Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (12 page)

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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

BOOK: Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos
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La celebración fue todo un éxito. Se recaudó dinero para enviar a todo Guacamalindo a Roma, e incluso para construir una catedral completa. Con las primeras estrellas empezaron a retirarse los vecinos a sus hogares, y Don Honorio, agradecido por la colaboración desinteresada de Muñequita se ofreció a llevarla a casa en su flamante coche oficial.

Durante el camino empezaron las primeras molestias. El cuñado de Don Honorio conducía el auto, mientras el alcalde, Inés y Muñequita charlaban sobre el rostro de la santa, que en opinión de las señoras debía ser blanco cual espuma de mar. De repente, el vientre de Don Honorio empezó a sonar como un ejército de ranas al anochecer. Pascual paró en un descampado del camino. El alcalde, que se apresuró a bajar, se sorprendió cuando recibió un empujón de Muñequita. Sin disculparse, ésta corrió a esconderse tras unos arbustos para aliviar también el estómago, olvidando sus modales ante tal urgencia. En cinco minutos, Pascual e Inés se añadieron a la singular pareja a unos metros de distancia, y bajo la luna, las cuatro siluetas se retorcían, ya sin el menor decoro, entre flatulencias y retortijones. En unos minutos de tregua Don Honorio corrió hacia el coche seguido por los demás, y cogiendo él mismo el volante, voló hasta el pequeño hospital de Guacamalindo. Una vez allí, un espectáculo digno del fin del mundo se desplegó ante sus sorprendidos ojos; las colas en la casa de salud daban la vuelta a la plaza. Las esquinas estaban llenas de nalgas masculinas que aliviaban sus necesidades en plena calle. Y en los rincones más oscuros, a falta de un mejor lugar, las mujeres levantaban sus faldas y se esforzaban en sacar lo que les sobraba en los intestinos. Don Honorio pensó que aún en aquella situación, su cargo era un rango, y agarrándose los pantalones y apretando el ojete, se abrió paso entre la multitud para entrar en el hospital y ser atendido en condiciones dignas. Pero dentro la escena era aún peor. Allí encontró a las personalidades más destacadas de Guacamalindo, porque las molestias de estómago no habían hecho distinción de clase social. Ganímedes, el banquero, se quejaba en una cama, inundado en su propia inmundicia. Los retortijones tampoco habían respetado a las niñas del coro, a los Bajomonte o a las propias enfermeras. El alcalde intentó entrar en uno de los retretes, pero todos estaban bloqueados por aquellos que, con un poco de suerte, habían llegado los primeros y se resistían a abandonar su situación de privilegio. Perucho, escondido tras una camilla, también se retorcía de dolor. Pero al ver al alcalde, corrió al exterior y no paró hasta llegar a su casa. Pensaba que, tras el desastre, iba a quedarse sin la nueva y flamante pastelería, porque intuía que sus dulces estaban relacionados con el dantesco teatro. Mas si no había pruebas del delito esperaba al menos conservar su viejo negocio. Así que se pasó la noche, entre espasmos y escapadas al retrete, destruyendo todo plato, cuchara y olla que pudiera conservar un miligramo de crema sospechosa.

Cuando un gallo despistado cantó la salida del sol, Guacamalindo se despertó sumido en un desagradable aroma causado por una noche entera de desvelos estomacales. Muchos se levantaron recuperados del dolor y las molestias, pero debilitados por el titánico esfuerzo. Muñequita Elvira, que había pasado la noche en el hospital, compartiendo una de las camas con la hermana del alcalde, se dirigió al pasillo a beber un poco de agua. Mientras llenaba un vaso, escuchó unos pasos que se aproximaban por el corredor. Unas piernas peludas y rechonchas sostenían una enorme y todavía dolorida barriga que no cabía en el camisón. Era Don Honorio. Él ni siquiera la vio, caminaba casi en trance hacia los ventanales de la sala de espera del hospital. Muñequita Elvira lo siguió y se percató de aquello que llamaba la atención al alcalde. En medio de la sala, una de las niñas del coro contemplaba también el exterior, con la nariz enganchada al cristal de la ventana. Don Honorio y Muñequita Elvira se sentaron a su lado y miraron embelesados el espectáculo que, a través del cristal, se desplegaba ante sus ojos. El paisaje parecía estar dentro de una burbuja nevada. Gotas de hielo caían sobre la Plaza Mayor, las casas y los caminos que rodeaban el pueblo, llevándose con ellas los restos de una noche en vela. Y lienzos de un blanco cegador cubrían Guacamalindo por primera y última vez en su historia. Las exclamaciones de la niña ante lo que les parecía un milagro, fueron despertando al resto de vecinos que todavía descansaban en el pequeño hospital. Muñequita Elvira y Don Honorio salieron al exterior, seguidos por los demás. Iban en camisola o en bata, descalzos, pero sin embargo la temperatura era extrañamente agradable. Todos miraban al cielo como si esperasen que cayera agua bendita, y de repente, el alcalde cogió la mano de Elvira y se miraron. En un instante, ella sintió una infinita ternura por aquel hombre, y por sus dobladillos siempre demasiado cortos y sus camisas sin planchar. Y él, quitándole un copo de nieve del cabello ceniciento, no se fijó en que el tocado de Muñequita más bien parecía un estropajo, ni tampoco en que sus ojeras le llegaban a los dedos de los pies. Y así, se hizo otro pequeño milagro aquella mañana. Se besaron. Con un beso corto y nevado. Don Honorio se convenció que ella era la mujer que había estado esperando. Y en el corazón de Muñequita se rompieron todas las puertas y cerrojos. Porque aquel beso fue la llave que le indicó que, por fin, había encontrado al hombre adecuado a quien regalar la otra mitad del alma que se había quedado perdida en sus sueños de adolescente.

