Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (3 page)

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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

BOOK: Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos
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—La habéis encontrado —dijo—. Y tu silencio hasta llegar aquí revela que no traes buenas noticias. Habla de una vez y dime dónde está mi hija.

Y Gaspar bajó la cabeza y habló. Le contó cómo hacía unas horas, cuando intentaba pescar en el nacimiento del río, cerca de la antigua tintorería, había visto algo que bajaba arrastrado por la corriente, golpeando las piedras que encontraba a su paso. Al mirarlo con detenimiento descubrió que se trataba de un cuerpo. Y a continuación, sin dudarlo, se había metido en el agua rescatando el cadáver de la niña. Cuando acabó su discurso, alzó la vista y miró de nuevo a Santos Mejías, quien ahora sí lo contemplaba con aquellos ojos suyos, tan penetrantes que parecían llegar hasta la raíz de todos los pensamientos.

—Aún te queda algo por decirme. Sigue, Gato, quiero saber hasta el último detalle.

Y Gaspar tuvo que explicarle que estaba desnuda, que su peso le había parecido liviano como una pluma. Y le confesó lo más extraño. Que sus brazos y sus manos estaban tintados como si fueran un paño de un rojo intenso cual brasas de horno. Y pese a que la mujer del médico la había lavado, para ponerle ropa nueva y adecentarla, aquel color del demonio no se había ido ni con agua ni con jabón. Al escuchar esta última frase, Santos cayó de rodillas y sus ojos se extraviaron en la oscuridad que rodeaba a las dos siluetas sentadas junto a la ventana, mientras murmuraba palabras sin sentido para Gaspar.

—Ese repugnante color. Siempre en sus manos y en sus brazos. Creí que jamás volvería a verlo. Porque estaba muerta, ¿sabes?

De repente se levantó, y como un loco se internó en la negrura de la gran sala. Gaspar lo distinguió dirigiéndose a la pared contraria, agarrando lo que entre las sombras le pareció una escopeta. «Válgame Dios, aquí me mata», pensó el Gato. Y cerró los ojos. Escuchó entonces un disparo que resonó como un trueno en su cerebro. Después, se palpó el estómago, el rostro y la parte donde siempre le habían dicho que estaba el corazón, y se reconoció ileso. Se levantó, y lentamente caminó hacia el lugar donde le había parecido escuchar el ruido. Y allí, al trasluz, distinguió el cadáver de Santos Mejías estirado en el suelo, junto a la escopeta de caza. Un reguero de sangre brotaba por debajo de su cabeza y se deslizaba como un río hasta Gaspar, rellenando las juntas, empapando la madera e inundando la sala de una muerte roja y viscosa. «Parece mermelada de arándanos», pensó Gaspar. Y se apartó para no mancharse con la sangre de un muerto, y menos la de un muerto como Santos Mejías, quien quizás estuviera ya pudriéndose en el infierno.

Al día siguiente, Gaspar se mantuvo alejado de las primeras filas durante la misa que se celebró por los dos difuntos. El sermón del párroco le zumbaba en los oídos, pero sus reflexiones escapaban lejos de aquellas paredes de piedra, a las aguas del río donde había encontrado a Aurora, a la oscura y ahora abandonada casa de los Mejías. Y regresaban, de nuevo, hasta los dos féretros que presidían el altar. Estaban colocados de costado debido a las pequeñas dimensiones de la iglesia de Valparnaso. El Gato, desde su posición, sólo podía distinguir el de Santos Mejías, inmenso, de madera oscura y resplandeciente. «Reluce como la punta de mis zapatos», se dijo. Y aunque no podía verlo sabía que detrás estaba el pequeño ataúd blanco de Aurora, casi tocando la pared trasera de la iglesia. Allí dentro dormía la niña, de apenas doce años, y por mucho que lo intentaba, no dejaba de pensar en el color encarnado que todavía manchaba su piel y le daba el aspecto de un grotesco muñeco de feria. Pero nadie iba a llorar ahora por ella. Con Santos y su hija morían los últimos Mejías, y en toda la ceremonia no había escuchado un sollozo o un lamento. Excepto por las palabras del cura, el silencio en la iglesia era más que una simple ausencia de ruido. Casi podía tocarse, era sólido, de un frío metálico. Se estremeció. Todos se arrodillaron entonces, y el Gato miró con disimulo a su alrededor, sin atreverse a levantar mucho la vista. Quizá muy cerca, de rodillas, como él, alguien estaba escuchando un sermón que sonaría a burla para sus oídos. Entre aquellas figuras inclinadas podía encontrarse la persona que había matado a la niña. Y en una extraña carambola del destino también a su padre, sin ni siquiera haber apretado el gatillo.

