Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (4 page)

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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

BOOK: Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos
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Una tarde, cuando estaba a punto de oscurecer y tras comprobar que nadie los había visto, salió al encuentro de Inés y la llevó engañada hasta el lugar del río donde se citaban. A la luz de la luna, Santos Mejías distinguió el espectro de un juguete roto, sin nada que le recordara a la mujer que una vez le pareció hermosa. Sintió repugnancia por aquellas manos encarnadas que se encadenaban a sus rodillas y prometían esperarlo para siempre. Deseaba no volver a verla, y apartarla, como quien espanta moscas en los días que preceden a la lluvia. Con ese único propósito nublándole la mente, la guió hasta la orilla, la agarró y se metió con ella en el río. Inés se dejó hacer, sin oponer resistencia. Y una vez dentro, Santos Mejías, creyendo que nadie sería testigo, hundió la cabeza de la joven en el agua. Cuando sintió el cuerpo laxo bajo su fuerza, salió con el cadáver en brazos. Prefirió asegurarse de que jamás saldría a la superficie, y le llenó de piedras los bolsillos, atándole al cuello la más grande que encontró. Haciendo un gran esfuerzo, la tiró de nuevo al agua, donde el río le pareció más profundo. Y lo último que vio fueron aquellas manos escarlata que parecían querer escaparse del cuerpo mientras se hundían para suplicarle de nuevo por un amor estéril. Santos Mejías sentía las piernas acalambradas por el frío, y sus latidos eran los de un corazón de gigante. Pero se sentía libre y estaba convencido que nadie echaría de menos a una desquiciada que, quizás por mala fortuna, habría caído en el río o en una zanja durante alguno de sus paseos nocturnos. Y no volvió a acordarse nunca de ella, hasta el día que Gaspar Gastuña lo visitó para anunciarle la muerte de su única hija.

Mas una niña, agazapada entre los arbustos, fue mudo testigo de la escena desde la otra orilla. La vida de Lunarda se acabó el día de su décimo segundo cumpleaños, y mientras el agua se tragaba a su hermana, juró sobrevivir para romper el alma de Santos Mejías en pedazos, arrebatándole lo más preciado de su miserable existencia cuando menos lo esperase, aunque ella tuviera que aguardar mil vidas. Y contemplándose las manos selló su promesa, porque aunque con el tiempo, los recuerdos y la memoria se le escurrieran igual que telas de araña por los ojos, la nariz y la boca, el crimen de Santos Mejías permanecería imborrable en su memoria. Como el tinte encarnado que ya había marcado su piel para siempre.

Cuarenta años más tarde la tierra caía a palazos sobre los ataúdes de Santos Mejías y su hija Aurora. Muy pocos eran los que habían acudido al cementerio. Entre ellos estaba Gaspar Gastuña, removiéndose inquieto mientras pensaba que era hora de marcharse porque ya había hecho más de lo debido. Se dio la vuelta lentamente para no llamar la atención, pero tropezó con una anciana envuelta en trapos negros.

—Condenada vieja fisgona, a ver si…

Pero las palabras se le ahogaron cuando, en un destello, creyó distinguir unos dedos asomando entre las telas oscuras, manchados con un rojo idéntico al que recordaba haber visto en los brazos y las manos de la niña. Gaspar Gastuña cerró los ojos. «Gato, tú no has visto nada. Es este sol que te calienta hasta los sesos» se dijo. Y siguió su camino sin detenerse, haciendo honor a su apodo y repitiéndose que aquello no era ya un asunto de su incumbencia.

Al bosque nunca más

Doña Rosario se detuvo justo delante del primer árbol, y sin llegar a entrar en el bosque, escupió tres veces en aquella dirección. Como siempre hacía, se giró para dar la espalda a la arboleda y esparció con el pie la saliva que había expulsado. A su alrededor no se escuchaba más que el crujido de las ramas, que como cada tarde de otoño, se empeñaban en cortar el viento a rebanadas cuando el sol comenzaba a desaparecer. Bajo el brazo, flácido por su vejez pero aún fuerte a causa del oficio, colgaba su cesta de mimbre, de la que sobresalían tallos y raíces de las plantas que había recogido durante la jornada.