Sin embargo, no fue este el único regalo que la noche de desvelos y el amanecer nevado dejaron en Guacamalindo. Otros muchos particulares fenómenos ocurrieron, solucionando de una forma original los más secretos anhelos de sus habitantes. El mismo día de la nevada, Inés, sintiéndose más ligera y atractiva que nunca, se vistió con un pícaro camisón parisiense de finos encajes rosados, comprado en un viejo rastrillo y todavía sin estrenar. Sin recetas de alcahuetas ni hechiceras de por medio, ella y Pascual entrelazaron algo más que sus pies fríos aquella tarde a la hora de la siesta. Y nueve meses después, de forma inexplicable para el médico de Guacamalindo, Inés dio a luz una niña blanca como la sal, a la que llamaron Benigna. Hasta el extraño tic, que hacía imposible la tranquilidad de Ganímedes, desapareció tras una noche en la que el banquero se olvidó por completo de todas las partes del cuerpo que no fueran sus doloridos intestinos. Por su parte, Perucho consiguió el mejor emplazamiento para su pastelería, en la Plaza Mayor, aunque de la forma más inesperada. Durante la nevada, un gran estruendo se dejó oír por todo Guacamalindo. La vieja escuela, que estaba en el centro de la plaza y necesitaba una reforma desde hacía mucho tiempo, se hundió estrepitosamente a la hora que debían haber empezado las clases. Por suerte, el maestro Nicolás y los alumnos se encontraban entonces admirando con el resto de vecinos el singular fenómeno meteorológico, así que el desastre no tuvo mayores consecuencias. Y el alcalde, al reconstruir la escuela, y cumpliendo su promesa, no se olvidó de reservar un espacio en la plaza para Perucho, quien al fin, pudo ver cumplido su sueño.

Don Honorio estableció un comité especial que estudiase el extraño prodigio de la nieve en aquellas latitudes y el resto de hechos maravillosos que tuvieron lugar aquel día. En unos años, con un proceso asombrosamente rápido gracias a la aportación de Ganímedes, que vació las arcas de su banco, la iglesia apostólica reconoció a Benigna como una santa, digna de interceder por sus feligreses ante el juicio de los cielos. Pero mucho antes, todo aquel que tenía un deseo, por pequeño que fuera, acudía a la aspirante a santa para solicitarlo. Su iglesia se pintó de un blanco inmaculado y el altar se cubría cada semana con flores del mismo color. Y siempre, en medio de los ramos, destacaba uno con rosas blancas que Muñequita Elvira, ya como primera dama, se encargaba de traer en persona cada misa de domingo. No obstante, pese a los arreglos florales, para los feligreses más observadores y devotos, no pasaba inadvertido que alrededor de la santa figura de Benigna, siempre volaba alguna mosca despistada, quizá en recuerdo de aquel gran día en el que se hizo el milagro y se cumplieron los anhelos más secretos de todo Guacamalindo.

Por las barbas de Gerardo Dijoux

Cuando Reynaldo entró en la estancia olía a hojas de manzanilla. Como de costumbre, su mujer Betina le había dejado preparada una infusión con azúcar moreno encima de la mesa auxiliar. Reynaldo abrió un cajón del enorme tocador blanco y sacó un estuche que contenía sus preciadas herramientas de trabajo: cremas colorantes espesas como el petróleo, polvos compactos, brochas de todos los tamaños… Con mimo de padre recién estrenado fue depositándolas encima de la mesa. Llevaba tanto tiempo haciendo aquello que casi ni se acordaba de haber soñado con ser maquillador en la meca del cine. Embellecer a los muertos no era lo mismo que pintar los labios a la Monroe o rizarle las pestañas a Elizabeth Taylor, pese a que sus clientes fueran de lo más agradecidos y jamás emitieran una sola queja. Tiempo atrás, Guacamalindo había sido famoso por su longevidad, mas desde hacía años no le faltaba el trabajo y ya tenía ahorros suficientes para marcharse con Betina a hacer las Américas. Reynaldo suspiró. En el fondo echaría de menos la tranquilidad de su funeraria, y pasados los cincuenta no tenía edad para tantos cambios. Pero la juventud de Betina lo empujaba, y en la caja fuerte guardaba un maletín con el capital de toda una vida de trabajo. Estaba decidido. A la mañana siguiente, tras cumplir con el último encargo que esperaba inerte sobre la camilla, Betina y él cerrarían la funeraria y abandonarían Guacamalindo para hacer realidad su particular sueño.