Y Gaspar no se equivocaba, porque en las primeras filas, ocultando el rostro marcado con la mueca de una sonrisa, estaba la vieja Lunarda. Y sólo su cabeza guardaba la última imagen viva de Aurora, temblando, e internándose poco a poco en el río, frágil como las alas de una mariposa.

La niña se había quedado descalza. Era temprano y las gotas de rocío en la hierba húmeda le rozaban los pies y la hacían temblar. El río brillaba de forma especial y las aguas parecían reírle al oído, traviesas.

—¿Estará fría el agua, Lunarda? —preguntó.

Y la vieja le tendió los brazos, que como sus manos, permanecían siempre ocultos bajo las ropas para evitar los rayos del sol, a causa de una extraña alergia. Agarró a Aurora de los hombros y la atrajo suavemente, susurrando:

—Vamos pequeña, no seas cobarde, ahora no. Debes ser valiente, mi niña, y confiar en la vieja Lunarda, que sabes que bien te quiere.

La niña y la vieja caminaron hasta la orilla. Hacía frío y a Aurora le rechinaban los dientes mientras dejaba atrás la hierba y se adentraba en la tierra blanda y oscura que rodeaba el río. Pero metió un pie en el agua y acompañada de Lunarda, siguió andando más decidida, pensando en el secreto que se ocultaba en el fondo.

—El día en que cumplas doce años —le había dicho Lunarda tantas veces que sus palabras casi se habían convertido en polvo— te acompañaré hasta el lugar del río en cuyo fondo crecen unas algas rojas, prodigiosas y únicas en el mundo. Iré contigo, aunque serás tú quien se sumerja, porque yo ya soy demasiado vieja y no resistiría ni un suspiro bajo el agua. No es peligroso, no debes temer nada, además tu recompensa valdrá la pena. Esas algas, mezcladas con la fórmula apropiada que muy pocos afortunados conocen, proporcionan un tinte con el cual te confeccionaré un chal de seda, de un púrpura hechicero, tan brillante y hermoso que quien te mire deberá entrecerrar los ojos, y ni los años, ni el sol, ni la lluvia conseguirán disminuir su intensidad. Hace mucho tiempo, Aurora, cuando yo cumplí doce años, alguien convirtió ese aniversario en el día más especial de mi vida. Yo haré lo mismo contigo, mi niña querida, y antes de que seas una mujer te regalaré el más valioso de mis secretos.

Y Aurora soñaba, noche tras noche, en rodear su cuello con aquella joya única. Ansiaba que el tiempo corriera más deprisa, mientras Lunarda sonreía y continuaba contándole otras leyendas, le descifraba enigmas sobre las plantas y las flores o la hacía reír formando sombras chinescas con sus manos, eternamente enguantadas. Y al oscurecer, Aurora regresaba a casa, tras prometer una vez más que nunca hablaría a nadie sobre su amistad con la anciana. Una misteriosa mujer a quien la chiquilla había conocido hacía mucho tiempo, cuando correteaba libre por los campos de Valparnaso, debido a la ausencia de una madre que había muerto al nacer ella y a la permisividad de un padre que nada le prohibía.

