme audiencia.

—¡Oh! —murmuró Porthos moviendo la cabeza—. Jamás lo hubiera creído de él. ¡Cómo amilana a un hombre la desgracia!

—Así lo haré —dijo Comminges.

—Decid también al señor conde que estoy perfectamente bueno y que me habéis visto triste, aunque resignado.

—Mucho me agrada el oíros hablar así.

—Diréis lo mismo en nombre de mi amigo Du-Vallon.

—¿En mi nombre? No tal —dijo Porthos—, yo no estoy resignado.

—Ya os resignaréis, amigo.

—Nunca.

—Se resignará, señor de Comminges. Le conozco mejor que él mismo puede conocerse, y sé que posee una infinidad de excelentes cualidades que ni siquiera sospecha. Callad, pues, amigo Du-Vallon, y resignaos.

—Adiós, señores —dijo Comminges—, y pasad buena noche.

—Haremos lo posible.

Saludó Comminges y se ausentó. D’Artagnan le siguió con la vista permaneciendo en la misma actitud de humildad, y con la misma resignación pintada en el rostro. Mas luego que se cerró la puerta y desapareció el capitán de guardias, arrojóse a Porthos y le abrazó con inequívoca expresión de alegría.

—¡Uf! —dijo Porthos—. ¿Qué es eso? ¿Os habéis vuelto loco, desgraciado amigo mío?

—Estamos a salvo —dijo D’Artagnan.

—Maldito si yo veo tal cosa —respondió Athos—; al contrario, a excepción de Aramis estamos presos todos, y las probabilidades de evadirse han disminuido desde que ha entrado uno más en la ratonera de Mazarino.

—No hay tal, querido Porthos; esta ratonera bastaba para dos y es insuficiente para tres.

—No comprendo —dijo Porthos.

—Es inútil —añadió D’Artagnan—; sentémonos a la mesa y cobremos fuerzas, que esta noche las hemos de necesitar.

—¿Pues qué haremos esta noche? —preguntó Porthos cada vez más confuso.

—Probablemente viajaremos.

—Pero…

—Sentémonos, amigo mío; a mí me ocurren las ideas comiendo. De sobremesa os las comunicaré ya completas.

Aunque Porthos deseaba vivamente enterarse del proyecto de D’Artagnan, como no ignoraba los estilos de éste, se sentó a la mesa sin insistir más, y cenó con un apetito que hacía gran honor a la confianza que le inspiraba la imaginación de D’Artagnan.

Capítulo LXXXVIII
El brazo y la cabeza

La cena fue silenciosa, pero no triste, pues de vez en cuando animaba el rostro de D’Artagnan una de esas sonrisas de inteligencia que le eran habituales en los momentos de buen humor. Porthos no perdía ninguna, y cada vez que las veía prorrumpía con alguna exclamación que probaba a su amigo que si bien no le comprendía, no perdía de vista el pensamiento que en su cerebro se agitaba.

A los postres recostóse D’Artagnan en el respaldo de su silla, cruzó las piernas y se contoneó con todas las apariencias de un hombre satisfecho de sí mismo.

Porthos apoyó la barba sobre las palmas de las manos, puso los codos sobre la mesa, y miró a D’Artagnan con la confianza a que debía aquel coloso su simpática expresión de benevolencia.

—Hablemos ahora —dijo D’Artagnan pasado un instante.

—Hablemos —repitió Porthos.

—Decíais antes, amigo mío…

—¿Yo? Nada.

—Sí tal; decíais que anhelabais salir de aquí.

—¡Oh! Es cierto: si no salgo no será por falta de deseos.

—Y añadíais que sólo se necesitaba para ello desquiciar una puerta o una pared.

—Es verdad que lo decía, y todavía lo digo.

—Y yo respondía, Porthos, que éste era mal medio y que no daríamos cien pasos sin que nos volvieran a coger y nos dejaran en el sitio, a no tener trajes con que disfrazarnos y armas con que defendernos.

—Es verdad, necesitaremos trajes y armas.

—Las tenemos —dijo D’Artagnan levantándose—, las tenemos, Porthos, y otra cosa mejor todavía.

—¡Oh! —exclamó Porthos mirando en torno suyo.

—No lo busquéis, es en vano: todo vendrá cuando haga falta. ¿A qué hora, poco más o menos, se pasearon ayer los guardias suizos?

—Me parece que una hora después de anochecer.

—De modo que si salen también hoy, no tardaremos un cuarto de hora en tener el gusto de verlos.

—Exactamente; un cuarto de hora cuando más.

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