Dejó el canasto en el suelo, y al mismo tiempo que recitaba su oración, picoteó la tierra como una urraca, agachándose a cada poco para arrancar las plantas de su alrededor. Primero las seleccionaba, y luego tiraba con fuerza del tallo cuidándose de arrancarlas de raíz. Mientras hacía su labor susurró unos salmos que nunca habían sido escritos; con el fin de apaciguarla, le pedía a la naturaleza que la vida siguiera en las infusiones y ungüentos curativos que ella misma preparaba.

Había logrado juntar un puñado de brotes verdes cuando algo la obligó a detenerse y a elevar la mirada. No se trataba de nada preciso, sólo una sensación a la que ya se había acostumbrado, una intuición que había aprendido a reconocer y que retrataba su virtud.

Vio entonces que el viento había cesado, y sin embargo le pareció ver que las ramas seguían meciendo sus hojas, esta vez en silencio. Al levantarse volvió a escupir, tres perdigones de saliva volaron de su boca mientras se santiguaba. Fue entonces cuando apareció Mariana. Corría bajo la sombra de los árboles, su vestido estaba rasgado. La prenda se enganchaba en las plantas, y los fragmentos de tela quedaban prendidos en las ramas. En su huida, una de sus manos sujetaba con fuerza una cesta de mimbre rota y de la que caía un reguero de plantas.

Doña Rosario vio la angustia de la niña, pero apenas le dio tiempo a llamarla, Mariana se había alejado, y la vieja adivinó unas heridas en su espalda. Pero cuando Rosario gritó su nombre, Mariana miró atrás, hacia el bosque, y aceleró aún más el paso hacia su casa.

La vieja corrió como pudo tras ella, pero cuando alcanzó la valla la niña ya había traspasado la puerta y se encontraba en el interior de su hogar. Rosario dudó, y quedó un momento pensativa, preguntándose si debía hablar con ella y averiguar lo ocurrido, pero sabía que en aquella casa nadie era bien recibido.

Doña Rosario tenía las plantas que había ido a buscar, allí ya no hacía nada, así que recogió su cesta y emprendió el camino de regreso a su casa. Apresuró el paso, guiada por la urgencia de encender el fuego de su cocina para preparar un caldo que ahuyentara a los malos augurios.

Esa tarde, con la violenta aparición de la pequeña, supo que había topado con la mala fortuna.

Mariana entró en su casa, y tras asegurarse de que la puerta quedaba bien cerrada, se apoyó contra la pared con la intención de tranquilizarse.

Había escuchado la voz de Doña Rosario; los gritos de la vieja habían salido de la nada y ahora latían en sus sienes junto al frenético bombeo de su corazón. Se dejó caer hasta que quedó sentada en el suelo y se cubrió el rostro con las manos que aún le temblaban.

Poco a poco logró calmarse y percibió una amarga melodía, compuesta a base de notas tan graves que parecían reptar por el suelo. Se trataba de la misma canción sin letra que sonaba en la radio a todas horas. Procedía del salón e impregnaba todos los rincones de la casa. La niña se levantó y siguió el rastro de la música, y al entrar en la habitación escuchó el tarareo que la acompañaba. La luz de una vela ahuyentaba la oscuridad desde la mesilla redonda, un breve resplandor que parecía dudar en su cometido a unos metros del sillón donde Edna, su madre, murmuraba con voz ronca siguiendo el ritmo de la melodía. Como todos los días, desde hacía un año, la mujer estaba sentada de espaldas a la entrada y con la mirada perdida en una chimenea sin fuego.

Mariana se acercó hasta el costado del sillón, en cuyo brazo mullido por el uso, se encontraba posada la mano blanca y arrugada de su madre; como si la mujer hubiera dejado allí olvidada la extremidad hacía mucho tiempo. A pesar de sentirse más calmada, al encontrarse frente a Edna, la niña sintió una angustia que ya conocía. Le habló conteniendo las lágrimas:

—Ya estoy aquí.

La mujer detuvo su murmullo. Una última nota quedó suspendida en el aire mientras la melodía de la radio seguía su curso. Giró la cabeza y miró a la niña durante unos segundos. Su rostro parecía gris con el insignificante reflejo de la vela.

—¿Has traído la leña?

La niña agachó la cabeza. Edna se acercó.

—La chimenea se ha apagado, y ya sabes que yo no puedo encenderla.

Mariana no respondió, se pellizcaba el muslo mientras escuchaba los reproches de su madre.