Y por fin, la mañana en que cumplía doce años, Aurora se había levantado con el único deseo de obtener el regalo prometido. Ni tan siquiera había abierto los obsequios de su padre, escapándose sigilosa hacia la antigua tintorería donde se reunía con su insólita amiga secreta. Allí había encontrado a la vieja esperándola, anhelante. Y la niña no había dudado en internarse en el río con Lunarda, aunque le asustaran esas aguas que brillaban como si las contemplara a través del cristal de una botella.

Lunarda la agarraba del brazo y Aurora sentía piedras clavándose en las plantas de sus pies.

—Lunarda… —se quejó—, el fondo está lleno de piedras y me hacen daño.

Mas la vieja, buscando con la mirada en el agua, siguió arrastrándola y animándola con su voz susurrante.

—Vamos niña, nunca había visto cría más delicada. Con esos pies tan pequeños ni las guijas se te pueden clavar. Pronto llegaremos a la parte donde el río tiene un lecho fangoso, y no sentirás nada.

Aurora apretó los dientes y continuó avanzando con pequeños saltos para amortiguar las piedras que le aguijoneaban la piel. El agua, que al principio le llegaba a los tobillos subía por sus piernas cubriéndole las rodillas, luego los muslos, la cintura y el pecho, hasta llegarle a la altura del cuello. Lunarda soltó su brazo y Aurora intentó girarse para agarrarla de nuevo. No lo consiguió, porque la corriente la empujaba hacia dentro, cada vez más fuerte. Cuando estaba a punto de llorar, a través del agua, le pareció distinguir un destello rojo. No veía a Lunarda pero pensó que había descubierto las algas, y haciendo un esfuerzo se sumergió para arrancar una. En el fondo simplemente encontró piedras y tierra, y cuando trató de salir otra vez a la superfície sintió una intensa presión en la cabeza que se lo impedía. Se debatió e intentó liberarse de aquella fuerza, aunque el miedo y la fragilidad de su cuerpo de doce años hicieron inútil la lucha. Y lo útimo que vio fueron unas manos rojas que la retenían en el fondo, mientras el agua inundaba sus pulmones y un frío glacial congelaba su espíritu.

Cerca de allí, hacía mucho tiempo, una niña llamada Lunarda se sentaba cada tarde a la orilla del río, mientras contemplaba como su hermana Inés, unos años mayor, se peinaba los cabellos en dos gruesas trenzas. Las manos de Inés se movían siempre con soltura y resaltaban en su oscura melena. Eran de un color encarnado que se extendía a lo largo de los brazos y parecía pintado a pincel. Inés, la joven tintorera, era hermosa, de una belleza frágil que tenía algo de la elegancia y la delicadeza de los pájaros, y cuando bajaba hasta los lavaderos para enjuagar la ropa tintada con la que se ganaba la vida, muchos hombres acudían sólo para contemplarla. Después recogía los paños, llamaba a Lunarda y juntas se marchaban hasta su casa, en la vieja tintorería, cerca de la parte más profunda y solitaria del río. Al llegar colgaban las telas y jugaban entre lienzos de color ciruela, castaño o verde salvia, que más tarde servirían para confeccionar delicados vestidos y gruesas camisas. Finalizado el trabajo, Inés se sentaba de nuevo en la orilla con Lunarda. Y peinaba sus cabellos, mientras hablaba de las hojas de saúce con las que podía crear desde un verde oscuro hasta el amarillo más sutil; instruía a la niña sobre cómo debía mezclar los minerales, las plantas o las flores para conseguir el mejor colorante que aplicar sobre la lana, el lino o la seda; y la advertía de la forma con la que la temperatura del agua o la exposición al sol influían en el tono final de la tintura deseada. Lunarda escuchaba fascinada sus explicaciones, y a veces se entretenía junto a Inés experimentando con los tintes y las prendas. Inés la observaba divertida y la advertía del carácter eterno de algunas tinturas.