Reynaldo se puso una chaqueta de lana, el ambiente de la sala era frío con tal de conservar la lozanía de los difuntos hasta el último momento. Cogió la manzanilla, dio un sorbo y posó la mirada sobre su cliente. Era inevitable. Todavía se le revolvía el estómago cuando los veía por primera vez. Solían tener muy mala cara, aunque tras pasar bajo sus brochas quedaban tan hermosos que parecían a punto de acudir a una cena de gala. No obstante, el difunto Gerardo Dijoux no tenía mal aspecto. Los ojos expertos de Reynaldo hubieran dicho que todavía quedaba algo de color en sus mejillas, como si tan sólo estuviera disfrutando de una larga siesta. De repente, un ruido en la puerta le sobresaltó y se giró para ver cómo se abría lentamente. Era Betina, su esposa, que se asomó con una sonrisa en los labios.

—¿Puedo pasar Reynaldo?

El maquillador se limitó a asentir con la cabeza y ella entró, haciendo peligrar el silencio de la sala con el repicar de sus tacones. Reynaldo la miró orgulloso. En cierta manera, Betina era parte de su obra, pues gracias a su arte había conseguido convertirla en la mezcla perfecta de Marilyn Monroe y Rita Hayworth. Sus ojos y sus labios estaban siempre primorosamente maquillados como los de la famosa rubia platino, mientras que las ondas de su cabello cobrizo eran una réplica exacta de la melena de la estrella de Gilda. Betina se situó tras Reynaldo y le acarició la calva incipiente mientras observaba en silencio al difunto.

—Quién lo iba a decir ¿verdad Reynaldo? Parecía que nunca íbamos a ahorrar lo suficiente, y fíjate, aquí está tu último cliente. Lo tengo todo preparado. He hecho las maletas y he comprado los billetes. Mañana la vida que conocemos habrá acabado, querido, y no veo el momento de cerrar la puerta de la funeraria para coger el tren.

Betina se apartó de Reynaldo y avanzó hasta el tocador. Con gran destreza abrió varios botes y mezcló su contenido en una bandeja. El resultado fue una textura color cereza que se aplicó con una borla sobre las mejillas y el escote, sin mirarse casi al espejo.

—¿Qué te parece Reynaldo? En poco tiempo hubieras podido dejar el negocio en mis manos.

Betina guiñó un ojo a su marido y se dirigió hasta la camilla donde reposaba Gerardo Dijoux. Se inclinó sobre el rostro del difunto sin ningún tipo de aprensión y lo observó atentamente.

Reynaldo también se acercó.

—¿Sabes Betina? Con los años he llegado a la conclusión que la muerte siempre tiene algo de imprevisto, aunque este caso supera mis teorías. Joven y completamente sano y… ¡zas! Un fulminante ataque al corazón se lo lleva al otro mundo. ¿Tú no lo conocías Betina? ¿No ibáis juntos a los ensayos del coro de Muñequita Elvira?

Ella lo miró sorprendida antes de contestar.

—Sí, aunque creo que nunca había cruzado una sola palabra con él. Pobre chico. Era muy tímido, y cuando el ensayo acababa volvía directo a su casa. Vivía con su tía y sus dos primas gemelas. Me parece que eran su única familia, son ellas las que han traído las ropas para el entierro.

Reynaldo se agachó, inspeccionó mejor el rostro de Gerardo y sus rasgos le parecieron de lo más anodinos. Lo único que le aportaba algo de personalidad era una barba, larga y triangular como el cono de un helado, que terminaba en punta a la altura del ombligo.

—Sí, un joven muy extraño. Alguna vez lo había visto cuando acudía a recogerte —Reynaldo estiró con cuidado la punta de las barbas—, y hubiera jurado que agachaba la cabeza o miraba a otro lado con tal de no saludarme. No obstante, es una pena, tan joven… Además ha tenido mala suerte. No podrá disfrutar ni de un velatorio como es debido. Esta misma tarde se lo llevarán a la iglesia, aquí ya tenemos todas las salas cerradas y nos hubiéramos visto obligados a retrasar el viaje. La misa se realizará al mediodía, y para entonces nosotros debemos estar en la estación. No habrá velatorio y su aspecto es bastante bueno, así que no tendré que esmerarme mucho en mi último trabajo.

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