—Tu padre no va a volver sólo para encenderla. Y haz el favor de peinarte —su cabeza desapareció tras el sillón—, parece que has estado revolcándote por toda la hierba del pueblo.

Mariana no pudo reprimir una lágrima, que le recorrió la mejilla mientras su madre volvía a acompañar con un susurro la música de la radio.

La niña dejó la cesta sobre la mesa de la cocina y allí esparció las plantas que había recogido. Con cuidado, fue cogiendo uno a uno los tallos, y fijándose en el color de sus hojas, los separó en dos montones.

Lavó primero las hojas moradas. El agua que expulsó el grifo era de color marrón, manchada por el óxido de las cañerías; la tierra caía de las raíces y se mezclaban con los restos de comida que había en los platos. Tuvo que escarbar entre la losa sucia para encontrar la tetera. Hirvió agua, y preparó una infusión que adquirió del color morado de las plantas.

El pequeño plato tintineó por el temblor de la taza. Mariana lo llevó hacia la silueta adormilada de su madre, procurando que ni una gota se precipitara fuera del recipiente.

Edna tarareaba la melodía, y cuando la niña llegó a su lado la madre enmudeció para observarla, deteniéndose en la bebida que la pequeña le había preparado… Levantó la mano y la rechazó.

—Puedes llevártela, no me hace ningún bien.

Mariana se agachó apoyándose a su altura en el brazo del sillón.

—Deberías beberla. Te encontrarás peor si no lo haces.

Edna miró al frente, negó con la cabeza y volvió a susurrar la misma melodía, mientras Mariana volvía a insistir.

—Por favor, debes beber, o no te curarás.

Su madre rió y la carcajada se convirtió en un golpe de tos. La taza tembló en sus manos al cogerla y parte del líquido rebosó y fue a parar al platillo.

—¡Enciende la chimenea y vete a la cama!

Y mientras revolvía la tizana miró a la niña prender el fuego y alejarse hacia el interior de la casa.

Mariana volvió a la cocina, y repitió el ritual anterior, pero en esta ocasión con las plantas de color verdoso que previamente había dejado sobre la mesa. Esta vez, buscó en el armario inferior otra tetera distinta, y tras preparar esta nueva infusión, se sentó con tranquilidad a la mesa y la bebió pausadamente. A cada trago, intentaba convencerse a sí misma que no debía llorar, que lo mejor era ser fuerte y evitar que su madre la viera así. Allí permaneció apenas una hora, hasta que el brebaje hizo su efecto y el sueño la encontró con los brazos apoyados en la mesa y la cara hundida en ellos.

Doña Rosario removió el contenido de la olla. El caldo, preparado con plantas e ingredientes que tal vez sólo ella conociera, bullía en la marmita. Las burbujas estallaban y dejaban libre unas pequeñas nubes de vapor que ascendían lentamente. La vieja terminó su rezo y aspiró el vaho, y una mancha de condensación gris llegó a la altura de sus ojos y allí se detuvo, enredándose como si tuviera vida propia. Tras unos segundos, mientras el humo se deshilachaba y no dejaba más que un rastro oloroso, pudo ver la casa vecina a través de la ventana.

Doña Rosario vivía a un quilómetro escaso de Mariana, y desde la cocina, ahora que la noche era cerrada y negra como un pozo, podía ver la luz que provenía de la vecina chimenea. Mirando el estado de la construcción, a Rosario le parecía difícil pensar en un hogar, pues si no fuera por aquella luz que brillaba en su interior, la hubiera descrito como un chiquero abandonado. El humo que salía por el conducto de piedra desembocaba en el tejado, y era el único signo que la convertía en una construcción habitada.

—Pobre niña —murmuró—, pobre Edna y pobre Arzís.

Y al pronunciar este nombre destapó la olla y escupió en su interior, y acto seguido removió el caldo dándole cinco vueltas.

Rosario recordaba a Arzís como un hombre seco. Cuando se cruzaban, siempre era en los alrededores del bosque. Ataviado con unos pantalones roídos y una gruesa camisa a cuadros, cargaba al hombro el hacha que utilizaba para talar leña en el bosque. Hacía poco más de un año que había desaparecido sin dejar rastro, pero era una figura imposible de olvidar por su altura, y sobre todo, por la blanca melena que le caía más abajo de los hombros. Nunca le pasó por alto la seriedad de su rostro, unos rasgos que parecían congelados en un instante sin sonrisa.

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