—¡Mírame!

Le decía extendiendo sus delgados brazos, manchados hasta los hombros por un intenso encarnado.

—Este color nunca se borra, y ya puedo ver el mismo tono indeleble ensuciando tus manos. Piensa, Lunarda, que sería más fácil borrarnos a ti y a mí los recuerdos que el rojo que nos mancilla. ¿Tú qué crees, Lunarda? ¿Podrías alguna vez olvidarte de mí?

Y con los últimos rayos de sol agitaba sus manos y proyectaba sombras en las aguas del río, que se transformaban en conejos, murciélagos e incluso dragones ante la fascinada mirada de la niña.

Así fue cómo descubrió Santos Mejías a Inés, y se encaprichó de ella nada más verla. Decidió que aquella mujer tenía que ser suya. Porque le pareció la más hermosa que había visto hasta entonces en el pequeño mundo de Valparnaso. Y no fueron las historias de Inés las que lo cautivaron, sino la forma de los labios que las contaban. Tampoco disfrutó de las sombras chinescas con las que reía Lunarda, porque únicamente contemplaba los bien torneados brazos que las creaban. Y ni mucho menos reparó en la hermana pequeña que se sentaba junto a Inés, ya que su vista estaba fija en el escote de la muchacha que se inclinaba para abrazar a la niña. Llamó a su puerta cada noche, durante una semana. Y al octavo día no dudó en hacer falsas promesas para tomar lo que, en un futuro, robaría a otras sin necesidad de vanos juramentos. E Inés, cautivada con las atenciones de aquel semidiós surgido de uno de sus sueños, se dejó hacer, perdiendo el pudor cerca del río donde acabaría por abandonar la vida.

Él se cansó muy pronto cuando ya era demasiado tarde para ella. Inés sentía por Santos Mejías un amor de hambre insaciable, que la corroía y la dejaba sobrevivir a duras penas. Sólo se sentía satisfecha si estaba con él, y caminó por la cuerda floja de la razón durante el poco tiempo que el hombre la apuró hasta el último gemido. El día que él decidió no ir más a buscarla, porque ya había tenido suficiente, ella lo esperó durante toda una noche en el lugar secreto donde se citaban. Y a la mañana siguiente, cuando su hermana la encontró deambulando por el bosque, Inés había perdido las ganas de seguir en este mundo, si hacerlo significaba olvidarse de Santos Mejías. Lunarda le suplicó que entrara en razón e intentó curarle aquella fiebre que no lograba comprender su mente infantil, pero todo fue inútil. Los ojos se le extraviaron cada vez más en espacios irreales. Y se consumió, perdiendo la forma de los brazos, los pechos y las caderas, mientras suspiraba por el aire que Santos Mejías respiraba. Lo seguía a todas partes durante el día, suplicándole a sus oídos sordos, y al oscurecer vagaba como un perro sin dueño por los alrededores de la finca de los Mejías. En ocasiones, el servicio la encontraba llorando en las cocinas, los corrales o los lavaderos de la gran casa, y la ahuyentaban a escobazos tratándola de loca. Y hasta el propio Santos, cansado de una molestia con la que no había contado, la intentaba espantar a tiro limpio con su escopeta de perdigones. Llegó a creer que aquella perturbada lograba multiplicarse por arte del diablo con tal de atormentarlo, porque nada era suficiente para quitársela de encima. El amor de Inés crecía de forma paralela al odio de Santos Mejías, y éste acabó aborreciendo cada uno de los sollozos, los lamentos y las súplicas de ella. Desprenderse de la mujer se convirtió en su particular obsesión. Y como se sabía impune, y sólo obraba según su voluntad, acabó decidiéndose a tomar el camino que le pareció más recto, y sin un solo remordimiento.

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